jueves, 1 de noviembre de 2018

UNA PECADORA OBSTINADA – Una historia real escrita por San José Cafasso.




Nota nuestra: Una gran lectura, que inspira a la piedad, a una gran confianza en los sacerdotes y en la misericordiosa mediación de María Santísima.

   Cuán saludable haya sido para los moribundos la actividad de nuestro Santo, lo demuestra la historia de los últimos días de una pobre pecadora: historia que con mano temblorosa pero con ardiente y confiado corazón nos la narra él mismo en sus apuntes particulares.

   Se trata de una joven nacida de noble familia, que recibió en los primeros años una educación completa, tanto religiosa como civil y literaria. Enriquecida en grado eminente con bellas dotes físicas y siendo por naturaleza de índole dulce y amable, era la alegría y delicia de sus padres y de cuantos la conocían. Cuando se hacían los más felices pronósticos sobre su porvenir, chocó contra un escollo fatal que fué causa de su naufragio. La obra de uno sólo bastó para destruir en poco tiempo la larga y laboriosa faena de muchos. Dejóse seducir por vanas lisonjas y cayó en el fango, cayendo con ella muchas y halagadoras esperanzas. Alejándose a escondidas de la casa paterna, contrajo un caprichoso y malogrado matrimonio. Despojada ya de su pudor y favorecida para el mal por la juventud de sus años y por su rara belleza, que la hacía una diosa a los ojos de sus admiradores, se lanzó sin freno por el camino de la impiedad. Contrajo después una terrible enfermedad que la consumía lentamente entre atroces dolores y a los treinta y tres años, se encontraba ya al fin de sus días. Después de haber perdido el honor, los bienes, la salud y estando ya al punto de perder la vida, no le quedaba sino salvar su alma. Pero el vicio y la iniquidad estaban tan estrechamente unidos que parecía vana toda esperanza.

   Aquí entra la acción de San Cafasso, quien escribe: “El 26 de agosto de 1842, estaba confesando en la iglesia de San Francisco de Asís en Turín, cuando se me presentó un señor a quien yo no conocía para rogarme fuera en seguida a visitar a una señora enferma cuyo nombre y habitación me hizo saber. Respondí que lo haría gustoso, y una vez despachados los penitentes, me encaminé al lugar indicado; cuando llegué a la casa me anunció a la enferma una persona del servicio que, después de haberme hecho esperar un poco en la antesala, me dijo fríamente que podía seguir. Sin sospechar lo que iba a suceder, entré con aire alegre a la pieza de la enferma, la saludé cortésmente y le dirigí algunas palabras de condolencia, que no produjeron ningún efecto, pues ni siquiera se dignó mirarme. Hice poco caso de tal recibimiento, atribuyéndole más a la vehemencia de sus dolores que a la mala disposición de su ánimo. Invitado por algunos de los presentes, me senté al lado de su lecho. Mas la enferma, volviendo a mí su rostro airado, me dijo bruscamente que no tenía nada que ver conmigo ni qué decirme; que me fuese más bien a casa de quien me había hecho llamar”.

   “Debo confesar que tan inesperada respuesta me produjo mucha pena, pero disimulando, no desesperé de volverla a mejores sentimientos; por esto, sin, cambiar de tono le respondí tranquilamente que no se inquietase, pues no era mi intención hablarle de sacramentos o de cosas que la pudieran turbar; que yo estaba plenamente satisfecho por haber tenido la bondad de recibirme como a uno de sus visitantes... Pero ella, como si me leyese en el corazón, sin atender a mis palabras, me respondió más bruscamente que antes, que no se confesaría y repitió que no tenía nada que ver conmigo y nada que decirme”.

   No me desanimó este segundo rechazo sino que busqué todos los medios para abrirme camino en aquel corazón. Mas fueron inútiles mis esfuerzos y las cosas comenzaron entonces a ir de mal en peor y sus respuestas se hicieron cada vez más extravagantes e impías. Preguntada si por lo menos me recibiría otro día que viniera a visitarla, me respondió que sí, con tal que no le hablase de Dios.

   Talvez hubiera debido cesar en mi empeño después de esta definitiva respuesta para intentarlo en mejor ocasión, pero sentía en gran manera tener que partir del lado de la miserable sin un rayo siquiera de esperanza, y animado por la piedad de una caritativa persona que me miraba afligida y casi con lágrimas en los ojos, no pude menos de decirle alguna buena palabra. Mas entonces la enferma, como si no pudiese soportar no sólo mi voz sino mi presencia, irguiéndose improvisadamente en el lecho se puso a gritar con voz desesperada que retumbaba en todos los lugares de la casa, que no la importunase más y no le rompiese la cabeza. Aturdido por este tono de voz, y desesperando de obtener mi intento, partí rápidamente seguido de no sé qué confusas voces de la enferma, que no entendí”.

