domingo, 3 de febrero de 2019

MILAGROS ADMIRABLES DE NUESTRA SEÑORA DE LOURDES – Por Monseñor de Segur.





NOTA: Si están enfermos no dejen de leer estos casos milagrosos de curaciones por intercesión de Nuestra Señora de Lourdes.




De cómo la fe sencilla y firme de una pobre mujer de Tarbes, obtuvo desde el principio grandes favores de Nuestra Señora de Lourdes.

   He aquí algunos sucesos que se remontan a los principios mismos de las maravillas de la Gruta de Lourdes.

   Por mucho tiempo han sido ignorados del público, y acaso fueron relegados al olvido si la lectura de los Annales no hubiera hecho comprender a las personas curadas el deber que tenían de manifestarlos al público (*): Tomamos estos conmovedores relatos de los Annales de Lourdes (Marzo de 1871), que se publican con la aprobación del Obispo de Tarbes.

I

   La primera de estas personas es una humilde obrera de Tarbes llamada Francisca Majesté. No tenemos de informe más testigo que ella misma pero éste basta. Lleva impresa en su rostro la señal de un alma inocente, recta, inteligente, modesta. Su palabra es grave, y cincuenta años de una vida irreprochable y piadosa le dan autoridad.

   Cerca de tres años antes de las Apariciones de Lourdes, estuvo sujeta a suspensiones momentáneas de la vista. Ocurríale esto de repente, sin que nada hiciera presentir su aproximación; de pronto una niebla espesa cubría sus ojos y los oscurecía rápidamente, y luego la luz desaparecía. Francisca, entonces sumergida  en una noche profunda, se quedaba estupefacta; frotábase los ojos y esperaba a que apareciese de nuevo la claridad, lo que sucedía poco después. En lo demás, no sentía ningún dolor ni alteración sensible en los ojos.

   Consultó con un médico, quien después de varios experimentos, como ella le instara para saber toda la verdad, le dijo: “–Debo declarároslo; creo que no puedo nada. –Pero ¿piensa Usted que me quedaré ciega? –No sé”

   Estas respuestas eran dolorosas, pero ella las había solicitado porque prefería conocer la realidad de su situación. Desde aquel día la pobre mujer, asustada, temblaba de miedo de perder enteramente la vista.

   Ella estaba familiarizada con el dolor, porque su vida había sido una cadena casi continua de enfermedades; más de todas las pruebas pasadas ninguna la había apesadumbrado como ésta. ¡Ciega!... Antes quería morir.

   Los rumores de la Aparición de Massabielle llegaron a sus oídos. Cuando se confirmaron, creyó con fe sencilla y firme en la Providencia. “Para Dios nada hay imposible, decía, y El no permitirá que seamos así engañados.”

   Oyó hablar de curaciones milagrosas, y una vaga esperanza pasó por su corazón, pero sin inclinarla todavía a hacer el ensayo. Dijéronla varias veces: “Francisca, Usted que es tan piadosa, ¿no piensa ir a buscar su curación a la Gruta de Lourdes?”  Y ella contestaba “Todavía no siento la confianza necesaria; si Dios me la envía iré.” Hizo esfuerzos para merecerla, y Dios se la dio un día se sintió muy inclinada ir a la Gruta; la esperanza llenaba su alma, y ella, comprendiendo que esta inspiración venía de Dios, dispuso el viaje en los primeros días de Mayo de 1858.

   Francisca no había visto la Gruta. Cuando divisó la roca santificada por la presencia de la Virgen Inmaculada, su alma se conmovió profundamente. Un fervor muy sensible la inundó de gozo, y su oración era tan dulce que no podía apartarse de allí. Se lavó los ojos devotamente con el agua milagrosa y con una fe grande en su virtud sobrenatural, y mientras la bebía, su corazón decía: “¡Curaré!...”

