sábado, 2 de noviembre de 2019

Charla entre un joven sacerdote y un viejo Misionero (sobre la confesión y como confesar)





NUESTRA NOTA: Esta obra toca (entre otras), talvez, unos de los problemas más grandes, tanto para el penitente, como para el confesor a saber: Callar deliberadamente pecados mortales por vergüenza. Por lo que el remedio se convierte en veneno mortal: La confesion sacrílega. Hasta llegar incluso a la comunión sacrílega por pensar que se está en estado de gracia.

   Un joven sacerdote, profesor en una facultad de Teología, platicaba un día con un venerable Misionero, encanecido en las lides y fatigas del apostolado. Los dos interlocutores, aunque muy distanciados entre sí por su edad y habituales ocupaciones, sentían en el corazón una pasión común: el amor de las almas redimidas por Jesucristo. El uno experimentaba los primeros ímpetus de un celo impaciente y ardía en deseos de entregarse a las labores del apostolado; pero aún le faltaba la necesaria experiencia. El otro, por el contrario, poseía a fondo la ciencia práctica del gobierno de las almas, y le eran perfectamente conocidos los más recónditos secretos de este “Arte de las Artes” (San Gregorio el grande).

   VIEJO MISIONERO: —¿Queréis, dice el anciano, que os descubra un medio de librar del pecado y de la muerte eterna a muchos infelices pecadores?

   JOVEN SACERDOTE: —Sí; os lo ruego.

   VM: —Pues bien; este medio consiste en que os persuadáis, desde luego, que muchas personas callan pecados en sus confesiones ordinarias.

   JS: —Padre, no lo puedo creer. Si esto que decís fuera verdad, los Teólogos y los Moralistas me lo hubiesen enseñado; mis maestros en la Ciencia sagrada me lo hubiesen ya advertido. Pero, hasta ahora, ni lo he oído, ni lo he leído.

   VM: —No hay que maravillarse de que ni los Teólogos ni los Moralistas hayan tratado a fondo esta cuestión, que, después de todo, más pertenece a la experiencia que a la teoría; pero puedo aseguraros, y os aseguro, que el hecho es incontestable. Los más grandes Santos lo afirman en sus escritos; los más célebres Misioneros la afirman también... y si me fuera dado unir mi testimonio personal al de estos ilustres personajes, os diría que, después de las treinta mil confesiones generales que llevo oídas me es absolutamente imposible abrigar la menor duda en este punto.

   JS: —Pero ¿cómo un hecho de tamaña trascendencia—si existe—no ha sido denunciado antes de ahora?
   VM: —Porque muchos lo ignoran y no pocos lo ponen en tela de juicio. Por otra parte, es hecho cierto, que estas cosas prácticas se leen, sin que llamen la atención, y se oyen, sin comprenderlas bien. A menudo, sólo la experiencia personal puede abrir los ojos. De aquí el clásico aforismo de los antiguos que, a este propósito, decían: Nulla intelligentia sine praxi.

   JS: —Bueno, pero ¿qué interés puede tener nadie en ocultar pecados en la confesión?, cuando, precisamente, va a confesarlos, para obtener el perdón de ellos.

   VM: —Que ¿qué interés? ¡Ay! el interés que tiene la naturaleza humana, después de las derrotas del Paraíso terrenal, en disimular y esconder sus vergüenzas é ignominias. Sin duda, que, lejos de ganar nada, pierde mucho en estos amaños y astucias de que se vale para mentir; pero es lo cierto que miente, sea por un cierto instinto de bajeza y ruindad, sea por los engañosos y falaces cálculos que hace Es preciso también tener en cuenta la acción del demonio, de quien un Santo Padre ha dicho: “que primero pone en Las almas una criminal audacia para inducirlas al pecado y que después las inspira vergüenza para estorbar que de él se acusen”.(San Juan Crisóstomo).

   JS: —Padre, ya no me atrevo a contradeciros más; pero, antes de dar por entero mi asentimiento a una afirmación de tan notoria gravedad, como esa que mantenéis, permítaseme pediros pruebas en mayor abundancia, las cuales—os lo declaro con sinceridad—no han de convencerme, sino a trueque de que sean sólidas é irrefutables.

   Es preciso lo manifestemos ante todo. Las pedidas pruebas se adujeron y, por cierto, con lealtad y en abundancia tanta, que la más plena persuasión y hondo convencimiento sucedieron en el joven sacerdote a su primera incredulidad, rayana, como se ha visto, en obstinación. Por eso, toma hoy la pluma para defender resueltamente lo que un día rechazara como una gran exageración. Pero ¿está suficientemente motivado este cambio de opinión? El lector lo juzgará, porque, en este modesto trabajo, hemos de presentarle todos los argumentos que se desenvolvieron y razones que se discutieron en estas pláticas y conversaciones.


