Entre las numerosas
maquinaciones y medios por los cuales los enemigos del nombre cristiano se
atrevieron a atacar a la iglesia de Dios, e intentaron aunque en vano,
derribarla y destruirla, hay que contar, sin lugar a duda, a aquella sociedad
perversa de varones, llamada vulgarmente “masónica”,
la cual, encerrada primero en las tinieblas y la
oscuridad, acabó luego por salir a la luz, para la ruina común de la Religión y
de la Sociedad humana.
Apenas Nuestros antecesores, los Pontífices
Romanos, fieles a su oficio pastoral, descubrieron sus trampas y sus fraudes,
juzgaron que no había momento que perder para reprimir, por su autoridad,
condenar y exterminar como con una espada, esta Secta
criminal que ataca tanto las cosas santas como las públicas.
Por eso Nuestro antecesor Clemente XII, por sus Cartas Apostólicas,
proscribió y reprobó esta Secta y prohibió a todos los fieles, no sólo de
asociarse a ella, sino también de propagarla y fomentarla de cualquier modo que
fuera, bajo pena de excomunión reservada al Pontífice. Benedicto
XIV confirmó por su Constitución esta justa y legítima sentencia de
condenación y no dejó de exhortar a los Soberanos católicos a dedicar todas sus
fuerzas y toda su solicitud para reprimir esta Secta profundamente perversa y
en defender a la Sociedad contra el peligro común.
Dejadez
de los gobernantes civiles en la defensa de la Sociedad contra las Sectas
secretas.
¡Pluguiera a Dios que
los monarcas hubieran escuchado las palabras de Nuestro antecesor! ¡Pluguiera a
Dios que, en asunto tan grave, hubieran actuado con menos dejadez! Por cierto,
no hubiéramos tenido entonces (ni
tampoco nuestros padres) que deplorar tantos movimientos sediciosos, tantas
guerras incendiarias que pusieron fuego a Europa entera, ni tantas plagas
amargas que afligieron y todavía siguen afligiendo a la Iglesia.
Pero como estaba lejos de aplacarse el furor
de los malvados, Pío VII, Nuestro antecesor,
anatemizó una Secta de origen reciente, el
Carbonarismo, que se había propagado
sobre todo en Italia, donde había logrado gran número de adeptos; y León XII, inflamando del mismo amor a las almas,
condenó por sus Cartas Apostólicas, no sólo las Sociedades secretas que
acabamos de mencionar, sino también todas las demás, cualquiera sea su nombre,
que conspiraban contra la Iglesia y el Poder civil, y las prohibió severamente
a todos los fieles bajo pena de excomunión.
Sin embargo, estos esfuerzos de la Sede
Apostólica no lograron el éxito esperado. La Secta
masónica de la que hablamos no fue ni vencida ni derribada: por el contrario,
se ha desarrollado hasta que, en estos días difíciles, se muestra por todas
partes con impunidad y levanta la frente más audazmente que nunca. Por
tanto hemos juzgado necesario volver sobre este tema, puesto que en razón de la
ignorancia en que tal vez se está de los
culpables designios que se agitan en
estas reuniones clandestinas, se podría pensar equivocadamente que la
naturaleza de esta sociedad es inofensiva, que esta institución no tiene otra
meta que la de socorrer a los hombres y ayudarlos en la adversidad; por fin,
que no hay nada que temer de ella en relación a la Iglesia de Dios.
Sin embargo, ¿quién no advierte cuánto se aleja
semejante idea de la verdad? ¿Qué pretende pues esta asociación de hombres de
toda religión y de toda creencia? ¿Por qué estas reuniones clandestinas y este
juramento tan riguroso exigido a los iniciados, los cuáles se comprometen, a no
revelar nada de lo que a ella se refiera? ¿Y por qué esta espantosa severidad
de los castigos a los cuales se someten los iniciados, en el caso de que falten
a la fe del juramento? Por cierto tiene que ser impía y criminal una sociedad
que huye así del día y de la luz; pues el que actúa mal, dice el Apóstol, odia
la luz.
Entre los católicos, “nada hay escondido, nada secreto”
¡Cuánto difieren de aquella asociación, las
piadosas sociedades de los fieles que florecen en la Iglesia Católica! En ella,
nada hay escondido, nada secreto. Las reglas que la rigen están a la vista de
todos; y todos pueden ver también las obras de caridad practicadas según la
doctrina del Evangelio.
