Rosa
no desconocía las manifestaciones del mundo infernal: muchas veces había pelado ella con el diablo, al que llamaba sarnoso y
malagata. Una noche, mientras oraba en su celda, se le apareció el sarnoso
bajo la figura de un perrazo disforme y negrísimo que lanzaba fuego por las
narices y la boca: lo primero que intentó fue atemorizar a la virgen, dando
vueltas a su alrededor, lanzándole a la cara vahos de azufre y erizando su
pelambrera llameante, como dándole a entender que ya se lanzaba sobre ella;
pero Rosa, lejos de inquietarse, lo miraba con absoluto desprecio, no sin
decirse que el demonio, a pesar de ser un ángel, mucho había perdido de su
inteligencia en la caída, ya que imaginaba poder asustar con aquel ridículo
aparato de fuego y humo, no obstante el perro, al observar su fracaso, se lanzó
al fin sobre la niña, la derribó en tierra y se puso a tironearla como a un
trapo viejo; y entonces Rosa, más ofendida que asustada, pronunció las palabras
del salmista:
–– “no
entregues, Señor, a las crueles bestias del infierno el alma de los que te
confiesan y alaban”.
No bien el demonio hubo escuchado el
versículo, soltó a la niña y huyo ignominiosamente con el rabo entre las patas.
Tres cobardes agresiones del enemigo sufrió
después la virgen: Saliendo una vez del oratorio que había en cada de Don Gonzalo, recibió una bofetada de
manos invisibles que la hizo reír y presentar la otra mejilla; otra vez,
estando Rosa en lo de Doña Isabel Mejía,
el diablo, no atreviéndose a pelearla cara a cara, le tiro una piedra por
detrás y desde lejos; una tercera, viendo que nada lograba con la virgen, se
metió con sus libros, rompiéndoselos y tirándolos a lugares inmundos, hazaña
bien mediocre por cierto y que revelaba un gusto deplorable.
Tales escaramuzas no habrían afectado a
Rosa, si el demonio, pasando a mayores, no la hubiese ofendido una vez en su
honestidad. Atravesaba el huerto para dirigirse a su celda, cuando vió salir al
enemigo de entre las espesuras; no presentaba ninguna forma terrible, sino la
de un galán muy vistoso que con desagradable insistencia comenzó a cortejarla.
Extraño a Rosa ver un hombre en la huerta, y aún más oír sus galanteos dichos
con lengua torpe y ademanes insolentes; por lo cual, reconociendo al enemigo,
la niña voló a su refugio tomo una cadena de hierro y empezó a golpearse las
espaldas, no sin exhalar, entre lágrimas y sangre, las quejas que les inspiraba
el abandono de su Esposo místico, el cual si hubiera estado con ella no habría
permitido la consumación de aquel ultraje. En estas cavilaciones andaba, cuando
se le apareció Cristo diciéndole:
–– Oye, Rosa, ¿Piensas que si yo no hubiese
estado contigo habría alcanzado tan feliz victoria?
Fue aquél el único ataque del demonio hecho
a su honestidad, porque, renunciado a tan inútiles estratagemas, el enemigo
creyó emplearse mejor estorbando a Rosa en sus piadosos ejercicios. Tomando la
forma del sueño, gravitaba sobre sus parpados y la envolvía en celajes de
modorra, sobre todo al amanecer, cuando la niña iniciaba sus oraciones.
Entonces Rosa, con seguro instinto, lo sentía girar en torno suyo, y,
sustrayéndose a los lazos sutiles que le tendía, se aferraba a la gran cruz de
madera que tenía en su habitación o bien se colgaba de un garfio por los
cabellos, ante lo cual el maleficio desaparecía.
