sábado, 5 de abril de 2025

LA PENITENCIA DEL ATAÚD DE LA AZUCENA DE QUITO.


 


   Para no desmayar en la penitencia y conquistar la corona de la perseverancia, se valió de un medio poderoso: la meditación en la muerte.

 

   Como si hubiese  encontrado un tesoro exclamaba gozosa:

 

   – Juzgaré desde hoy que cada penitencia es la última de mi vida; que me restan ya pocos años; que en cada día, en cada hora, en cada instante puedo exhalar mi último aliento. Me consideraré muerta ya, y pensaré que con la muerte tuvo fin la amargura de la penitencia, o al menos me creeré siempre como quien está para morir; y ni los rigores de la penitencia me arredrarán, ni su duración será capaz de producir en mí otra cosa que nuevo ardimiento para proseguir como si estuviera siempre al principio –

 

   Como lo ideó lo ejecutó. En la primera pieza de su habitación puso un “féretro o  ataúd”, y dentro de él un madero figurando un cuerpo muerto, y le cubrió con un tosco sayal de S. Francisco a manera de mortaja. Por cabeza colocó una calavera, en el pecho un crucifijo, y al extremo donde correspondían los pies unos zapatos; de suerte que aquella figura tenía el aspecto de un cadáver verdadero. Tan horroroso huésped (a la vista mundana) decía Mariana que era su retrato al vivo (es decir ella se consideraba el cadáver), y que le tenía prestado aquel hábito que habia de pedirle a su tiempo para bajar a la tumba.

 

   Una señora llevada de la curiosidad propia de su sexo, se valió del confesor de Mariana para conseguir de esta que le dejase ver el interior de su habitación. La heroica niña inclinó la cabeza humildemente a la orden de su confesor; pero la curiosidad costó caro a la señora. A los pocos pasos de la entrada, vió de repente aquel espectro, y fué tal el susto que experimentó, que cayó en tierra desmayada, sin tener valor despues para llevar adelante su examen.

 

   En este pasaje se vé la protección de Dios en favor de Mariana, la cual le habia pedido no permitiese a nadie ser testigo de Sus mortificaciones, viendo tantos y tan penosos instrumentos que estaban repartidos por las paredes; y el mismo suministra un dato para formarnos una idea de la austeridad de vida de la Azucena de Quito.

 

   Postrada delante de ese féretro con luces a cada lado, se entregaba todas las noches a la meditación profunda de la muerte; y viendo en ella la inconstancia de la vida y la vanidad del mundo, se repetía a sí misma:

 

– “En eso has de parar, Mariana, y aquí recogerás lo que en vida sembráres.  ¡Desdichada de tí si no vives como en la muerte quisieras haber vivido! De nada pueden servirte gala, deleites y hermosura, sino de lazos para perderte. Tu cuerpo será tu compañero en la gloria, si ahora le tratas como a enemigo. Dichosos en la muerte los miembros que en vida no tuvieron descanso; Muere, pues, muere a tí misma, y vive toda y sola para Dios.” –

 

   Con esta meditación conseguía siempre tener mayor despego a todo lo criado y nuevas ansias de hacer penitencia. De noche y de día, afirmó uno de sus confesores, tenía fija en su pensamiento la imagen de la muerte.

 

DE LA VIDA DE

“MARIANA DE JESÚS PAREDES Y FLÓREZ”

LA AZUCENA DE QUITO.

(AÑO 1877)

miércoles, 2 de abril de 2025

LA CRUZ PINTADA – Por el Apostolado de la Buena Prensa – Año 1894.




   Esperaba la hora de comer el Cura de un pueblo pequeño, después de haber predicado en una Misa mayor un sermón sobre aquellas palabras de Jesús que se leen en el Evangelio de San Mateo: «El que no tome su cruz y me siga, no es digno de mí.» Entró al propio tiempo en casa del párroco un pobre peón de albañil, muy amigacho suyo, hombre de buenas costumbres y de sano corazón, pero algo turbio de entendimiento, y no muy contento con su suerte ni satisfecho de su condición. El Cura y el buen albañil tenían grandes discusiones, en las que el buen Sacerdote procuraba  resolver las dudas que en aquel espeso cerebro se anidaban.