   Durante el curso del día tuvo San Cafasso el pensamiento y el corazón dirigidos a aquella infeliz. Hacia el atardecer volvió a su lado, y viéndola tranquila en el semblante y en el modo de hablar se movió por ello a animar con suaves palabras y sabias reflexiones su corazón para inducirla a ajustar los intereses de su alma. Cuál fué el resultado de esta nueva tentativa, nos lo refiere el Santo.

   “La enferma agotó su paciencia al oír mi conversación; así que, aun no había yo terminado de hablar cuando, volviéndose hacia mí, renovó la acostumbrada respuesta de que no comenzara a importunarla.

   —No es para incomodarla, señora, proseguí, sino sólo para decirle cuanto me obliga la caridad que a usted debo, pues si el Señor la llama, ¿quiere ir al otro mundo en las condiciones en que se encuentra?— ¡Oh! sí que me llama el Señor, repitió aún más exacerbada la enferma, no puedo oír estas cosas. —Será como usted quiera, continuó siempre con manera afable San Cafasso. Usted irá sin que la llamen; pero llamada o no, ¿quiere ir así?— Entonces, no sabiendo qué responder, y no queriendo por otra parte soportarme más, se enderezó sobre el lecho y tomando un tono de apariencia tranquilo pero fuerte y vibrante, con los ojos bien abiertos y fijos en mí: —Sepa de una vez por todas que no quiero confesarme, dijo, acompañando sus palabras con el gesto del brazo”.

   “A tal respuesta que me cerraba el camino a ulteriores instancias y me quitaba casi toda esperanza, pensé, no sé si bien o mal, cambiar yo también de método y de tono. Me puse pues, en pie y le dije:

   Si es así, señora, me voy. Rogaré por usted al Señor pero esté segura de que no volveré más a importunarla. Sepa además que yo la espero en otro lugar y otro día y entonces usted tendrá que confesar con sus propios labios de qué le han valido sus blasfemias y su obstinación—.

   Yo quería continuar para recalcarle, más los gestos y gritos de la enferma que parecía una energúmena, me persuadieron que me retirara, como lo hice en efecto. Pero al pasar por la antecámara, encontrándome con los de la casa, que habían acudido a los gritos de la enferma y me miraban desanimados y compasivos, me mostré muy desconsolado y afligido, como lo estaba efectivamente; y para obligarlos a hacer lo que yo ya no podía, exclamé en voz alta:

   —Si quiere irse al infierno, que se vaya; toda la culpa será suya; ella será quien ha de arrepentirse”.

   Cuando volvió a casa San Cafasso con el alma llena de amargura, pensó que no había otro camino sino recurrir a la Madre de las Divinas Misericordias. Al día siguiente, 27 de agosto, no hizo sino rezar. Rogaban con él sus compañeros sacerdotes y los fieles. Las plegarias fueron eficaces. Por la tarde encontró el Santo en casa un billete escrito por el padre de la desventurada, en el que le suplicaba fuera a la mañana siguiente a la casa de la moribunda que tenía muchas cosas para confiarle. En la mañana del 28 pasaba San Cafasso por tercera vez el umbral de aquella casa donde un alma lo esperaba ansiosamente.


   “Al llegar a la casa, escribía, no sabría decir qué confusión de afectos y de pensamientos se revolvía en mi corazón. Estaba inundado de consuelo y de alegría pero también de agitación y de temor, y aún me retumbaban en el oído los gritos y las vociferaciones anteriores y me parecía aún oír el eco del estrépito con que me había despedido. Mi agitación era tal que sin saber porque, apenas devolví el saludo al que me abrió la puerta. Pero mis afanes y temores no transpusieron el umbral; y así debía ser, pues esa casa que días antes podía confundirse con la antesala del infierno por las blasfemias e insultos que se proferían, por la desolación y por el afán que en ella reinaban, se había ya transformado en una morada del Señor; tanta era la paz, el contento y la alegría que allí reinaban. No digo que los parientes, sino que hasta los criados habían cambiado de aspecto y de voz, y no se parecían en nada a los que yo había dejado un día antes. Inmediatamente avisaron a la enferma de mi llegada y en un momento se me abrieron todas las puertas. Circundado por los parientes que a porfía me querían hablar y festejar como si me condujeran a un almuerzo de bodas —para mí era mucho más— me introdujeron y dejaron solo con la enferma”.

   “Como era más fácil en tal ocasión, me presenté con rostro alegre y tranquilo, la saludé a la entrada, y como si nada hubiera sucedido entre los dos, me le acerqué para entablar la conversación que las circunstancias, o por mejor decir, el Señor, me pusieran en los labios. No tuve ni siquiera tiempo de pronunciar palabra, pues ella, recibiéndome con aspecto tranquilo, una vez devuelto el saludo, me preguntó si al dejarla la tarde anterior, no la había maldecido. — ¿Qué dice, señora? le interrumpí. No conoce usted nuestra misión que es de bendecir a todos, sin desear mal ninguno. Si así interpretó mis palabras, ciertamente no las
 ha comprendido—. Persuadida todavía de su opinión, continuó: —Sin embargo, desde aquel instante sentí algo qué jamás había experimentado. Pero sea lo que fuere, tenga la bondad de sentarse.

