NOTA: Si están enfermos no dejen de leer estos casos milagrosos de curaciones por intercesión de Nuestra Señora de Lourdes.
De cómo la fe sencilla y firme de una pobre mujer de Tarbes,
obtuvo desde el principio grandes favores de Nuestra Señora de Lourdes.
He aquí algunos sucesos que se remontan a
los principios mismos de las maravillas de la Gruta de Lourdes.
Por mucho tiempo han sido ignorados del
público, y acaso fueron relegados al olvido si la lectura de los Annales no hubiera hecho comprender a
las personas curadas el deber que tenían de manifestarlos al público (*): Tomamos estos
conmovedores relatos de los Annales de Lourdes (Marzo de 1871), que se publican
con la aprobación del Obispo de Tarbes.
I
La primera de estas personas es una humilde
obrera de Tarbes llamada Francisca Majesté.
No tenemos de informe más testigo que ella misma pero éste basta. Lleva impresa
en su rostro la señal de un alma inocente, recta, inteligente, modesta. Su
palabra es grave, y cincuenta años de una vida irreprochable y piadosa le dan
autoridad.
Cerca de tres años antes de las Apariciones de
Lourdes, estuvo sujeta a suspensiones momentáneas de la vista. Ocurríale esto
de repente, sin que nada hiciera presentir su aproximación; de pronto una
niebla espesa cubría sus ojos y los oscurecía rápidamente, y luego la luz
desaparecía. Francisca, entonces sumergida
en una noche profunda, se quedaba estupefacta; frotábase los ojos y
esperaba a que apareciese de nuevo la claridad, lo que sucedía poco después. En
lo demás, no sentía ningún dolor ni alteración sensible en los ojos.
Consultó con un médico, quien después de
varios experimentos, como ella le instara para saber toda la verdad, le dijo: “–Debo declarároslo; creo que no puedo
nada. –Pero ¿piensa Usted que me quedaré ciega? –No sé”
Estas respuestas eran dolorosas, pero ella las
había solicitado porque prefería conocer la realidad de su situación. Desde
aquel día la pobre mujer, asustada, temblaba de miedo de perder enteramente la vista.
Ella estaba familiarizada con el dolor,
porque su vida había sido una cadena casi continua de enfermedades; más de
todas las pruebas pasadas ninguna la había apesadumbrado como ésta. ¡Ciega!... Antes quería morir.
Los rumores de la Aparición de Massabielle
llegaron a sus oídos. Cuando se confirmaron, creyó con fe sencilla y firme en
la Providencia. “Para Dios nada hay
imposible, decía, y El no permitirá que seamos así engañados.”
Oyó hablar de curaciones milagrosas, y una
vaga esperanza pasó por su corazón, pero sin inclinarla todavía a hacer el ensayo.
Dijéronla varias veces: “Francisca,
Usted que es tan piadosa, ¿no piensa ir a buscar su curación a la Gruta de
Lourdes?” Y ella contestaba “Todavía no siento la confianza necesaria;
si Dios me la envía iré.” Hizo esfuerzos para merecerla, y Dios se la dio
un día se sintió muy inclinada ir a la Gruta; la esperanza llenaba su alma, y
ella, comprendiendo que esta inspiración venía de Dios, dispuso el viaje en los
primeros días de Mayo de 1858.
Francisca no había visto la Gruta. Cuando
divisó la roca santificada por la presencia de la Virgen Inmaculada, su alma se
conmovió profundamente. Un fervor muy sensible la inundó de gozo, y su oración era
tan dulce que no podía apartarse de allí. Se lavó los ojos devotamente con el
agua milagrosa y con una fe grande en su virtud sobrenatural, y mientras la bebía,
su corazón decía: “¡Curaré!...”
Desde
este momento ni una sola vez, ni un solo segundo se ha ocultado la luz a sus
ojos. En ninguna parte, en doce años, le ha hecho pararse la suspensión, de la vista
como en otro tiempo.
