lunes, 30 de abril de 2018

MISIÓN DE LA MUJER CRISTIANA (Capítulo I) – Por el P. FRANCISCO J. SCHOUPPE, S. J.




MISIÓN DE LA MUJER CRISTIANA.



   El Hijo Unigénito de Dios vino al mundo para levantar de sus ruinas a todo el género humano. El hombre y la mujer habían caído de su dignidad primera, y uno y otro, por su miserable caída, quedaron degradados; Jesucristo los ha rehabilitado, elevándolos a mayor grandeza de la que habían caído. Regenerador de la raza de Adán, ha formado como una nueva humanidad, una sociedad nueva, su Iglesia santa, destinada a continuar su obra de santificación hasta el fin de los siglos; y en esta nueva sociedad ha levantado al hombre y a la mujer, hasta asociarlos consigo para la obra divina de la regeneración del mundo.

   Echad una mirada sobre el plan del divino Restaurador: bien pronto notaréis que el hombre ocupa el primer lugar en el orden jerárquico; pero al mismo tiempo veréis que la mujer está junto al hombre en puesto distinguido, desempeñando el papel de cooperadora, del cual depende el buen suceso y el fruto de todos los ministerios de la Iglesia.

   Para que llene su grandioso cometido, Jesucristo adornó a la mujer cristiana con los más nobles dones de su gracia. La hija de Eva, degradada por el pecado, y entregada a las afrentosas bajezas del vicio, se convirtió en la más innoble de las criaturas; pero sublimada por el divino Salvador, se ha transformado en la más bella, la más sublime creación del cristianismo.

   Para pintar esta fisonomía celestial, sería necesario tomar los pinceles de mano de los ángeles y arrebatar al cielo sus colores.

   Lo que el Sabio dice de la mujer virtuosa en general, de una manera particular puede aplicarse a la mujer cristiana. Lo que es para el mundo, dice, el sol al nacer en las altísimas moradas de Dios, eso es la gentileza de la mujer virtuosa, para el adorno de la casa. Antorcha que resplandece sobre el candelero sagrado es la compostura del rostro en la edad robusta. Cimientos eternos sobre sólida piedra son los mandamientos de Dios en el corazón de la mujer santa. (Eccli. XXVI - 21, 22, 24).

   Para realizar este bello ideal, debe la mujer cristiana, en primer lugar, conocer a fondo la gran misión que le está confiada; y en segundo lugar, las condiciones requeridas para llenarla debidamente.

   En cuanto a lo primero, su misión se puede considerar desde dos puntos de vista:

   I) En sí misma, tal cual le ha sido designada por Jesucristo a la mujer cristiana.
   II) En la historia, tal cual la mujer cristiana la viene cumpliendo desde hace veinte siglos.

   I. Misión de la mujer cristiana considerada en sí misma. La misión de la mujer cristiana está encerrada en estas palabras del Criador: No es bueno que el hombre esté sólo; hagámosle una ayuda semejante a él mismo. (Gen. II, 18). Por estas grandiosas palabras, de las cuales el Criador ha querido hacer una ley social, Dios crió a la mujer para que fuese una ayuda del hombre, no solamente en el orden material, sino principalmente en el orden espiritual. Ayudar al hombre a salvar su alma: ved ahí el más elevado fin de la mujer; ésta es su gloria, éste su noble ministerio, ésta su más dulce felicidad.

   Admirad la amplitud de esta sublime misión: la mujer, establecida por Dios y por Jesucristo para ser la ayuda del hombre en toda la extensión de la palabra, no circunscribe su acción dentro de los estrechos límites de la familia, sino que la extiende al Estado y aun hasta la Iglesia: debe contribuir poderosamente a propagar la vida cristiana, así en el bullicio del siglo como en el silencioso retiro del claustro.

   a) En el siglo. Primeramente la mujer cristiana ejerce en el siglo un verdadero apostolado en el seno de la familia. Con sus instrucciones e insinuantes palabras, y con sus ejemplos, hace que la piedad y la paz reinen en el santuario doméstico. Es como una resplandeciente antorcha que puesta sobre el candelero en medio del hogar, derrama de continuo la luz vivificante de la fe práctica, alumbrando a todos cuantos moran en la casa. Es como un vaso de exquisitos perfumes que esparce en su derredor el suave olor de Cristo, por sus amables virtudes. (Juan. XII, 3).

   ¿Es madre de familia? Santifica a su esposo, a sus hijos, a sus domésticos. ¿Es, acaso, joven soltera? Edifica a sus hermanos y aun a sus padres con los dulces encantos de la virtud.

