La envidia es
tristeza del bien ajeno y pesar de la felicidad de los otros: conviene
saber, de los mayores, por ver el envidioso que no se puede igualar con ellos:
y de los menores, porque se igualan con él: y de los iguales, porque compiten
con él. De esta manera tuvieron envidia Saúl a David (I Reyes XVIII) y los fariseos a Cristo, por la
cual le procuraron la muerte: porque tal es esta bestia fiera, que a tales
personas no perdona. Este
pecado de su género es mortal, porque milita derechamente contra la caridad,
así como el odio. Pero muchas veces no lo será cuando no fuere la envidia
consumada, como acaece en todas las otras materias de pecados. Porque así como
hay odio, y también rencor, que no es odio formado, aunque camina para él, así
hay una envidia perfecta, y otra imperfecta que camina para ella.
Este es uno de los pecados más poderosos y
más perjudiciales que hay, y que más extendido tiene su imperio por el mundo,
especialmente por las cortes, y palacios, y casas de señores y príncipes:
aunque ni deja universidades, ni cabildos, ni religiones por donde no corra. ¿Pues quién se podrá defender de este monstruo? ¿Quién
será tan dichoso que se escape, o de tener envidia, o de padecerla?
Porque cuando el hombre considera la
envidia que hubo, no digo ya entre los primeros dos hermanos que fundaron a
Roma, sino entre los dos primeros hermanos que poblaron el mundo, la cual fué
tan grande, que bastó para matar el uno al otro: y la que hubo entre sus hermanos y José,
la cual les hizo venderle por esclavo: y la que hubo entre los mismos
discípulos de Cristo antes que sobre ellos viniese el Espíritu Santo: y
sobre todo esto la que tuvieron Aarón y María hermanos y escogidos de Dios, a su hermano Moisés
(Números XII): cuando el hombre todo esto lee, ¿qué
podrá imaginar de los otros hombres del mundo, donde ni hay esta santidad, ni
este vínculo de parentesco? Verdaderamente éste es un vicio de los que
de callada tienen grandísimo señorío sobre la tierra, y el que la tiene
destruida. Porque
su proprio efecto es perseguir a los buenos y a los que por sus virtudes y
habilidades son preciados: porque aquí señaladamente tira ella sus
saetas. Por lo cual dijo Salomón (Eclesiástico VI) que todos los trabajos e
industrias de los hombres estaban sujetos a la envidia de sus prójimos. Pues
por esto con todo estudio y diligencia te conviene armarte contra este enemigo,
pidiendo siempre a Dios ayuda contra él y sacudiéndole de ti con todo cuidado.
Y si todavía él perseverare solicitando tu corazón, persevera tú siempre
peleando contra él: porque no consintiendo con la voluntad no hace al caso que
la carne maliciosa sienta en sí el pellizco de este feo y desabrido movimiento.
Y
cuando vieres a tu vecino o amigo más próspero y aventajado que a ti, da
gracias al Señor por ello, y piensa que tú, o no mereciste otro tanto, o a lo
menos que no te convino tenerlo: acordándote siempre que no socorres a tu
pobreza teniendo envidia de la felicidad ajena, sino antes la acrecientas.
Y si quieres saber con qué género de armas
podrás pelear con este vicio, dígote que con las consideraciones siguientes.
Primeramente considera que todos los
envidiosos son semejantes a los demonios, que en gran manera tienen pesar de
las buenas obras que hacemos, y de los bienes eternos que alcanzamos: no porque
ellos los puedan haber, aunque los hombres los perdiesen (porque ya ellos los
perdieron irrevocablemente) sino porque los hombres levantados del polvo de la
tierra no gocen de lo que ellos perdieron. Por lo cual dice San Agustín en el
libro de la Disciplina Cristiana: Aparte Dios este vicio, no sólo de los
corazones de todos los cristianos, mas también de todos los hombres, pues éste
es vicio diabólico, de que señaladamente se hace cargo al demonio, y por el
cual sin remedio para siempre padecerá. Porque no es reprehendido el demonio
porque cayó en adulterio, o porque hizo algún hurto, o porque robó la hacienda
del prójimo: sino porque estando caído tuvo envidia del hombre que estaba en
pie.
