I.
La
mayor parte de los hombres se esfuerzan más por parecer cristianos y virtuosos
que por serlo en realidad. Se salvan las apariencias, se quiere contentar a los
hombres, pero uno no se toma mucho trabajo por contentar a Dios y la propia
conciencia. Se ordena el exterior y el alma está en desorden. ¡Desventurados!
Dios
nos ve tales cuales somos y no tales cuales queremos aparecer. Dios es quien
nos juzgará y no los hombres; no podemos engañarlo; nos engañamos a nosotros
mismos.
II.
¿Qué
pretendes con esa devoción de apariencia? ¿De qué te servirá la estima de los
hombres, si Dios te desprecia? Gratuitamente te
condenas; tienes toda la pena que los santos encontraron en el servicio de
Dios, no tienes sus consuelos en esta vida y no tendrás su recompensa en la
otra. ¿Qué
haréis, vosotros hipócritas, el día del juicio, cuando Dios dé a conocer
vuestros crímenes a todos los hombres y a todos los ángeles?
III.
A nadie juzgues por las apariencias; el rostro engaña a menudo. Tal parece
orgulloso y es muy humilde. A Dios sólo pertenece el penetrar los secretos del
corazón humano; interpreta las acciones de los demás como desearías que se
interpretaran las tuyas. Examina tus propios defectos y mira si no eres del
número de aquellos de que habla San
Cipriano,
que condenan en lo exterior aquello que hacen en lo interior; acusadores en
público y pecadores en secreto.
Huid
de la hipocresía.
Orad
por la conversión de los hipócritas.
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