Francisca tenía también largo tiempo en una
de sus rodillas un tumor como del tamaño de un huevo de pato que no la
molestaba porque de ordinario no le dolía, y sólo le incomodaba algo para rezar
porque entonces tenía la rodilla en el aire. Esta dificultad la hizo pensar en
la Gruta, y se dijo a sí misma sin ningún sentimiento marcado: “Puesto que me hallo aquí voy también a
lavar el tumor.” Hecho esto fué a
arrodillarse enteramente sin la menor molestia; pero absorta por la alegría de
su oración y por el pensamiento de sus ojos, en su convicción curados para siempre,
no pensó ya en el tumor. Continuaba siempre que rezaba haciéndolo hincada con
ambas rodillas en el suelo, y sólo al cabo de algunos días miró su tumor. Este
no existía ya, y no volvió a aparecer.
II
Francisca no había sentido físicamente en la
Gruta la curación que la mano de la Virgen operó en su cuerpo. No gustó en sí
misma sino las suavidades de la oración y de la esperanza.
Al partir habíase llevado con ella a una
pobre joven de la vecindad atacada de un mal casi sin esperanza de remedio. Ya
hemos dicho cuán grande era la confianza que le había sido inspirada. Tenía más
de lo que pedía su propia curación, y quería derramar sobre otra la excedente.
Esta desgraciada niña le era querida por la
índole de su enfermedad, así es que la mañana misma de la peregrinación suplicó
a su madre que la dejara ir con ella. La madre puso dificultades porque
doliente y debilitada como estaba, la pobre criatura no podía efectivamente
viajar. Pero Francisca insistió. “¡Bah!
Dijo con dulce familiaridad, hoy no es el ama de su casa; yo me llevo a la
niña, voy a hacerla curar por la Santísima Virgen,
y esta noche me dará las gracias cuando se la traiga.” Cedió la madre. ¡Y cuán dichosa fué de confiarla a su piadosa amiga! Francisca era la mensajera de la Santìsima
Virgen en este momento: La joven
enferma se arrodilló Delante de la Gruta al lado de su protectora Francisca, la
cual, después de lavarle los ojos, la llamó.
Jacquette Lacaze tenía quince años,
aunque por su pequeña estatura y su fisonomía mezquina a cualquiera haría
sospechar que no tenía más que diez u once, pues desde los siete años estaba
consumida por humores fríos. La habían llevado a Baréges durante varias estaciones termales siempre sin ningún
resultado.
Era incapaz del menor trabajo; una fiebre
casi continua la consumía sordamente: lánguida y triste pasaba los días acostada
en el suelo sobre un cojín hecha una pelota. Su suerte inspiraba compasión a
toda la vecindad, y su muerte se creía no estaba lejana.
Al lacto de la fuente de la Gruta, Francisca
quitó el vestido que protegía los hombros de la niña, y descubrió el sitio del
mal entre el cuello y la articulación del brazo había tres grandes agujeros de
los que manaba una, supuración continua y muy abundante, que para impedir su extensión
estaba cubierta con varios trapos, uno sobre otro, tanto que la pobre madre
había acudido a todas las mujeres del barrio para procurarse bastantes trapos
viejos.
Francisca dijo a la niña: “Jacquette, he aquí el momento en que la Santísima Virgen va a curarte... haz la señal de
la cruz y reza.” Después de un momento: Jacquette, ¿tienes
confianza? –Sí, respondió la niña. –Pues
bien, déjame a mí hacer.” Y la piadosa mujer echó agua con una botella
sobre las asquerosas llagas, y el líquido frío corrió por todo el hombro. “¡Oh!... me moja Usted dijo Jacquette. –No
temas, niña no temas, que esta agua no te hará daño; ten confianza. Jacquette,
que la curación empieza ya, las carnes se están poniendo blancas” Blanqueaban,
efectivamente, a los ojos de la mujer maravillada y conmovida y Francisca
aplicó una compresa de agua y volvió a poner el vestido sobre los hombros de la
niña, rezaron ambas, y en seguida, al renovar la operación, Francisca lanzó un grito de sorpresa.