   Desde este momento ni una sola vez, ni un solo segundo se ha ocultado la luz a sus ojos. En ninguna parte, en doce años, le ha hecho pararse la suspensión, de la vista como en otro tiempo.

   Francisca tenía también largo tiempo en una de sus rodillas un tumor como del tamaño de un huevo de pato que no la molestaba porque de ordinario no le dolía, y sólo le incomodaba algo para rezar porque entonces tenía la rodilla en el aire. Esta dificultad la hizo pensar en la Gruta, y se dijo a sí misma sin ningún sentimiento marcado: “Puesto que me hallo aquí voy también a lavar el tumor.”  Hecho esto fué a arrodillarse enteramente sin la menor molestia; pero absorta por la alegría de su oración y por el pensamiento de sus ojos, en su convicción curados para siempre, no pensó ya en el tumor. Continuaba siempre que rezaba haciéndolo hincada con ambas rodillas en el suelo, y sólo al cabo de algunos días miró su tumor. Este no existía ya, y no volvió a aparecer.

II


   Francisca no había sentido físicamente en la Gruta la curación que la mano de la Virgen operó en su cuerpo. No gustó en sí misma sino las suavidades de la oración y de la esperanza.

   Al partir habíase llevado con ella a una pobre joven de la vecindad atacada de un mal casi sin esperanza de remedio. Ya hemos dicho cuán grande era la confianza que le había sido inspirada. Tenía más de lo que pedía su propia curación, y quería derramar sobre otra la excedente.

   Esta desgraciada niña le era querida por la índole de su enfermedad, así es que la mañana misma de la peregrinación suplicó a su madre que la dejara ir con ella. La madre puso dificultades porque doliente y debilitada como estaba, la pobre criatura no podía efectivamente viajar. Pero Francisca insistió. “¡Bah! Dijo con dulce familiaridad, hoy no es el ama de su casa; yo me llevo a la niña, voy a hacerla curar por la Santísima Virgen, y esta noche me dará las gracias cuando se la traiga.”  Cedió la madre. ¡Y cuán dichosa fué de confiarla a su piadosa amiga! Francisca era la mensajera de la Santìsima Virgen en este momento: La joven enferma se arrodilló Delante de la Gruta al lado de su protectora Francisca, la cual, después de lavarle los ojos, la llamó.

   Jacquette Lacaze tenía quince años, aunque por su pequeña estatura y su fisonomía mezquina a cualquiera haría sospechar que no tenía más que diez u once, pues desde los siete años estaba consumida por humores fríos. La habían llevado a Baréges durante varias estaciones termales siempre sin ningún resultado.

   Era incapaz del menor trabajo; una fiebre casi continua la consumía sordamente: lánguida y triste pasaba los días acostada en el suelo sobre un cojín hecha una pelota. Su suerte inspiraba compasión a toda la vecindad, y su muerte se creía no estaba lejana.

   Al lacto de la fuente de la Gruta, Francisca quitó el vestido que protegía los hombros de la niña, y descubrió el sitio del mal entre el cuello y la articulación del brazo había tres grandes agujeros de los que manaba una, supuración continua y muy abundante, que para impedir su extensión estaba cubierta con varios trapos, uno sobre otro, tanto que la pobre madre había acudido a todas las mujeres del barrio para procurarse bastantes trapos viejos.

