Dios nada nos envía,
dolores o consuelos, sin que sean de su parte una gracia amorosa. Y no siendo
toda gracia en sus misericordiosos designios más que un socorro puesto a
nuestra disposición para hacernos llegar á la santificación, y por ella a la
salvación, es evidente que las cruces así como los beneficios, deben hacernos
mejores, tendiendo a una vida más y más fecunda en obras de santidad.
Así lo comprendía Liduvina, y su corazón regado
con las aguas de la tribulación y vivificado por algunos rayos de alegría que
el cielo le enviaba, se embellecía de día en día semejante a un fértil jardín
en el cual las más suaves virtudes se abrían como otras tantas flores hermosas
y admirables. Contemplemos estas flores celestiales, estas espléndidas virtudes
de Liduvina, para embalsamar nuestra alma con su benéfico perfume.
Ya conocemos su pobreza, la cual era en ella
una virtud real y elevada, no como esa pobreza forzada impaciente, devorada de
pesares y codicias, insumisa, que siempre murmura y se queja. Era una pobreza aceptada
voluntariamente, llevada con gozo, bendita, amada, que formaba su dicha, y de
la cual no quería prescindir. A veces su penuria era extremada, y cuando le
decían, ¿os
falta alguna cosa? “Gracias a Dios, respondía,
a mí nada me falta” —Cómo le dijeron un día
con envidia unas mujeres que le oían dar esta respuesta: ¿por ventura no
sabemos bien que carecéis de todo? lo que
decís es una mentira culpable — “perdón,
hermanas mías, respondió la humilde sierva de Jesús, más yo creo decir con eso la
verdad, porque el ser rico es saber contentarse uno con lo que
tiene.
Es cierto que yo no tengo plata ni oro, ni las delicias de los que el mundo
llama dichosos; mas a lo menos tengo como ellos o tanto más que ellos la
abundancia de las miserias de la vida, y ésta es una abundancia, y una riqueza
como cualquiera otra, la cual me basta, y por lo que doy gracias a Dios de todo
mi corazón”.
Habiendo venido a visitarla un opulento
señor de Flandes, y ofreciéndole hacer construir para ella una hermosa casa en
lugar del triste aposento en que sentía verla tan mal alojada, la santa
respondió: No, hermano mío, os lo agradezco, Señor, mas no acepto vuestra oferta,
pues quiero morir en este aposento, y no tendré otra habitación mientras viva. ¡Oh!
añadió, sí alguno después de mi muerte quisiere transformar esta casa en un
hospital para los pobres, con toda mi alma bendigo tal obra, y pido a Dios que
la recompense liberalmente. Este buen deseo vino a ser como una profecía, que
después de la muerte de la virgen realizaba un médico tan piadoso como ilustre,
Guillermo, hijo del célebre Sonder - Dank.
“Vida
de Santa Liduvina”
Modelo
de enfermos.
1898
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