martes, 18 de febrero de 2020

De la lucha contra los enemigos espirituales (Parte I). De lucha contra la concupiscencia







   Los enemigos espirituales son la concupiscencia, el mundo y el demonio: la concupiscencia es un enemigo interior, que llevamos siempre con nosotros mismos; el mundo y el demonio son enemigos exteriores, que avivan el fuego de la concupiscencia.

I. La lucha contra la concupiscencia.

(Sobre este tema también puede consultarse el admirable tratadillo de Bossuet sobre la concupiscencia)

   Describe San Juan la concupiscencia en el célebre texto: (I Juan. II, 16) “Todo lo que hay en el mundo, es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos, y soberbia de la vida: lo cual no nace del Padre”. Cuidaremos de exponerlo convenientemente.

1°. CONCUPISCENCIA DE LA CARNE

   La concupiscencia de la carne es el amor desordenado de los placeres de los sentidos.

   A) El mal. El placer no es malo de suyo; Dios permite el placer ordenándole a un fin superior que es el bien honesto; junta el placer con ciertos actos buenos, para que se nos hagan más fáciles, y para atraernos así al cumplimiento de nuestros deberes. Gustar del placer con moderación y ordenándole a su fin propio, que es el bien moral y sobrenatural, no es un mal, sino un acto bueno; porque tiende a un fin bueno que, en último término, es el mismo Dios. Mas desear el placer independientemente del fin que le hace lícito; quererle, por lo tanto, como un fin en el cual descansa la voluntad, es un desorden; porque es ir contra el orden sapientísimo puesto por Dios. Y ese desorden trae otro consigo; porque, al obrar por solo el placer, corremos peligro de amarle con exceso, ya que entonces no nos guía el fin que pone límites al deseo inmoderado del placer que existe en cada uno de nosotros.

   Quiso Dios en su sabiduría poner un gusto en los mantenimientos para que nos estimulara a reparar las fuerzas del cuerpo. Pero, como dice Bossuet (T. Sobre la concupiscencia Cap IV) “Los hombres ingratos y carnales tomaron ocasión de ese placer para cuidar del propio cuerpo más que de Dios que le había formado... El gusto de los mantenimientos los cautiva; en vez de comer para vivir, parecen, según el dicho de uno de aquellos antiguos, repetido más tarde por San Agustín, no vivir sino para comer. Aún a aquellos que saben regular sus deseos, y se sientan a la mesa para remediar la necesidad de su naturaleza, engáñales el placer, y, arrastrados más de lo conveniente por sus atractivos, pásanse de la raya; enseñoréase insensiblemente de ellos el placer, y nunca creen haber satisfecho harto la necesidad, mientras sienten deleite en el comer y el beber”. De aquí nacen mil excesos en la comida y en la bebida, opuestos a la templanza. ¿Y qué habremos de decir del placer aún más peligroso de la voluptuosidad, “de aquella llaga profunda y vergonzosa de la naturaleza, de aquella concupiscencia que sujeta el alma al cuerpo con lazos tan dulces y tan duramente apretados, que tanto cuesta romper, y que causa tan espantables desórdenes en el género humano?” Bossuet (T. Sobre la concupiscencia Cap. V)

   Esta clase de placer sensual es tanto más peligroso cuanto que está repartido por todo el cuerpo. Tocado de él está el sentido de la vista, porque por los ojos comienza a entrar en el alma la ponzoña del amor sensual. Tocado el del oído, cuando, con peligrosas pláticas y cánticos llenos de molicie, se enciende o mantiene la llama del amor impuro y aquella secreta propensión que sentimos hacia los goces sensuales. — Crece tanto más el peligro, cuanto que todos los placeres de la carne excítanse unos a otros; aun los que parecen más inocentes, si no andamos siempre alerta, abren el camino a los más pecaminosos. Hay también cierta molicie y delicadeza repartida por todo el cuerpo, que nos lleva a buscar descanso en el bien sensible, y así despierta la concupiscencia y atiza su fuego. Amamos al cuerpo con apego tal que pone olvido del alma; el cuidado excesivo de la salud nos hace tratar con mimo al cuerpo; todas esas diversas sensaciones son otros tantos brotes de la concupiscencia de la carne. Bossuet.