   Francisca dijo a la niña: “Jacquette, he aquí el momento en que la Santísima Virgen va a curarte... haz la señal de la cruz y reza.” Después de un momento: Jacquette, ¿tienes confianza? –Sí, respondió la niña. –Pues bien, déjame a mí hacer.” Y la piadosa mujer echó agua con una botella sobre las asquerosas llagas, y el líquido frío corrió por todo el hombro. “¡Oh!... me moja Usted dijo Jacquette. –No temas, niña no temas, que esta agua no te hará daño; ten confianza. Jacquette, que la curación empieza ya, las carnes se están poniendo blancas” Blanqueaban, efectivamente, a los ojos de la mujer maravillada y conmovida y  Francisca aplicó una compresa de agua y volvió a poner el vestido sobre los hombros de la niña, rezaron ambas, y en seguida, al renovar la operación, Francisca lanzó un grito de sorpresa. Las llagas estaban desconocidas; había perdido su aspecto repugnante; las carnes habían tomado vida. Francisca las baña de nuevo, pone la compresa, y cubriendo a la niña la repite la palabra que hacía la maravilla; “¡Confianza! ¡Confianza! ¡Oremos! yo te llevaré curada a tu madre” Y humedeció otra vez el hombro. El vestido estaba todo empapado y frío, más la infeliz Jacquette se cuidaba poco de esto.

   Durante un nuevo baño, Francisca, con voz temblorosa, exclamó: “¡Jacquette, los agujeros se cierran, lo estoy viendo!” Y verdaderamente, nos ha asegurado, ella vió estos agujeros abiertos reunirse en las tres aberturas. En su vida había experimentado emoción semejante. Palpaba un milagro, era instrumento de la Virgen para hacerlo.

   Cuando miró por última vez las carnes se habían juntado; ya no existían llagas, puso no obstante una compresa en varios dobleces y bien empapada en agua que debía conservar la paciente hasta Tarbes, pues ya no había miedo de que la humedad ocasionase ningún daño. Después de haber arreglado el vestido de la niña  oró de nuevo dió gracias a la Virgen de la Gruta, a la Virgen tan bondadosa para su amiguita y para ella misma, y emprendió la marcha.

   Parecía que Jacquette había nacido de nuevo en la Gruta. Obróse una verdadera transformación en su organismo. El mal la había tenido raquítica, desmedrada y enclenque, y el vigor vino con el bienestar  y con el vigor la alegría, pudo trabajar, y fue creciendo de allí en adelante.

   Por espacio de once años Jacquette disfrutó de una salud inalterable y puede decirse floreciente: de las fuentes de humores, ocho años abiertas, por las cuales se había deslizado su vida durante ellos, no quedaban más que grandes cicatrices. En 1869 uno de los agujeros se volvió a abrir. Fué éste un suceso que alarmó a Jacquette y su familia. La joven, toda apurada, fué a ver a Francisca. “Hija mía, le dice la piadosa mujer, me extraña esto. Ten cuidado. La Santa Virgen te ha  curado milagrosamente, y durante once años te ha conservado la salud. Jacquette, ¿estás agradecida? –Bien sabe Usted que todos los años voy a Lourdes a dar gracias a la Virgen. –Bueno no es suficiente; tú eres buena y no hay nada que reprocharte; pero ¿estás tan agradecida como debieras? ¿Está contenta la Santísima Virgen de tu piedad? ¡No seas ingrata! Haz remedios y procura ser más piadosa.”

   Un vejigatorio cerró otra vez la llaga en algunos días: hubo tan aumento visible de fervor en la vida de Jacquette, y desde entonces siguió muy bien y no le quedaron en el hombro más que las cicatrices perfectamente cerradas, que vienen a ser como testigos de la obra de Nuestra Señora de Lourdes.

III

   Las gracias se atraen, y el reconocimiento al primer favor nos hace dignos de otros nuevos. Además la oración fortalecida con el buen éxito de otra oración anterior, toma una firmeza y plenitud de confianza que lo obtiene todo, y por eso a los milagros conocidos proceden nuevos milagros. También Dios tiene ciertas predilecciones, cuyas causas secretas no alcanzamos las más de las veces. Hay familias favorecidas.

   La hermana de Jacquette, María Marcére, estaba casada con un ebanista que vive en Tarbes, calle de Carmelitas N° 2. Su segundo hijo, Pablo nació con una enfermedad que afligió a sus padres. Eran dos hernias enormes. A los quince días fué menester aplicarle un vendaje, y desde entonces la pobre criaturita no pudo estar un instante sin él; apenas se lo quitaban asomaban las hernias.