 

   — ¿Has estado hoy en el sermón? — preguntó el Cura.

   — Sí, señor — contestó Roque; — y aunque no lo hubiese oído no me hacía falta; no, señor, no me hacía falta.

   — ¡Hombre, hombre—repuso el Cura explícame eso, que no lo entiendo bien!

   — Pues es claro; Ud. Ha predicado que dijo nuestro Señor: «El que no tome su cruz y me siga, no es digno de mí» Pues yo no necesito tomar ninguna cruz; hace tiempo que la llevo encima, y ¡flojilla que es mi cruz!

   — ¿Y cuál es, Roque, esa cruz grande que tú tienes?, porque, a decir verdad, yo no la veo. Tú eres joven, sano, soltero, robusto; trabajas la mayor parte del año, no tienes achaques, ni enfermedades, ni enemigos...

   —Y no tengo un cuarto, y no tengo dinero; y el no tener dinero es la cruz más grande que puede haber; es la cruz más pesada de cuantas cruces pueden llevarse; y la llevo siempre a cuestas, siempre conmigo, y no me la puedo quitar de encima, y me pesa, me repesa, y me contrapesa, y...

   — Y eres un asno—añadió el Cura riéndose.

   — ¿Conque el no tener dinero es una cruz? Vamos, no te creía tan tonto y tan mal cristiano, y, sobre todo, tan endeble que no pudieses llevar una cruz tan pequeña e insignificante como el no tener dinero, teniendo, como tienes, salud que te sobra y robustez para trabajar, y trabajo continuo.

   — Salud y robustez sin dinero... morirse, morirse.

   — Hombre, no exageres — repuso el Cura; — y para que veas cuan ligera es tu cruz; para que veas cuan cobarde eres, voy a decirte que es más ligera, más llevadera, más fácil de llevar que una cruz que yo te pintaré con yeso en la espalda de tu chaqueta.

   — Vamos, señor Cura, que no estoy para bromas.

   — No, no es broma ni burla lo que te digo. Hablo seriamente. Dime ¿cuánto ganas el día que trabajas?

   — Seis reales.

   — Pues yo te daré dos pesetas cada día, y no trabajarás, no tendrás más que hacer que pasear por las calles, por la plaza, por todo el pueblo, con las manos on los bolsillos del pantalón, pero con una cruz que yo te pintaré en la espalda de la chaqueta, y que — óyelo bien — no has de permitir que te la borren. Y ya verás, mi buen Roque, como al poco tiempo me dices: «Señor Cura, esta cruz pintada me pesa más, mucho más que el no tener un cuarto.

   — ¿Cuándo me la pinta Ud.? — dijo Roque, que ya se le hacía la boca agua al pensar en las dos pesetas diarias sin trabajar.

   — Mañana, que es domingo — dijo el Cura.

   — ¿Y mañana me dará Ud. las dos pesetas ya?

   — Sí, hombre.

   — Pues hasta mañana.

 

   En efecto, al día siguiente, antes de Misa mayor, fué Roque a casa del señor Cura, con su chaqueta negra; el Párroco le hizo con yeso blanco una cruz, que le cogía toda la espalda, de rayas gruesas bien visibles, mientras el buen Roque se reía...

 

   — No te rías — dijo el Cura; — ya te pesará esa cruz mucho más que el no tener dinero.

 

   Y se marchó a Misa nuestro Roque en compañía del Cura, que entró en la sacristía, mientras que el cruzado entraba en la iglesia por la puerta mayor. Tomó agua bendita, se arrodilló, y en esto le dice un amigo que estaba detrás:

 

   — Roque, llevas una cruz pintada en la chaqueta.

   — Ya lo sé —contestó Roque.

 

   Se encogió de hombros el amigo, y comenzó la Misa.

   Un poco después de alzar a Dios, una vieja que estaba arrodillada detrás de Roque, le dice tocándole en el hombro:

 

   — Roque, llevas dos rayas de yeso en la espalda.

   — Bueno —respondió Roque — déjelas Ud.

 

   Acabóse la Misa, y al salir de la iglesia, una vecina le dice:,

 

   — Chico, ¿y esa cruz que llevas ahí pintada?