   “Para asegurarme más de sus buenas disposiciones, no quería ser el primero en hablar de Dios, y mucho menos de confesión; así pues, empecé informándome por su salud. Al principio respondió todas mis preguntas, más de pronto, interrumpiéndome, me dijo: Yo quiero confesarme”.

   “Ella debió imaginarse el gran placer que su petición me proporcionaba, mas yo, para animarla cada vez más en sus buenas intenciones, traté de dárselo a conocer de la mejor manera que me fué posible. Me rogó entonces que olvidara lo que antes me había dicho. Yo la tranquilicé, diciéndole qne perdiera cuidado, y ya íbamos a comenzar la confesión cuando el infierno, vencido y confundido hizo sus últimos esfuerzos para ganar la perdida víctima”.

   ¿Qué había ocurrido? Dos personas que desde hacía largos años tenían encadenado el corazón de esa infeliz habían aparecido improvisadamente en la habitación. Más cuando el Santo se preparaba a afrontar el muy poco grato encuentro, la enferma, tan fuerte y generosa para el bien como había sido tenaz para el mal, los recibió con tanta dureza que los obligó inmediatamente a retirarse. Había superado la prueba. Seguro ya San Cafasso de las disposiciones de la moribunda, la confesó, la vió besar con sincero arrepentimiento las llagas de ese Divino Señor, cuyo nombre ni siquiera quería oír pronunciar poco antes, y tuvo que prometerle qne no la abandonaría y que volvería a verla al día siguiente”.

   “A la hora convenida, continúa San Cafasso, no dejé de ir a su casa, y cuando una persona del servicio le anunció mi nombre, ella le reprochó que me hiciera esperar en la antecámara. Cuando entré la hallé no sólo tranquila, sino alegre; miraba y hablaba con un aire tan dulce y amable, tenía siempre en sus labios una sonrisa tan dulce y natural que se le habría tomado por una niña de tiernos años. Quien la hubiese visto en tal estado, encontraría difícil de creer cuanto he referido al principio de la narración... Parecía haber cambiado no sólo de voluntad, sino de naturaleza e índole, y no sólo conmigo, sino para con todas las personas con quienes había de tratar, aún con las del servicio”.

   “En esa visita me expresó su ardiente deseo de recibir al Señor; mas Dios se contentó con su deseo, ya que ni entonces, ni después fué posible administrarle el Santo Viático por causa del vómito que provocaba la más pequeña partícula que tocase su lengua; era el 28 de agosto, día en que se celebraba la fiesta del gran Doctor San Agustín, quien más o menos a la edad de esta pecadora, dió al mundo el luminoso ejemplo de su conversión.

   “Al día siguiente, 29 del mes, volvía a visitarla como se lo había prometido. Su tranquilidad aumentaba. Pareciéndome que sus días llegaban al término, juzgué oportuno aconsejarle los Santos Oleos. A esta respuesta me miró fijamente y después me preguntó, suspirando, si lo creía necesario. Entonces le hice conocer, con la mayor prudencia, el peligro en que se encontraba, pues su vida no parecía prolongarse más de un día. Ella me escuchaba sin respirar, y al fin, bajando los ojos en señal del sacrificio que hacía, me rogó hiciese todo como lo juzgara conveniente...”.

   “Desde aquel momento el pensamiento de la muerte no la abandonó. Toda la tarde y por la noche no cesó de repetir: ¡Oh!, ¡tener que morir tan joven!  —Pobre niña sacrificada por el mundo”.

   “Y morir sin poder contar ni siquiera un día hermoso, ni aún entre los de mi juventud. — Y repetía frecuentemente esas expresiones con un tono y una mirada que habría conmovido a una piedra... Llegó finalmente la mañana del 30 de agosto que debía ser su último día. Recibió, estando en pleno uso de sus facultades y con sentimientos muy cristianos, los últimos sacramentos y desde ese instante comenzó a acercarse a grandes pasos su fin”. Nota: Relación de una conversión obtenida por mediación de la Santísima. Virgen. Recuerden que el Santo compañeros sacerdotes y fieles rezaron por su conversión, pidiendo la mediación de la Virgen para lograr tan milagroso cambio.

   “Besando las llagas del Crucifijo que la había salvado, entre las lágrimas y las plegarias de los circunstantes, expiró dulcemente con una sonrisa en los labios, feliz presagio del porvenir bienaventurado que en el cielo la esperaba”.

   El alma del Santo exultaba de una alegría que desconocen los mundanos y que Dios concede solamente a los que saben apreciar el tesoro inestimable de los bienes divinos.


“SAN JOSÉ CAFASSO” Por el Cardenal Carlos Salotti. Año 1948

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