   Varios médicos fueron consultados, y uno de ellos lo visitaba casi todos los días, pero la hernia no podía ser vencida, y solo con el aparato se sostenían los intestinos y se facilitaban las funciones de la vida.

   Pero era éste un medio trabajoso, pues se comprende que en las largas horas que la criatura debía pasar en la cuna el braguero mojado tenía que enmohecerse en seguida  perder su elasticidad. Era preciso, pues uno nuevo casi cada ocho días, y costaba cuatro francos, que había que sacar del menguado presupuesto de esta familia de obreros.

   En el mes de marzo de 1866 Pablo tenía ya un año, y la carga se hacía pesada para los padres, quienes sin embargo nada omitían para sanar a su enfermito.

   Los vecinos, compadecidos a la vez del niño y de los padres, habían dicho varias veces: “¡Dios debería llevarse a este pobre niño!”

   Hacía tiempo que María Marcére pensaba en la maravillosa curación de su hermana Jacquette; poco a poco iba perdiendo la confianza en los médicos y la ponía en Nuestra Señora de Lourdes. Una resolución, vaga al principio fué acentuándose cada vez más en su alma; y un día en que al fin se decidió, se veía patente que los hombres nada podían, que el niño estaba condenado sin esperanza humana a una incurable enfermedad, o lo que es más probable, a una muerte poco lejana. Pues bien la pobre madre fué a intentar el remedio supremo: el agua fe la Gruta de Lourdes.

   Allí donde su hermana fué curada, allí llevaría a su niño, y corriendo todo riesgo lo bañaría en la piscina milagrosa.

   Su marido no tenía más confianza que ella en la medicina, pero tampoco se ocupaba en buscar socorros sobrenaturales. Con la energía de su determinación, María Marcére le impuso su voluntad y casi su fe, y partió.

   El 4  o 5 de marzo de 1866 llegaba a eso de medio día a la Gruta con su madre, su suegra y su niño. La oración fué bastante larga, y con tanto fervor como seguramente no la había hecho en su vida esta joven y piadosa madre.

   Desnuda a su pequeño Pablo y le quita el braguero, apareciendo al instante las dos hernias. El niño sumergido en la piscina que llena el agua de la Gruta, se resiste violentamente y grita. Las dos abuelas ayudan a María a contenerlo. La frialdad de la fuente pone amoratada la piel del niño y tiesos sus miembros y algunas mujeres que lo estaban mirando acusan a la madre de imprudente por tener tanto tiempo a la criatura dentro del agua.

   María no hace caso, mas ellas insisten diciendo: ¡Qué corazón de piedra tiene Usted! La tierna madre, devorada de ansiedad, se impacienta un momento y exclama; “¿No es mi hijo después de todo? ¿Lo quieren Ustedes más que yo? ¿No ven Ustedes que el niño está perdido si la Virgen no lo cura aquí? ¡Déjenme Ustedes!”

   Se pone de nuevo a orar interiormente. EI niño permanecía inmóvil, y su pobre madre estaba en una verdadera angustia; pero la confianza, una confianza dulce y profunda en la bondad de la Virgen, sostenía su valor. Por fin, levanta el niño y lo pone sobre sus rodillas para secarlo. La doble hernia había totalmente desaparecido.

   Jamás ha vuelto a ser aplicado el vendaje en este pequeño cuerpo. Pablo, voluntarioso e irascible, ha tenido después largas rabietas de lloros en la cuna y fuera de ella; ha crecido, gritado, saltado y se ha entregado a todos los pasatiempos de la infancia con la violencia de una naturaleza impetuosa, sin que nunca, jamás, se haya visto señal de sus dos hernias que parecían incurables.

   Lo hemos visto a los cuatro años. Estaba vigoroso avispado.


“Tomada de documentos auténticos”




No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.