   La primera lección fué, en efecto, seguida de otras muchas. Conocida la existencia del mal, era menester pensar en los remedios. ¿Cómo impedir y prevenir, en lo posible, la falta de sinceridad en el tribunal de la Penitencia?...¿Cómo socorrer a las pobres almas en trance tan apretado y contra una tan funesta tentación?...¿Cómo ayudarlas a librarse del peso de sus más secretos pecados, mediante una confesión íntegra y sincera, que, para ellas, es el único medio de salud?...

   Para responder a todas estas cuestiones, el buen Misionero nos inició en todas sus industrias. Estas constituían un Método completo y razonado, cuya base y fundamento era la autoridad incontestable de los hombres de Dios más competentes en esta materia. El autor de estas páginas se cree en el deber de declarar que, después de haber escuchado todo y examinándolo atentamente, sometió a la prueba de su experiencia personal esta teoría, cuyo valor y eficacia quiso por sí mismo comprobar. Los resultados obtenidos no le permiten la menor duda en este punto.

   En esta modesta obra se propone el autor llevar a las almas de sus hermanos en el sacerdocio el mismo convencimiento, para moverlos a adoptar los propios procedimientos o industrias. No tiene otra pretensión que la de reunir en un haz más apretado y luminoso algunas importantísimas observaciones, que, a menudo, se han escapado a la atención de los más celebrados ingenios, precisamente porque estaban esparcidas y diseminadas en las obras de los Grandes Maestros de la ciencia práctica.

   Principalmente los sacerdotes jóvenes podrán sacar de esta obra gran provecho y utilidad, porque no pueden ignorar que, según San Francisco de Sales, el ministerio de la confesión es el más principal y el más difícil de todos: Omnium máximum et diffillimum. Apoyándose en esta grave autoridad, apostrofa con vehemencia San Alfonso María de Ligorio, a todos esos imprudentes, que presumen de resolver todas las cuestiones, porque han adquirido en las escuelas un conocimiento, más o menos ligero, de los principios generales de la Moral Casuística.

   La ciencia especulativa, por grande que se la suponga en un hombre, nunca es suficiente. Acontece aún, añade el Santo Doctor y que los más profundos Teólogos son, a veces los más inexpertos en la práctica del gobierno de las almas.

   Después de todo, no hay en esto nada que no sea muy natural. Teoría y práctica son dos cosas bien diferentes; y no es más fácil y hacedero improvisar un confesor, que un médico. Pero ya que, una vez estudiados los principios en los libros, es menester, un día u otro, comenzar a practicarlos y ponerlos por obra, la razón aconseja y la prudencia y discreción exigen al principiante, siga escrupulosamente la senda trazada por los más hábiles y expertos.

   Y con estas palabras, hábiles y expertas no aludimos aquí tanto a los doctos teólogos, cuanto a los confesores experimentados, que bien pueden ser llamados los Grandes Empíricos de la Confesión.

   Acaso este pequeño libro suscitará algunas objeciones; pero las hemos ya previsto, y no nos parecen de tanta solidez y fuerza de convicción, que nos impongan silencio.

   Si el mal existe, si está derramado universalmente, como lo atestiguan irrevocables testimonios, ni el asombro, ni los lamentos, ni las recriminaciones serán poderosos a detenerlo en la perpetración de sus estragos secretos. De todos modos, parece, por lo menos, que nadie debería ser osado a censurar al médico que se impone el deber de señalarlo y de excogitar los remedios. ¿Habrá quien se atreva a tomar a cargo de su conciencia, no ya el dejar que las cosas marchen de mal en peor, sino el exigir que nadie se preocupe de ello en adelante? Creemos que no.

   Tanto más, cuanto que aquí se trata de la salvación de las almas, es decir, del cielo o del infierno, de una eternidad feliz o desgraciada. Por esto, una solicitud o diligencia, que, en otros casos, pudiera parecer exagerada, no es en este sino un sagrado deber de todo sacerdote de Jesucristo.

   Por tanto, marchando a la luz y bajo la dirección de los Grandes Maestros, estableceremos, desde luego, la existencia del mal es decir, la falsa vergüenza de los penitentes. Después, buscaremos la aplicación del remedio más eficaz que, a lo que parece, consiste en una interrogación prudente y hábil hecha por el Confesor. Últimamente, trataremos de ciertos preservativos o medios los más indicados y conducentes, para hacer que el mal sea menos frecuente o de más fácil curación.

   Se nos preguntará, sin duda, por qué en esta obra hemos preferido la lengua vulgar al latín. Y respondemos que por ser a la vez más fáciles y mejor comprendidos. Los Santos mismos han escrito la mayor parte de estos libros en lengua vulgar.

   Por lo demás, nos reservaremos el recurrir al latín, cuando así nos lo demanden razones de conveniencia o de prudencia.


“LA CONFESION” ARS ARTIUM. Según los grandes maestros. Por el  R. P. J. ZELLE, S. J. (Misionero y profesor de teología).

AÑO 1899.




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