Las llagas estaban desconocidas; había perdido su aspecto repugnante; las
carnes habían tomado vida. Francisca las baña de nuevo, pone la compresa, y
cubriendo a la niña la repite la palabra que hacía la maravilla; “¡Confianza! ¡Confianza! ¡Oremos! yo te
llevaré curada a tu madre” Y humedeció otra vez el hombro. El vestido
estaba todo empapado y frío, más la infeliz Jacquette se cuidaba poco de esto.
Durante un nuevo baño, Francisca, con voz
temblorosa, exclamó: “¡Jacquette, los
agujeros se cierran, lo estoy viendo!” Y verdaderamente, nos ha asegurado,
ella vió estos agujeros abiertos reunirse en las tres aberturas. En su vida
había experimentado emoción semejante. Palpaba un milagro, era instrumento de
la Virgen
para hacerlo.
Cuando miró por última vez las carnes se
habían juntado; ya no existían llagas, puso no obstante una compresa en varios
dobleces y bien empapada en agua que debía conservar la paciente hasta Tarbes, pues ya no había miedo de que
la humedad ocasionase ningún daño. Después de haber arreglado el vestido de la
niña oró de nuevo dió gracias a la Virgen de la
Gruta, a la Virgen tan bondadosa para su amiguita y para ella misma,
y emprendió la marcha.
Parecía que Jacquette había nacido de nuevo en la Gruta. Obróse una verdadera transformación en su organismo. El mal
la había tenido raquítica, desmedrada y enclenque, y el vigor vino con el
bienestar y con el vigor la alegría,
pudo trabajar, y fue creciendo de allí en adelante.
Por espacio de once años Jacquette disfrutó de una salud
inalterable y puede decirse floreciente: de las fuentes de humores, ocho años
abiertas, por las cuales se había deslizado su vida durante ellos, no quedaban
más que grandes cicatrices. En 1869
uno de los agujeros se volvió a abrir. Fué éste un suceso que alarmó a Jacquette y su familia. La joven, toda
apurada, fué a ver a Francisca. “Hija mía, le dice la piadosa mujer, me
extraña esto. Ten cuidado. La Santa Virgen te
ha curado milagrosamente, y durante once
años te ha conservado la salud. Jacquette, ¿estás agradecida? –Bien sabe Usted
que todos los años voy a Lourdes a dar
gracias a la Virgen. –Bueno no es suficiente;
tú eres buena y no hay nada que reprocharte; pero ¿estás tan agradecida como
debieras? ¿Está contenta la Santísima Virgen de
tu piedad? ¡No seas ingrata! Haz remedios y procura ser más piadosa.”
Un vejigatorio cerró otra vez la llaga en
algunos días: hubo tan aumento visible de fervor en la vida de Jacquette, y desde entonces siguió muy
bien y no le quedaron en el hombro más que las cicatrices perfectamente cerradas,
que vienen a ser como testigos de la obra de Nuestra Señora de Lourdes.
III
Las
gracias se atraen, y el reconocimiento al primer favor nos hace dignos de otros
nuevos. Además la oración fortalecida con el buen éxito de otra oración anterior,
toma una firmeza y plenitud de confianza que lo obtiene todo, y por eso a los
milagros conocidos proceden nuevos milagros. También Dios tiene ciertas predilecciones, cuyas causas secretas no
alcanzamos las más de las veces. Hay familias favorecidas.
La hermana de Jacquette, María Marcére,
estaba casada con un ebanista que vive en Tarbes, calle de Carmelitas N° 2. Su
segundo hijo, Pablo nació con una
enfermedad que afligió a sus padres. Eran dos hernias enormes. A los quince
días fué menester aplicarle un vendaje, y desde entonces la pobre criaturita no
pudo estar un instante sin él; apenas se lo quitaban asomaban las hernias.