   ¿Qué diremos, pues, del alcance de este apostolado? Santificando la familia, la mujer santifica a la Iglesia y al Estado; puesto que, lo que la raíz es al árbol, lo que el manantial al arroyo, lo que la base al edificio, es la familia a la Iglesia y al Estado. De la familia recibe el Estado sus ciudadanos, y sus miembros la Iglesia. Este suave y eficaz apostolado no se encierra en los estrechos límites del hogar doméstico: la mujer cristiana lo ejerce donde quiera que se encuentre; pero singularmente en el templo del Señor y en la morada del pobre.

   ¿Quiénes son los que en la iglesia dan ejemplo de la más tierna piedad, reciben con mayor frecuencia los santos sacramentos, asisten con más asiduidad y devoción al sacrificio de la misa, y escuchan la palabra de Dios con mayor recogimiento? ¿No son acaso las mujeres cristianas? Después de haber llenado sus deberes domésticos, su ingénita piedad las lleva a la casa de Dios, para hartar su alma en los purísimos raudales del Salvador, llenándose de esa vida sobrenatural y divina que, aun en medio de los vaivenes del mundo, causa la paz y el gozo en el corazón. Animada por esta vida, que no es otra cosa sino la caridad, siéntese feliz en visitar a los pobres y afligidos, y halla la dicha enjugando sus lágrimas, y derramando en sus corazones la esperanza del bienestar y del gozo no lejano. ¡Qué sermón tan elocuente no es el ejemplo de estos ángeles de la caridad!

   No es esto todo. ¿De dónde proceden esas obras de beneficencia, tan numerosas y tan apropiadas a todas las miserias de la actual sociedad? ¿Tantos patronatos, tantos talleres, cocinas económicas, escuelas gratuitas, asilos de toda clase, para la infancia abandonada y para la ancianidad desvalida, como vemos que se fundan cada día, se sostienen y se multiplican? ¿No es, por ventura, las más de las veces, por la iniciativa, y siempre con la cooperación, con las limosnas, con el concurso personal de la mujer cristiana? ¿Sin ella, sin el celo industrioso de su corazón, sin el socorro de su mano bienhechora, no se verían languidecer y anularse la mayor parte de esas caritativas obras?

   ¿De dónde proviene el esplendor del culto, la riqueza en los altares, la magnificencia en las sacerdotales vestiduras? En las procesiones solemnes, ¿quién contribuye al grandioso aparato de la pompa religiosa? ¿Quién se esmera más en las públicas decoraciones, tan propias para despertar el santo entusiasmo en el pueblo, y glorificar al Dios de las alturas? ¿No es siempre la mujer cristiana, con su fe, con su celo, con su ingeniosa piedad, quien rinde esos espléndidos homenajes a la Soberana Majestad del Señor? Así llena su misión, manifestando la apacibilidad de las virtudes domésticas, la piedad fervorosa en el templo, las explosiones del entusiasmo religioso en calles y plazas, su benéfica caridad en todas partes. Es en medio del mundo aquella lámpara que arde e ilumina, de que habló el Salvador: ilumina con los esplendores de la fe y arde con los ardores de la caridad.

   b) En la religión. Veamos cómo llena su misión en el retiro del claustro. Nuestro divino Redentor ha instituido la vida religiosa para las almas escogidas, que, animadas de los más nobles sentimientos, aspiran a la perfección cristiana; para aquellas almas generosas, que, pisoteando con sus pies los bienes perecederos y deleznables, solamente desean los eternos; que, considerando que no tienen más que una sola vida, quieren consagrarla toda entera a su Dios; finalmente, para aquellas almas que, animadas de una santa ambición, quieren conquistar para sí un elevado trono de eterna gloria, y tener por esposo al Rey inmortal de los siglos.


   De las muchas vírgenes generosas que dan un eterno adiós al mundo y a sus vanidades, unas se encierran para siempre en el santuario del Señor, para cantar noche y día las divinas alabanzas, y ofrecer a Dios el incienso de sus plegarias. Con sus oraciones, y con la persuasiva elocuencia del ejemplo, contribuyen a la santificación de la Iglesia de Dios. Otras se entregan, a la vez, a la oración y a las obras de caridad. Después de haber vacado a Dios en el retiro de la oración y participado del banquete eucarístico, animadas de celestial ardor, salen del santuario para entregarse a la enseñanza de la niñez, al cuidado de los enfermos, a mendigar un socorro para el anciano desvalido: aliviando todas las necesidades, compadeciéndose de todas las miserias, con abnegación, paciencia, dulzura y caridad, predican a Cristo por todas partes; lo hacen amar de todos los corazones.