   — A Ud. no lo importa — contestó Roque, ya un poco amostazado.

   — ¡Oh!—dijo la vieja. — yo creía hacerte un favor.

   — Pues señor, ¿es posible — murmuró Roque — que se han de meter en si llevo rayas o cruz en la chaqueta? Ya me voy cargando.

   — Chico — le dice un amigo — ¡qué guapo vas con esa cruz en la espalda! ¿Quién te la ha pintado?

   — Quien a mí me ha dado la gana — saltó Roque ya montado en cólera.

   — Hombre, no te incomodes; tú eres dueño de llevar una cruz pintada; y por mí, si quieres pintarte la cara, píntatela.

 

   Y se separó el amigo muy serio.

   Ya no estaba Roque muy conforme con: aquellas rayas, y ya se le iba subiendo la mosca a la nariz; pero aunque muy vivo de genio, el recuerdo de las dos pesetas lo hizo encogerse de hombros y seguir su camino.

 

   Llegó a la plaza al mismo tiempo que unos cuantos amigos.

 

   — Roque —dijo uno de ellos: — ¿qué llevas ahí on la chaqueta? Chico, chico, una cruz; ¿es para que no te lleve el diablo? Espera que yo te la borraré.

 

   Y sacó el pañuelo para sacudirla.

 

   — No, no—gritó Roque; — déjala, no la borres, no la toques.

   — Pero hombre — dijeron los demás- ¿te has vuelto loco?

   — No; pero no quiero que me la borréis.

   — Ea, pues ahí te quedas; vamos, este hombre está tonto.

 

   Y se marcharon sin mirarle, quedándose él de muy mal talante.

   Y aquellos amigos fueron publicando que el pobre Roque tenía una cruz pintada en la chaqueta, y que no quería que se la borrasen; y fueron reuniéndose otros y otros, y señalando con el dedo al pobre Roque; y riéndose de él, de modo que se iba hartando de rayas, y pesándole ya bastante aquella pintada y ligera cruz.

 

   Al volver una esquina encuentra a un compañero suyo, que le dice mofándose:

 

   — Vaya Ud. con Dios, señor Don. Roque.

   — Yo no tengo don — repuso con mal gesto el cruzado.

   — Es que como Ud. es caballero de la gran cruz de yeso.

   — Yo soy caballero de la cruz de la gran...

 

   Y Roque, con gesto amenazador, soltó una puerca barbaridad.

 

   — ¡Hola, el de la cruz — decía uno.

   — Aquí está el de las rayas blancas.

   — El de la chaqueta negra y cruz de yeso.

   — ¿Quieres un cepillo para borrarla? — decía otro.

   — No necesitarás Cirineo para que te ayude.

   — ¿Es para que no te lleve el diablo?

 

   Y efectivamente, a Roque se lo llevaban tres mil millones de demonios, y ya sudaba la gota gorda con el peso leve de la cruz pintada.

   Otro amigo se lo acerca, y con la mano comienza a sacudirle.

 

   — ¡Estáte quieto! — gritó Roque hecho un energúmeno.

   — Pues señor, no hay duda, este hombro está rematadamente loco. —

 