Varios médicos fueron consultados, y uno de
ellos lo visitaba casi todos los días, pero la hernia no podía ser vencida, y
solo con el aparato se sostenían los intestinos y se facilitaban las funciones
de la vida.
Pero era éste un medio trabajoso, pues se
comprende que en las largas horas que la criatura debía pasar en la cuna el
braguero mojado tenía que enmohecerse en seguida perder su elasticidad. Era preciso, pues uno
nuevo casi cada ocho días, y costaba cuatro francos, que había que sacar del
menguado presupuesto de esta familia de obreros.
En el mes de marzo de 1866 Pablo tenía ya un año, y la carga se
hacía pesada para los padres, quienes sin embargo nada omitían para sanar a su
enfermito.
Los vecinos, compadecidos a la vez del niño
y de los padres, habían dicho varias veces: “¡Dios debería llevarse a este pobre niño!”
Hacía tiempo que María Marcére pensaba en la maravillosa curación de su hermana Jacquette; poco a poco iba perdiendo la
confianza en los médicos y la ponía en Nuestra Señora de Lourdes. Una resolución,
vaga al principio fué acentuándose cada vez más en su alma; y un día en que al
fin se decidió, se veía patente que los hombres nada podían, que el niño estaba
condenado sin esperanza humana a una incurable enfermedad, o lo que es más
probable, a una muerte poco lejana. Pues bien la pobre madre fué a intentar el
remedio supremo: el agua fe la Gruta de Lourdes.
Allí donde su hermana fué curada, allí
llevaría a su niño, y corriendo todo riesgo lo bañaría en la piscina milagrosa.
Su marido no tenía más confianza que ella en
la medicina, pero tampoco se ocupaba en buscar socorros sobrenaturales. Con la
energía de su determinación, María Marcére
le impuso su voluntad y casi su fe, y partió.
El 4
o 5 de marzo de 1866 llegaba a eso de medio día a la Gruta
con su madre, su suegra y su niño. La oración fué bastante larga, y con tanto
fervor como seguramente no la había hecho en su vida esta joven y piadosa
madre.
Desnuda a su pequeño Pablo y le quita el braguero, apareciendo al instante las dos
hernias. El niño sumergido en la piscina que llena el agua de la Gruta,
se resiste violentamente y grita. Las dos abuelas ayudan a María a contenerlo. La frialdad
de la fuente pone amoratada la piel del niño y tiesos sus miembros y algunas
mujeres que lo estaban mirando acusan a la madre de imprudente por tener tanto
tiempo a la criatura dentro del agua.
María no hace caso, mas ellas insisten
diciendo: ¡Qué corazón de piedra tiene
Usted! La tierna madre, devorada de ansiedad, se impacienta un momento y
exclama; “¿No es mi hijo después de
todo? ¿Lo quieren Ustedes más que yo? ¿No ven Ustedes que el niño está perdido
si la Virgen no lo cura aquí? ¡Déjenme
Ustedes!”
Se pone de nuevo a orar interiormente. EI
niño permanecía inmóvil, y su pobre madre estaba en una verdadera angustia;
pero la confianza, una confianza dulce y profunda en la bondad de la Virgen, sostenía su valor. Por fin, levanta el
niño y lo pone sobre sus rodillas para secarlo. La doble hernia había totalmente
desaparecido.
Jamás ha vuelto a ser aplicado el vendaje en
este pequeño cuerpo. Pablo, voluntarioso
e irascible, ha tenido después largas rabietas de lloros en la cuna y fuera de
ella; ha crecido, gritado, saltado y se ha entregado a todos los pasatiempos de
la infancia con la violencia de una naturaleza impetuosa, sin que nunca, jamás,
se haya visto señal de sus dos hernias que parecían incurables.
Lo hemos visto a los cuatro años. Estaba
vigoroso avispado.
“Tomada de documentos auténticos”
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