CAPÍTULO V.
Que el alma debe conservarse sola y desasida para que Dios obre
en ella.
Ten en grande estimación a tu alma,
considerando su dignidad: pues el Padre de los padres, y el Señor de los señores, la ha criado para
templo y morada suya. Tenla en tan alto precio, que no la permitas que se abata
y se incline a otra cosa. Tus deseos y
tus esperanzas sean siempre de la venida del Señor, el cual, si no hallare tu alma
sola y desasida, no querrá visitarla. No pienses que en presencia de otros le
dirá alguna palabra, si no es amenazándola o huyendo de ella.
Dios la quiere sola; sola y desnuda, cuanto
fuere posible, de pensamientos; sola y desnuda de deseos, y sobre todo de propia
voluntad. Por esta causa no debes jamás abrazar por ti mismo y por tu propia elección
las mortificaciones y penitencias, ni buscar las ocasiones de padecer por amor
de Dios, sino solamente con la dirección y consejo de tu padre espiritual, y de
los superiores que te gobiernan, para que por su medio disponga y haga Dios de tu
voluntad lo que su divina Majestad quiere, y en el modo que quiere: nunca hagas
tú lo que quisieras; mas haga Dios en ti siempre lo que quiere. Procura que tu
voluntad esté siempre tan desasida de ti mismo, que nada quieras o desees; pero
cuando quisieres alguna cosa, sea de tal suerte, que si no sucediere o no se
hiciere lo que deseas, sino lo contrario, no te duelas o te contristes; mas
persevera siempre tan quieto y tan tranquilo como si no hubieses querido o
deseado cosa alguna.
La verdadera
libertad del alma consiste en no aficionarse ni asirse a cosa alguna.
Dios la quiere libre, desasida y sola para obrar en ella sus maravillas, y
glorificarla aun en esta vida. ¡Oh soledad amable,
cámara secreta del Altísimo, donde solamente gusta el Señor de dar audiencia
(Oseas, II, v. 14), y de hablar al corazon del alma! ¡Oh desierto glorioso,
transformado en paraíso, pues en él solo permite Dios ser visto y que se le
hable (Exod, II ): Iré y registraré esta admirable visión. Pero si quieres llegar a esta felicidad, entra con los pies descalzos en esta tierra, porque es santa; esto es, entra desnudo y libre de todos sus afectos; no lleves contigo cosa alguna de este mundo en este camino, ni te detengas en él a saludar a alguna persona,
porque has de ocupar todos tus afectos y
pensamientos únicamente en Dios, y no en las
criaturas. Deja que los muertos sepulten sus
muertos (Luc. IX, 60): camina tú solamente a la tierra de los vivos. (Salmo,
CXLIV), y no tenga en tí parte alguna la muerte.
CAPÍTULO VI.
De la prudencia con que se debe amar al prójimo porque no se
pierda o turbe esta paz.
La misma experiencia te mostrará que el
camino de la caridad y del amor de Dios y del prójimo es muy dilatado y claro para
conseguir el fin de la vida eterna. Jesucristo dijo
(Luc. XII, 49) que había venido a poner fuego en la tierra, y que quería que se
encendiese y ardiese; y aunque el amor de Dios no admite límite (Deut. C. VI,
5. — Luc. X, 27. — D. Benard de diligendo Deo, cap. 1), el amor del prójimo debe
tener límite y medida. No puede haber exceso en amar a Dios, pero puede haberlo
en amar al prójimo; porque si en este amor no guardas la debida moderación,
podrás perderte, y por edificar a otros, venir a destruirte a tí mismo.
Debes, pues, hijo mío, amar a tu prójimo;
pero de suerte que tu alma no reciba algún daño. Aunque te hallas siempre
obligado a dar buen ejemplo, no obstante nada ejecutes por solo este motivo, ni
por servir de modelo a los demás, porque de este modo no sacarás sino grande
pérdida.
Lo segundo es hacer todas las cosas con santa
simplicidad, y sin otra intención que de agradar a Dios. Humíllate en todas tus
obras, y conocerás que lo que a tí te aprovecha tan poco, no puede aprovechar
mucho a los otros. Considera que no debes retener
tanto fervor y celo de las almas, que pierdas la paz y quietud interior. Ten sed
ardiente y deseo de que todos conozcan la verdad, como tú la comprendes y entiendes,
y que se embriaguen de aquel vino suavísimo que a cada uno promete Dios, y da libremente
sin algún precio. (Isai, IV, 1. — Cant. 11, 4; v, 1).
Esta sed ardiente de la salud del prójimo te
ha de acompañar siempre; pero ha de proceder del amor que tienes a Dios, y no
de tu celo indiscreto. Dios es el que ha de plantar en la soledad de tu alma, y
cogerá el fruto cuando quisiere. Tú nada debes sembrar por ti solo, sino
solamente ofrecer a Dios pura y limpia la tierra de tu alma: porque entonces su
divina Majestad arrojará su semilla según su beneplácito, y de esta suerte dará
abundantísimo fruto. Acuérdate siempre de que Dios quiere tu alma sola, y
enteramente desasida y libre para unirla a sí.
Deja que te elija solamente, no le impidas con
tu libre arbitrio. Procura mantenerte en un ocio santo, sin algún pensamiento
de ti mismo, sino solamente de agradar a Dios, esperando que te lleve a obrar;
porque ya el padre de familias ha salido a buscar operarios. (Mateo, XX).
Abandona todos los cuidados y pensamientos; desnúdale de toda solicitud de ti
mismo, y de cualquiera afecto o deseo de cosas terrenas, para que Dios te vista
de sí mismo, y te de lo que jamás pudiste imaginar. Olvídate, cuanto te sea
posible, de tí mismo, y solamente viva en tu alma el amor de Dios. De todo
cuanto se ha dicho procura tener siempre en tu memoria este importante aviso:
que con toda diligencia, o por mejor decir, sin alguna diligencia que le
inquiete, has de pacificar tu celo y fervor con mucha templanza, para que
conserves a Dios en tí con toda paz y tranquilidad, y no pierda tu alma del
propio caudal que le es necesario, para ponerlo indiscretamente a ganancia para
otros. Este callar en el modo que se ha dicho, es clamar altamente a los oídos
de Dios. Esta ociosidad es la que negocia todas las cosas, y así con sola ella
debes traficar y negociar para hacerte rico con Dios; porque
todo esto no es otra cosa que resignarse enteramente el alma en Dios,
desocupada de todas las cosas criadas; y harás esto siempre sin que a ti te
atribuyas cosa alguna en lo que obras, porque Dios lo hace todo, y de tí no
desea otra cosa sino que en su presencia te humilles, y le ofrezcas una alma
desembarazada , libre y desasida de las cosas terreñas, con un deseo interior
de que en ti se cumpla perfectísimamente en todo y por todo su santísima
voluntad.
“COMBATE ESPIRITUAL”
POR EL V, P. D. LORENZO
ESCUPOLI,
DE LA ÓRDEN DE LOS PP. CLERIGOS REGULARES
DE SAN CAYETANO.
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