I. Considera que por ti mismo nada eres y
que todavía estarías sepultado en la nada, si Dios, por un puro efecto de
bondad, no te hubiera llamado a la existencia. Considera, en segundo lugar, que
tus pecados han merecido el infierno, y ya estarías en él, si Dios no hubiera
tenido misericordia de ti. ¿Por qué, pues, te
quejas, si se te niegan los honores que ambicionas? Se te hace justicia
tratándote de este modo. ¡Oh hombre! conoce tu nada
y tu malicia. El más hermoso y el más útil
de todos los conocimientos es el de sí mismo; por él se llega al conocimiento
de Dios (San Clemente de Alejandría).
II. De estos dos
principios, que son la base de la verdadera humildad, hay que extraer dos
conclusiones: la primera, que debes recibir
con alegría todas las humillaciones que te acaezcan, porque no se te podría
estimar menos, ni tú colocarte más bajo de lo que mereces; la segunda, que debes tener horror por los honores
que se te tributen, porque sabes que no eres digno de ellos. Este pensamiento debe llevarte a evitar todas las
ocasiones en las que preveas que se te honrará: debe moverte a cerrar los ojos
sobre tus virtudes y tus méritos, para no considerar sino tu nada y tus
pecados. Los santos ignoran las virtudes de
que dan ejemplo (San Gregorio).
III. En
fin, cuando así te humillares no te imagines que has hecho gran cosa. Digas lo
que digas para humillarte, nunca dirás más que la verdad; y todavía no la dirás
enteramente. Hagas lo que hagas no harás más que tu
deber y siempre serás un servidor inútil.
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