domingo, 10 de noviembre de 2019

EL MAL “LA FALSA VERGÜENZA” (Lectura llena de consejos de Santos, útiles para confesores y penitentes)






“La vergüenza estorba a muchos de estos buenos campesinos a confesar todos sus pecados a sus sacerdotes, lo que les tiene en estado de eterna condenación”. (San Vicente de Paúl).

“Los que tienen un poco de experiencia saben perfectamente qne esta maldita vergüenza puebla de condenados el infierno”, (San Alfonso M. de Ligorio).

“La experiencia ha enseñado a todos harto por demás, que la mayor parte de los cristianos se condenan por defectos esenciales en sus confesiones ordinarias”. (P. Brydaine. — Vida, por el abate Carrón).

“Predicad a menudo contra las confesiones sacrílegas, porque Dios me ha revelado que la mayor parte de los cristianos que se condenan, es a causa de confesiones mal hechas”. (Santa Teresa, citada por Segneri y Mach).

LOS GRANDES SANTOS MODERNOS.

Siglos XVI y XVII.

  
   ¿Es verdad que un número más o menos considerable de penitentes callan por falsa vergüenza o rubor, u otro parecido motivo, sus pecados en confesión? A esta pregunta respondemos sin vacilaciones y resueltamente: Sí; es verdad.

   Evidentemente, no basta consignar aquí esta afirmación: es necesario probarla. Pues bien; entendiendo que sólo la autoridad de los hombres más experimentados en el gobierno y dirección de las almas puede sólidamente establecerla, no recurriremos a otros, sino a ellos, en demanda de nuestras pruebas.

   Para resolver la cuestión, sería cosa fácil y hacedera aducir testimonios anteriores a la época llamada moderna. Los Padres de la Iglesia, desde los primeros siglos del cristianismo, han tocado a menudo este punto que nos ocupa, y afirmado el hecho de la falsa vergüenza.

   Tertuliano, a principios del siglo III, exclamaba con toda la vehemencia que le era peculiar: “Grandes son los medros y ventajas que a la vergüenza proporciona el ocultar los propios pecados Acaso, porque hayamos sabido encubrir nuestras faltas a los hombres ¿podremos también encubrírselas a Dios?... ¿Es, acaso, mejor condenarnos por haber disimulado, que ser absueltos mediante una sincera confesión?”

   Doscientos años más tarde, San Agustín truena contra este mismo crimen. “Serás condenado, dice, por tu silencio, cuando pudieras salvarte con la confesión”.

   A estas citas, que nos sería fácil multiplicar, se opondrá quizá como objeción el profundo cambio y mudanza que se ha operado, así en las instituciones, como en las costumbres; pero, a decir verdad, esta objeción más es aparente, que real; más parece especioso sofisma, que argumento sólido y bien fundado en razón. En efecto, aquí se trata de un vicio inherente a la decaída naturaleza humana, y sabido es que, salvo ligeras diferencias de matiz la naturaleza humana es siempre la misma en todos los tiempos y bajo todas las latitudes.

   Pero, sea de esto lo que quiera, nosotros nos limitaremos a los tiempos modernos, citando con preferencia los testimonios de los Santos, cuya fecha de canonización es más próxima a nuestra época. Y nótese bien, que de estos ilustres personajes, unos han sido fundadores de Institutos apostólicos; otros son honrados con el título y dictado de Doctores de la Iglesia; y todos, finalmente, son tales, que conquistaron la aureola de la santidad en el ejercicio no interrumpido y, por ventura, harto prolongado del ministerio de las almas, bajo el triple concepto y calidad de apóstoles, misioneros y confesores.

   Viniendo de tales fuentes, un sólo texto, de ser claro y preciso, tendría garantizado su valor y merecería atención. Ahora bien; siendo esto así, como lo es, ¿qué deberá pensarse y entenderse, si todos unánimes asientan de consuno esta proposición: a menudo se callan pecados en el Santo Tribunal de la Penitencia? Cuando tales personajes, todos de común acuerdo, afirman una misma verdad experimental, ¿quién osará contradecirles? En nuestro humilde entender, un adversario así daría pruebas inequívocas, cuando no de otra cosa, de vana arrogancia e insensata presunción.

   Cuando se piensa en la mucha cautela, tino y discreción que se recomienda en esta tan delicada materia, es preciso reconocer en las palabras que estos hombres de Dios han dejado escapar de sus labios, o de sus plumas, el grito de espanto de un celo ardiente, que no han podido reprimir al denunciar una tan grande e inmensa desventura. Al tratar de esta materia, mientras, por una parte, toman toda clase de precauciones y cautelas, por otra, hablan en un tono y se expresan en un estilo tales, que denotan bien ostensiblemente la profunda emoción que embarga sus almas ante este misterio de iniquidad... ¡Tantos sacrilegios cometidos!... ¡Tantas almas condenadas por obra y gracia de este falso y maldito rubor, por obra y efecto de esta criminal vergüenza!...

   Y no hay por qué decir, pues es cosa llana y evidente, que este conocimiento es sólo fruto de una experiencia puramente humana, sí que también el resultado de gracias especiales y de luces e inspiraciones sobrenaturales; porque estos Santos, a quienes aquí aludimos y que luego citaremos largamente, poseyeron, y a menudo en grado eminente, el don de penetrar en las interioridades de las conciencias y leer en lo más profundo de los corazones.