Pues de esta manera los envidiosos a
manera de demonios suelen haber envidia de los hombres, no tanto porque
pretenden alcanzar la prosperidad de ellos, cuanto porque querrían que todos
fuesen miserables como ellos. Mira pues, oh envidioso, que dado caso que el
otro no tuviera los bienes de que tú tienes envidia, tú tampoco los tuvieras: y
pues él los tiene sin tu daño, no hay por qué a ti te pese por ello. Y si por
ventura tienes envidia de la virtud ajena, mira que en eso eres enemigo de ti
mismo: porque de todas las buenas obras de tu prójimo tú eres participante, si
estuvieres en gracia con Dios: y cuanto más él aprovecha y merece, tanto más
aprovechas tú a ti mismo. Por donde sin razón tienes envidia a su virtud: antes
debías holgar con ella por su provecho y por el tuyo, pues participas de sus
bienes. Mira, pues, cuánta miseria sea que donde tu prójimo se mejora, tú te
hagas peor: como quien que si amases en el prójimo los bienes que tú no puedes
haber, los mismos bienes serían tuyos por razón de la caridad, y así gozarías
de los trabajos ajenos sin trabajo tuyo.
Considera también que la envidia abrasa el corazón, seca
las carnes, fatiga el entendimiento, roba la paz de la consciencia, hace
tristes los días de la vida y destierra del ánima todo contentamiento y
alegría. Porque ella es como el gusano que nace en el madero, que lo primero
que roe es el mismo madero donde nace; y así la envidia (que nace del corazón)
lo primero que atormenta es el mismo corazón. Y después de éste corrompido,
corrompe también el color del rostro: porque la amarillez que parece por
defuera, declara bien cuan gravemente aflige de dentro. Ningún juez hay más
riguroso que la misma envidia contra sí misma: la cual continuamente aflige y
castiga su propio autor. Por lo cual no sin causa llaman algunos Doctores a
este vicio justo, no porque él lo sea (pues es gravísimo pecado) sino porque él
mismo castiga con su proprio tormento al que lo tiene, y hace justicia de él.
Mira también cuan contraria cosa sea a la
caridad (que es Dios) y al bien común (que Él tanto procura) tener envidia de
los bienes ajenos y aborrecer aquéllos a quien Dios crió y redimió, y a quien
está siempre haciendo bien, porque esto es estar condenando y deshaciendo lo
que Dios hace, a lo menos con la voluntad.
Y si quieres una muy cierta medicina contra este veneno,
ama la humildad y aborrece la soberbia, que ésta es la madre de esta
pestilencia. Porque como el
soberbio ni puede sufrir superior, ni tener igual, fácilmente tiene envidia de
aquéllos que en alguna cosa le hacen ventaja, por parecerle que queda él más
bajo si ve a otros en más alto lugar. Lo cual entendió muy bien el Apóstol cuando dijo: No
seamos codiciosos de la gloria mundana, compitiendo unos con otros, y habiendo
envidia unos a otros. En tales palabras, pretendiendo cortar las ramas de la
envidia, cortó primero la mala raíz de la ambición, de donde ella procedía. Y
por la misma razón debes apartar tu corazón del amor desordenado de los bienes
del mundo, y solamente ama la heredad celestial y los bienes espirituales: los
cuales no se hacen menores por ser muchos los poseedores, antes tanto más se
dilatan cuanto más crece el número de los que los poseen. Más por el contrario,
los bienes temporales tanto más se disminuyen, cuanto entre más poseedores se
reparten. Y por esto la envidia atormenta al ánima de quien los desea: porque
recibiendo otro lo que él codicia, o del todo se lo quita, o a lo menos se lo
disminuye.
Porque con dificultad puede este tal dejar
de tener pena, si otro tiene lo que él desea.
Y no te debes contentar con no tener pesar
de los bienes del prójimo; sino trabaja por hacerle todo el bien que pudieres,
y pide a nuestro Señor le haga lo que tú no pudieres. A ningún hombre del mundo aborrezcas: tus amigos ama en
Dios, y tus enemigos por amor de Dios, el cual, siendo tú primero su enemigo,
te amó tanto, que por rescatarte del poder de tus enemigos puso su vida por ti.
Y aunque el prójimo sea malo, no por eso debe ser aborrecido: antes en este
caso debes imitar al médico, el cual aborrece la enfermedad y ama la persona:
que es amar lo que Dios hizo, y aborrecer lo que el hombre hizo. Nunca digas en
tu corazón: ¿Qué tengo yo que ver con éste, o en qué le soy obligado? no le
conozco, ni es mi pariente, nunca me aprovechó, y alguna vez me dañó.
Mas acuérdate solamente que sin ningún
merecimiento tuyo te hizo Dios grandes mercedes: por lo cual te pide que en
pago de esto uses de liberalidad, no con El, pues no tiene necesidad de tus
bienes, sino con el prójimo que Él te encomendó.
GUIA
DE PECADORES
Fray
Luis de Granada
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