   Y se apartó de él y fué publicando que el pobre Roque se había vuelto loco; y él veía que todos le señalaban con el dedo, unos con lástima, otros con burla, otros riéndose; y se le iba acabando la paciencia; y en esto un muchacho grito: «¡Al tio de la cruz» y otro y otros le hicieron coro: «¡Al tio loco de la cruz!» Y Roque corrió tras ellos echando fuego por los ojos, y tirando blasfemias por aquella boca; y los chicos corren más, y él, jadeando, corría y sudaba, y un zagal cogió una piedra, y —toma, al tio loco; — y esto fué como la señal de la batalla; y otro cogió otra piedra, y otros otras, y cayó un diluvio de piedras sobre el pobre Roque, nuevo San Esteban, pero sin sus méritos; y los chicos «¡al loco, al loco!» gritaban como demonios; y el infeliz se acordó de la maldición del gitano: en manos de chicos te veas. Y las piedras llovían. y no podía guarecerse de tantas como le tiraban; y el infeliz ya no perseguía a los muchachos, sino que éstos le perseguían a él, y corría delante de ellos, tropezando, con la lengua fuera, sudando a mares y sin ver el terreno que pisaba; y aquí caigo, aquí me levanto, le alcanzaron algunas chinas, se le escapó el sombrero, una piedra le hirió en la cabeza, el pobre so tocó y miró sangre, y ya no pudo sufrir más, y maldijo las rayas blancas que le pesaban como una losa de plomo, y le entró una mortal congoja; y los chicos seguían «¡al loco, al loco!» y piedras sin parar, y miró al cielo con angustia y bendijo su antes para él pesada cruz, y se maldijo a sí mismo, y fué su suerte que se encontró a la puerta del Cura, y entró y cerró la puerta, a la que alcanzaron algunas pedradas de los pequeños perseguidores, y se dejó caer medio muerto en un banco, a tiempo que el Cura salió de su habitación a los gritos de la turba infantil y al atronador estrépito de la pedrea...«¡Señor Cura!—rugió el dolorido Roque, en cuanto le apercibió; —no quiero cruz pintada, no quiero dos pesetas, ni dos duros, ni diez millones: me pesa esta cruz, me pesa haber salido esta mañana con estas dos rayas, me pesa más que todo esta cruz, en la que en poco me crucifican esos demonios de chiquillos, después de haberme rascado el alma hombres y mujeres con tanto preguntar por qué la llevaba pintada en la chaqueta. Bórremela Ud., por todos los Santos Apóstoles, si no, va a ser hoy el último día de mi vida.»

 

   — Vamos, sosiégate — dícele cariñosamente el Cura. —¿No te decía yo que esta cruz pintada te pesaría mucho? Siento mucho las pedradas: lávate esa herida, que por fortuna es muy leve: pero, por lo demás, me alegro que te convenzas de que muchas veces creemos tener una pesada cruz y quisiéramos dejarla, y querríamos tener otra que nos parece menos pesada, y resulta que la que Dios nos ha dado es mil veces más ligera. No murmures de la cruz que Dios te ha dado; confórmate con ella; confórmate con no tener mucho dinero, como tú dices que no tienes, que ya ves que es harto más ligera que esa pintada, de la que te reías cuando te la pinté.

 

   — Es verdad — dijo Roque, dando un resoplido como una ballena; —bórreme Y esa cruz de la chaqueta; bórremela,  que yo no la vea; y le prometo de aquí en adelante conformarme con la cruz que el Señor tenga a bien enviarme, y que la llevaré sin murmurar; y si no con alegría, porque no soy Santo, a lo menos con cristiana resignación.

 

   — Amén — dijo el Cura — y acuérdate que todo no consiste en prometer, sino en cumplir.

 

JOAQUÍN MARTÍNEZ LOZANO.

 

 

 

 

 



martes, 1 de abril de 2025

DEVOCIÓN DE LOS PRIMEROS MIÉRCOLES DE MES EN HONOR A SAN JOSÉ.


 

Por la señal, etc.

Pésame, etc.

 

   ¡Oh amabilísimo Patriarca San José! Desde el abismo de mi pequeñez y miseria os contemplo con emoción y alegría de mi alma en vuestro trono del cielo, como gloria y gozo de los Bienaventurados, pero también como padre de los huérfanos en la tierra, consolador de los tristes, amparador de los desvalidos, auxiliador de los Ángeles y Santos ante el trono de Dios, de vuestro Jesús y de vuestra santa Esposa.

 

   Por eso yo pobre, desvalido, triste y necesitado, a Vos dirijo hoy y siempre mis lágrimas y penas, mis ruegos y clamores del alma, mis arrepentimientos y mis esperanzas; y hoy especialmente os traigo ante vuestro altar y vuestra imagen una pena que consoléis, un mal que remediéis, una desgracia que impidáis, una necesidad que socorráis, una gracia que obtengáis para mí y para mis seres queridos.

 

   Y, para conmoveros y obligaros a oírme y conseguírmelo, os lo pediré y demandaré durante treinta días continuos, en reverencia a los treinta años, que vivisteis en la tierra con Jesús y María: y os lo pediré, urgente, y confiadamente, Invocando todos los títulos que tenéis para compadeceros de mí, y todos los motivos que tengo para esperar que no dilataréis el oír mi petición, y remediar mi necesidad; siendo tan cierta mi fe en vuestra bondad y poder, que al sentirla os sentiréis también obligado a obtener y darme más aún de lo que os pido y deseo.