   B) El remedio de tamaño mal es la mortificación del placer de los sentidos; porque, como dice S. Pablo, “los que son de Jesucristo, tienen crucificada su propia carne con los vicios y las pasiones”. (Gálatas V, 24) Pues crucificar la carne, dice M. Olier “es atar, agarrotar, ahogar interiormente todos los deseos impuros y desordenados que sentimos en nuestra carne”; es además mortificar los sentidos externos, que nos ponen en relación con las cosas de fuera, y excitan en nosotros peligrosos deseos. La razón fundamental por la que estamos obligados a practicar esa mortificación, son las promesas del bautismo.


   Por el bautismo, que nos hace morir al pecado y nos incorpora a Cristo, quedamos obligados a practicar la mortificación del placer sensual; porque, según dice San Pablo, “no somos deudores a la carne para vivir según la carne, sino que estamos obligados a vivir según el espíritu; y, puesto que vivimos por el espíritu, caminemos según el espíritu, que pone en nuestro corazón el amor a la cruz y nos da fuerzas para llevarla”.

   El bautismo de inmersión, con su simbolismo, nos demuestra la verdad de esta doctrina: sumergido en el agua el catecúmeno, muere al pecado y a sus causas, y, al ser sacado del agua, participa de una vida nueva, que es la de Jesucristo resucitado. Tal es la doctrina de San Pablo (Romanos VI 2-4): “Estando ya muertos al pecado, ¿cómo hemos de vivir aún en él? ¿No sabéis que, cuantos hemos sido bautizados en Jesucristo, lo hemos sido con su muerte? En efecto: en el bautismo hemos quedado sepultados con él muriendo, a fin de que así como Cristo resucitó de muerte a vida para gloria del Padre, así también procedamos nosotros con nuevo tenor de vida Así, pues, la inmersión bautismal significa la muerte al pecado, y la obligación de pelear contra la concupiscencia que al pecado inclina; y el salir del agua representa la vida nueva, por la que participamos de la vida del Salvador resucitado. “No se muda el pensamiento del Apóstol porque se le traduzca de la siguiente manera en estilo teológico moderno: Los sacramentos son signos eficaces que producen ex opere operato lo que significan. Mas el bautismo representa sacramentalmente la muerte y la vida de Cristo. Es necesario, pues, que produzca en nosotros una muerte, mística en su esencia, pero real en sus efectos, muerte al pecado, a la carne, al hombre viejo, y una vida semejante a la de Jesucristo resucitado” El bautismo nos obliga, pues, a mortificar la concupiscencia que mora en nosotros, y a imitar a Nuestro Señor que, al crucificar su carne, nos ha merecido la gracia de crucificar la nuestra. Los clavos, con que la crucificamos, son precisamente los diferentes actos de mortificación que llevamos al cabo.

   Tan fuerte es esta obligación de mortificar el placer, que de ella depende nuestra salvación y nuestra vida espiritual: “Porque, si viviereis según la carne, moriréis; mas, si con el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis” (Romanos VIII, 13).

   Para que la victoria sea completa, no basta con renunciar a los malos placeres (lo cual es de precepto); es menester también sacrificar los placeres peligrosos que nos llevan casi infaliblemente al pecado; y aún privarnos de algunos placeres lícitos, para fortalecer nuestra voluntad contra los atractivos del placer prohibido; porque, quien goza sin restricción de todos los deleites permitidos, está a punto de correrse a gozar de los que ya no lo son.

“COMPENDIO DE TEOLOGÍA ASCÉTICA Y MÍSTICA”

Adolphe Tanquerey

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