   Estas almas generosas no solamente dejan oír en Europa y en los países civilizados la elocuente exhortación de la caridad y buen ejemplo, sino que, atravesando dilatados mares, hácense poderosos auxiliares de los varones apostólicos, y saben hacer amar y gustar a los pueblos paganos y a los más degradados salvajes, las dulzuras y delicadezas de la religión católica, que los ministros de Jesucristo les anuncian.

   Tal es la gloriosa misión que la Providencia ha señalado a la mujer en la sociedad, y que la mujer cristiana viene cumpliendo admirablemente hace más de diecinueve siglos.

   II. Cumplimiento de esta misión. Si nos tomamos el trabajo de abrir la Historia, podremos convencernos de que la misión señalada por Jesucristo a la mujer cristiana no ha sido una vana palabra: por el contrario, fácilmente observaremos que se ha venido cumpliendo con toda fidelidad desde la Redención hasta nuestros días. ¡Oh, cuán grande, amable y poderosa para el bien, aparece la mujer cristiana en la serie de los siglos!

   Desde el principio del cristianismo nos la muestra el Evangelio elevada a una dignidad incomparable, en la persona de la santísima Virgen María. La augusta Madre del Salvador, hermoseada con la plenitud de la gracia, y hecha cooperadora en la grande obra de la Redención, es el celeste ideal de la mujer cristiana.

   Además de la sacratísima Reina de los Cielos, vemos figurar en el Evangelio, a santa Isabel, a santa María Magdalena, y a su hermana santa Marta, a las santas María, madre de Santiago, Salomé y otras muchas santas mujeres, que con sus bienes y sus personas servían con gran devoción al Señor, y cooperaron a la fundación de la Iglesia con su celo y sus limosnas. En la época de los Mártires vénse innumerables vírgenes de poca edad, como las Inés y las Eulalias, que por su acendrado amor a la pureza fueron la admiración del paganismo, y por su invencible constancia en los tormentos dejaron atónitos a sus mismos verdugos.

   Si de la época de los Mártires pasamos al tiempo de las grandes herejías del Oriente, las madres cristianas, como santa Mónica, son las que dan a la Iglesia combatida sus más acérrimos defensores. En el hogar doméstico y en el trono, contribuyen con santos ejemplos a formar las costumbres de los pueblos cristianos, a la conversión de los Césares, a la cristianización del imperio.

   En la Edad media, la mujer cristiana deja sentir su saludable y civilizador influjo en más dilatado campo.

   La santidad de la mujer no solamente llena los austeros monasterios, sino que se la encuentra en todos los estados de la sociedad; sus heroicas virtudes brillan así en las humildes chozas como en los soberbios palacios. Las Pulquerías, las Matildes, las Conegundas santifican el trono y gobiernan cristianamente los imperios; los reinados de reinas santas se cuentan entre los mayores y más felices de todos los reinados célebres de la Historia. En todos los grados de la sociedad las mujeres cristianas rivalizan en celo. ¡Qué de iglesias, cuántos monasterios y hospitales no se fundaron por la caridad generosa de muchas heroínas cristianas!

   Si abandonando la Edad media nos acercamos a la moderna, señalada por las revueltas de la falsa reforma protestante y por los estragos de la impiedad contemporánea, veremos a las mujeres cristianas católicas, cuales fueron Margarita de Parma y la Archiduquesa Isabel, detener los progresos de la herejía donde ésta había penetrado, conservar la fe donde permanecía aún intacta, y combatir denodadamente contra los avances de los impíos, con el heroísmo de la más ardiente caridad.

   Veremos cómo se alistan nuevas legiones de vírgenes bajo el estandarte de la cruz, para dedicarse a todas las obras de misericordia, y particularmente a la educación cristiana: ellas son las que se oponen a los esfuerzos de los enemigos de la Iglesia, entregándose a todos los oficios de la caridad siempre magnánima e industriosa. La abnegación y el celo de estas heroínas de Cristo es tan patente y manifiesto a todos, que no hay quien no las admire.

   Diecinueve siglos a que la mujer cristiana viene realizando la elevada y santa misión que en el plan social de Jesucristo le ha sido señalada. ¿Qué noble corazón no quisiera tener parte en esta gloria? Más para llevar a cabo semejante empresa, tan de la gloria de Dios, es necesario dedicarse a ella con ahínco y con tesón bajo la tutela de la Mujer Grande por excelencia a la que plugo al Señor elevar a la dignidad de Madre de Dios, para que sea nuestra intercesora poderosa cerca de su divino Hijo.


“LA MUJER CRISTIANA”



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