 

   1) Os lo pido por la bondad divina que obligó al Verbo Eterno a encarnarse y nacer en la pobre naturaleza humana, como Hijo de Dios, Dios Hombre y Dios del hombre.

 

   2) Os lo suplico por vuestra ansiedad inmensa al sentiros obligado a abandonar a vuestra santa Esposa.

 

   3) Os lo ruego por vuestra resignación dolorosísima para buscar un establo y un pesebre para palacio y cuna de Dios nacido entre los hombres.

 

   4) Os imploro por la dolorosa y humillante Circuncisión de vuestro Jesús, y por el santo, glorioso y dulcísimo nombre que le impusisteis por orden del Eterno.

 

   5) Os lo demando por vuestro sobresalto al oír del Ángel la muerte decretada contra vuestro Hijo Dios, por vuestra obedientísima huida a Egipto, por las penalidades y peligros del camino, por la pobreza extrema del destierro y por vuestras ansiedades al volver de Egipto a Nazaret.

 

   6) Os lo pido por vuestra aflicción dolorosísima de tres días, al perder a Vuestro Hijo, y por vuestra consolación suavísima al encontrarle en el templo, y por vuestra felicidad inefable de los treinta años que tuvisteis en Nazaret con Jesús y María sujetos a vuestra autoridad y providencia.

 

  7) Os lo ruego y espero por el heroico sacrificio, con que ofrecisteis la víctima de vuestro Jesús al Dios Eterno para la cruz y para la muerte por nuestros pecados y nuestra redención.

   8) Os lo demando por la dolorosa previsión que os hacía todos los días contemplar aquellas manos infantiles, taladradas después en la cruz por agudos clavos; aquélla cabeza que se reclinaba dulcísimamente  sobre vuestro pecho, coronada de espinas; aquel cuerpo divino que estrechabais contra vuestro corazón, desnudo, ensangrentado y extendido sobre los brazos de la Cruz, aquel último momento en que le veíais expirar y morir.

 

   9) Os lo pido por vuestro dulcísimo tránsito de esta vida en los brazos de Jesús y María y vuestra entrada en el Limbo de los Justos y al fin en el cielo.

 

  10) Os lo suplico por vuestro gozo y vuestra gloria, cuando contemplasteis la Resurrección de vuestro Jesús, su subida y entrada en los cielos y su trono de Rey inmortal de los Siglos.

 

   11) Os lo demando por vuestra dicha inefable cuando visteis salir del sepulcro a vuestra santísima esposa resucitada, y ser subida a los cielos por los Ángeles y coronada por el Eterno, y entronizada en un solio junto al vuestro.

 

   12) Os lo pido y ruego y espero confiadamente por vuestros trabajos, penalidades y sacrificios en la tierra, y por vuestros triunfos y glorias y feliz bienaventuranza en el cielo con vuestro Hijo Jesús y vuestra esposa Santa María.

 

   ¡Oh mi buen Patriarca San José! Yo, inspirado en las enseñanzas de la Iglesia Santa y de sus Doctores y Teólogos, y en el sentido universal del pueblo cristiano, siento en mí una fuerza misteriosa, que me alienta y obliga a pediros y suplicaros y esperar me obtengáis de Dios la grande y extraordinaria gracia que voy a poner ante vuestra imagen y ante vuestro trono de bondad y poder en el cielo.

 

   Aquí, levantando el corazón a lo alto, se le pedirá al Santo, con amorosa instancia la gracia que se desea.

 

   Obtenedme también para los míos y los que me han pedido ruegue por ellos, todo cuanto desean y les es conveniente.

 

   San José rogad por nosotros; Para que seamos dignos de alcanzar las promesas de Jesucristo.

 

ORACIÓN.

 

   Oh Dios, que con inefable providencia te dignaste escoger al bienaventurado José por Esposo de tu Madre Santísima; concédenos que, pues le veneramos como protector en la tierra, merezcamos tenerle como intercesor en los cielos. Oh Dios, que vives y reinas en los siglos de los siglos. Amén