Por eso, hemos visto con dolor a sociedades
católicas de este tipo, tan saludables, tan apropiadas para excitar la piedad y
ayudar a los pobres, ser atacadas e incluso destruidas en ciertos lugares, mientras que por el contrario, se fomenta, o al menos se
tolera, la tenebrosa Sociedad masónica, tan enemiga de Dios y de la Iglesia,
tan peligrosa aun para la seguridad de los reinos.
Amargura
y dolor de Pío IX
Sentimos, Venerables Hermanos, amargura y
dolor al ver que, cuando se trata de reprobar esta Secta conforme a las Constituciones
de Nuestros antecesores, varios de aquellos a quienes sus oficios y el deber de
su cargo, tendrían que estar llenos de vigilancia y de ardor en un tema tan
grave, se muestran indiferentes y de algún modo dormidos.
Por
cierto están en un grandísimo error los que piensan que las Constituciones
Apostólicas publicadas bajo pena de anatema contra las Sectas ocultas, sus
adeptos y propagadores, no tiene ninguna fuerza en los países en los cuales
dichas Sectas están toleradas por la autoridad civil.
Como lo sabéis, Venerables Hermanos, ya
hemos reprobado esta falsa y mala doctrina; y hoy la reprobamos y condenamos
nuevamente...
Pío IX
condena nuevamente “las Sectas secretas”
Ante esta situación, por miedo a que hombres
imprudentes, sobre todo la juventud, se dejen extraviar, y para que Nuestro
silencio no dé lugar a nadie a proteger el error, hemos resuelto, Venerables
Hermanos, alzar Nuestra voz apostólica; y confirmando
aquí, entre Vosotros, las Constituciones de Nuestros antecesores, por Nuestra
autoridad apostólica, reprobamos y condenamos esta Sociedad masónica y las
demás del mismo tipo que, aunque difieran en apariencia se forman todos los
días con la misma meta , y conspiran, ya abiertamente, ya clandestinamente,
contra la Iglesia o los poderes legítimos; y ordenamos a todos los Cristianos,
de toda condición, de todo rango, de toda dignidad y de todo país, bajo las
mismas penas especificadas en las Constituciones anteriores de Nuestros
antecesores, considerar estas mismas Sociedades como proscriptas y reprobadas
por Nos.
Ahora, para satisfacer los votos y la
solicitud de Nuestro corazón paternal, no Nos queda
más que advertir y exhortar a los fieles que se hubieran asociado a Sectas de
este tipo, que obedezcan a inspiraciones más sabias y abandonen estos
conciliábulos funestos para que no sean arrastrados al abismo de la ruina
eterna.
En cuanto a los demás fieles, lleno de
solicitud por las almas, los exhortamos con mucha
firmeza a mantenerse en guarda contra los pérfidos discursos de los sectarios,
quienes, bajo un exterior honesto, son inflamados de un odio ardiente contra la
Religión de Cristo y la autoridad legítima, y que no tiene sino un único
pensamiento, como un único fin, a saber, aniquilar todos los derechos divinos y
humanos. Que sepan bien que los afiliados a
estas Sectas son como los lobos que Nuestro Señor Jesucristo predijo que habían
de venir, cubiertos de piel de ovejas para devorar al rebaño. Que sepan que hay que
contarlos en el número de los que el Apóstol nos prohibió tener sociedad y trato con ellos, al punto que vedó
terminantemente que aún se les dijera “ave” (saludos).
¡Dios, rico en misericordia, escuchando las
oraciones de todos nosotros, haga que, con la ayuda de su gracia, los
insensatos vuelvan a la razón y que los extraviados retornen al sendero de la
justicia! Reprimiendo Dios los furores de los hombres depravados que, por medio
de dichas sociedades, preparan actos impíos y criminales, puedan la Iglesia y
la sociedad humana descansar un poco de males tan numerosos e inveterados.
Y a fin de que Nuestros deseos sean
escuchados, recemos también a Nuestra abogada ante
el Dios clementísimo, la Santísima Virgen, Su Madre inmaculada desde su origen,
a quien le fue dado el aplastar a los enemigos de la Iglesia y a los monstruos
de los errores. Imploremos también el amparo de los Bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo, por cuya sangre gloriosa
esta noble ciudad fue consagrada... Nos, confiamos que con su ayuda y
asistencia, obtendremos más fácilmente lo que pedimos a la bondad divina...
S.S. Papa
Pío IX. Roma, 25 de septiembre de 1865.
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