IV
1. La falsa humildad turba el espíritu y no le
deja luces para ningún bien. —
Para combatir más eficazmente esta turbación
tan funesta, San Francisco de Sales se aplica a descubrir
la causa ordinaria, por no decir única, de ella: el amor propio, el buscarse a
sí mismo.
Santa Teresa lo
había ya dicho: “Con la humildad
verdadera el alma se reconoce por ruin, y de ello se apena; esta pena no va
acompañada de turbación ni de inquietud; no causa ni ofuscación en el espíritu ni
aridez; al contrario, consuela. El alma entonces se aflige de lo que ha ofendido
a Dios, y por otra parte se dilata, esperando su misericordia. Tiene luces para
confundirse a sí misma y para alabar a Dios, que la ha soportado. Pero en la
falsa humildad, que da el demonio, no hay luces para ningún bien. Parece que
Dios lo pone todo a sangre y fuego; esta es una invención del demonio de las más
funestas, sutiles y disimuladas que de él conozco” “Vida” autobiografía de la
santa.
Y he aquí por qué la turbación después del
pecado es un mal tan común.
“Humillarse de sus miserias—dice un santo sacerdote—es
una cosa buena que pocas personas comprenden; inquietarse y despecharse es una
cosa que todo el mundo conoce y que es mala, porque en esta especie de
inquietud y de despecho, el amor propio tiene siempre la mayor parte.”
Federico Ozanam añade,
finalmente: “Hay
dos clases de orgullo: el que está contento de sí, y es el más común y menos peligroso,
y el que está descontento de sí, porque espera mucho de sí mismo y que se
engaña en su esperanza. Esta segunda especie es mucho más refinada y peligrosa.”
2. — La inquietud y la
turbación provienen, sobre todo, del amor, propio. —
Nuestro buen Santo persigue en todas sus
astucias a este amor propio disfrazado con la máscara de la humildad. Los apresuramientos
de su alma, no tanto para curarse, sino para saber que está curada; esos
secretos despechos por los que no se
quiere jamás hacer las paces con su conciencia, y en los que se encuentra más
cómodo abandonarla como incorregible; esas melancolías en que se sume, esa incesante
y exclusiva contemplación de sus faltas y de sí mismo; esa necesidad de gemir más aún delante de los hombres que delante de
Dios, con un imperceptible deseo de ser compadecido y acariciado, todo eso
lo toca el sabio Doctor, y muestra que todo ese disgusto de todas las cosas ha
sido ordenado por cierto padre espiritual que se llama amor propio.
“Uno
de los buenos usos que deberíamos hacer de la dulzura es aquel que tiene por
objeto a nosotros mismos, y consiste en no enfadarnos contra nosotros ni con
nuestras imperfecciones. Porque aunque la razón exige que cuando cometemos alguna
falta debemos estar por ello disgustados y pesarosos, no pretende que nos
empeñemos en tener una disciplina agria y enfadosa, despechada y colérica.”
“Con
esto cometen una gran falta muchos que, habiendo montado en cólera, se
enfurecen por haberse enfurecido y se enfadan por haberse enfadado, pues con ese
sistema tienen el corazón inundado de cólera, y aunque parece que la segunda cólera
destruye a la primera, es lo cierto, sin embargo, que abre el paso a otra nueva
cólera a la primera ocasión que se presente para ello. Esto, aparte de que semejantes
cólera, enfados y acritudes que se tienen contra sí mismo tienden al orgullo, y
su origen es únicamente el amor propio, que se turba y se inquieta al vernos
imperfectos” (Introducción a la vida devota).
EL
ARTE DE APROVECHAR NUESTRAS FALTAS. SEGÚN SAN FRANCISCO DE SALES. POR EL M. R.
P. JOSÉ TISSOT. OBRA DEL SIGLO XIX.
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