Pero su batalla más ruidosa fue la que
sostuvo con el diablo en la despensa del contador. Una anochecer, habiendo
concluido Rosa sus oraciones, subió a un aposento de la casa que por hallarse
retirado convenía mucho a sus deseos de soledad; lo encontró lleno de ratas que
a favor de la noche naciente salían a chillar, corriendo de un lado a otro; por
lo cual, renunciando a tan molesta compañía, Rosa descendió a la despensa de la
casa, un lugar espacioso y tranquilo donde amontonaban instrumentos de
vendimia, toneles y otros útiles del mismo género. No bien entro en la despensa
sintió de pronto que se le erizaban los cabellos, y que una presencia infernal
se escondía entre las apretadas sombras de aquel recinto. Comprendió entonces
que el sarnoso la esperaba, y, no queriendo rendirse al miedo, llamo a una
sirvienta para que le trajese un candil, lo tomo en sus manos la despidió
luego, no sin encomendarle el secreto y advertirle que no la llamasen a cenar.
Ya sola, y candil en mano, la niña cerró la puerta; oyó entonces como el diablo
hacia girar la llave, y rió en su alma. Pero el enemigo, lejos de acometerla,
se había metido luego en un canasto y desde allí armaba una batahola infernal,
sin duda con el propósito de asustarla. Visto lo cual, y desdeñosa de un
contendiente que llevaba su indignidad hasta el punto de refugiarse en un
canasto, Rosa entendió que la luz del candil era una ventaja indigna de ella y
que las leyes del honor le ordenaban pelear a oscuras con tal flojo enemigo.
Entonces apago la luz, creyendo que así la batalla no tardaría en entablarse;
pero ¡Qué!, el demonio no daba señales de querer abandonar su trinchera. Sin
ocultar su disgusto, Rosa comenzó a provocarlo:
––
¡Sal afuera, sarnoso, que aquí te espero! ¡Comienza la batalla! ¿Cómo, no
sales? ¿Qué cobardía es la tuya?
Por más indigno que fuese, el demonio
recordó entonces que alguna vez había sido un ángel y oyendo tamañas ofensas no
las pudo sufrir, máxime al reflexionar que venían de una doncella sin más armas
que un candelero apagado. Salió al final de su escondite, y, bajo la forma de
un gigante, se lanzó a la pelea, tomando a la niña por los hombros,
estrujándola, clavándole sus púas de erizo y arrojándola de un lado al otro
como una pelota. Sin embargo, cuanto más la golpeaba, más alegre y entera
sentíase Rosa en el castillo de su alma; por lo cual, despacho y rabioso, el
gigante se hubiese dado al diablo sino fuera el mismo. La lucha duró largar
horas, al cabo de las cuales Doña María de Usategui, buscando a Rosa, supo que
se hallaba en la despensa desde el anochecer; se dirigió a ese lugar, abrió la
puerta con sus llaves aguardó aún; y casi a medianoche vió salir a la niña,
jadeante, sí, pero trayendo en sus ojos el resplandor de la victoria. Al día
siguiente, como Doña María, le instase a ello, Rosa contó los pormenores de su
batalla con el diablo.
Hemos referido estos encuentros de la virgen
con las potencias demoníacas para demostrar que no intervenía su temor en
aquellos ponientes del sol divino que afligieron a Rosa durante quince años y
una vez al día. Lo que más le atormentaba no era el poder de las tinieblas en
que caía, sino la viudedad en la que dejaba el cielo al arrebatarle la visión
de su Amado. Inútilmente cambiaba de confesores; algunos atribuían sus congojas
a delirios de la imaginación, otros a la violencia de sus mortificaciones y los
sabios a inexplicables efectos de mística. Sólo después, cuando se sometió al
examen del Dr. Castillo, varón ilustre,
gran teólogo y excelente metafísico, supo Rosa que sus vías eran seguras y que
aquella sucesión de amaneceres y anocheceres divinos acabaría sólo cuando,
enajenada de su envoltura mortal, descansase al fin en el eterno mediodía del
Esposo.
“VIDA
DE SANTA ROSA DE LIMA”
Leopoldo
Marechal (año 1945)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.