   De intento, hemos escogido las más convincentes autoridades, cuyo número fácilmente hubiéramos podido multiplicar, si no hubiésemos preferido, a la vanidad de parecer eruditos, el mérito de ser claros y concisos en lo posible. Por lo demás, el lector que desee instruirse y, sobre todo, edificarse más, recurra a las obras que en el decurso de la presente citamos.

Por otra parte, asentado que hayamos, como cosa cierta y averiguada, que muchos penitentes se dejan vencer del falso rubor o vergüenza, nuestro intento es hablar en términos generales, como lo hicieron los Santos, sin fijar ni concretar cosa alguna más en particular y por menudo, que lo hicieron ellos. Los propios Santos nos servirán de guías y directores, cuando nos sea forzoso descender a más precisos detalles y sondear más íntimamente alguna cuestión.

   Abramos, pues, la serie de esta ilustre y gloriosa galería de Santos y de sabios, comenzando por San Francisco Javier (1506 - 1560) quien, después de haber ejercido con tanto fruto como aplauso el ministerio de las almas en Europa, llegó a ser el incomparable apóstol de las Indias y del Japón. Como a todos es notorio, San Francisco Javier fué el más ilustre de los compañeros de San Ignacio de Loyola, y es fama que convirtió y redujo a la fe un número casi incalculable de infieles y pecadores.

   Pues bien, he aquí lo que escribe en una carta de “Instrucciones prácticas, dirigida al P. Gaspar Barzée”. “Hay muchas personas a quienes el demonio inspira un tan fuerte rubor y vergüenza de sus vicios y pecados, que, por sí solas, serían incapaces de hacer una confesión tan completa como juzgaría de necesidad el confesor. A otras, y con el propio intento, inspira el demonio gran cobardía y descorazonamiento, y las llena de desesperación. Con todas estas personas, es preciso adoptar temperamentos de suma dulzura y amabilidad.”

   Más adelante, en la misma carta, leemos esto que sigue: “Hay algunos que, a causa de la debilidad de su edad o de su sexo, suelen ser vivamente tentados de sonrojo en declarar los vergonzosos desórdenes carnales en que se revolcaron. Si os halláis con esta clase de pecadores, prevenidlos con bondad, recordándoles que no son ellos ni los únicos ni los primeros, que en este impuro fango cayeron; y que habéis conocido pecados del mismo género, más graves y, según todas las apariencias, más enormes que los que ellos temen expresar....—Creedme, algunas veces, a fin de librar las almas de una vergüenza que llegaría a serles fatal, y de desatar la lengua de estas pobres víctimas, encadenadas por la malicia del demonio, es necesario algo más. Con efecto, conviene descubrirles, siquiera sea someramente y de una manera general, las propias miserias de nuestra vida pasada, si este remedio es necesario para obtener la indispensable confesión de los pecados que, de otro modo, nos los habrían de ocultar para su eterna condenación. Bien veo, que este medio es un tanto difícil y penoso para el confesor; pero ¿qué penas ni dificultades habrá que rehúya y de sí aleje el verdadero y ardiente amor de Dios, cuando son prenda y garantía de la salvación de las almas, redimidas por la sangre de Jesucristo?

   Esta última reflexión del gran apóstol, ya que no la practiquemos, por lo menos, siempre nos hará admirar la generosa industria y piadoso ardid, que en ella propone; ardid e industria, que, por lo demás, han sido recomendados y practicados por otros muchos Santos, como medio eficacísimo de obtener ciertas difíciles confesiones.

   San Carlos Borromeo, (1538-1584) el ilustre Cardenal arzobispo de Milán, debe ser citado en esta galería después de San Francisco Javier. Ningún hombre, en el siglo XVI, ejerció en la Iglesia una influencia más general ni más profunda, ni demostró un celo más ilustrado y ardiente. Bajo el título de Instrucciones a los Confesores, compuso un tratado magistral, que siempre gozó de mucho prestigio y autoridad, sobre el modo de administrar el Sacramento de la Penitencia. De él tomamos los siguientes párrafos, acomodados y pertinentes a nuestra tesis. “Y porque hay mucho descuido en hacer, como es debido, la confesión, principalmente en el tiempo en que la persona no vive en el temor de Dios y tiene poco o ningún cuidado de su alma, de modo que se confiesa más por costumbre y rutina, que por el conocimiento que tiene de sus pecados y deseo de enmendarse, en todo caso, por la gran utilidad y medro espiritual que se saca de las confesiones generales, sobre todo en los comienzos en que el hombre se resuelve de veras a enmendarse y volver a Dios, los confesores deberán, según la calidad de la persona, y en tiempo y lugar, exhortar a los penitentes a que hagan una confesión general, para que, por medio de ella, representándoseles ante los ojos toda su vida pasada, se conviertan con mayor fervor a Dios y reparen así todos los defectos que hubieren tenido sus precedentes”. Como se ve, el gran arzobispo de Milán recomienda la confesión general porque las más de las veces uno se confiesa más por costumbre y rutina, que por el conocimiento que tiene de sus pecados y deseo de enmendarse. En otros términos, el Santo nos dice que las requeridas disposiciones de integridad y contrición faltan en no pocos penitentes. Lo cual es lo único que, por el momento, queremos dejar asentado.


   Por este mismo tiempo vivía en Roma un celebérrimo confesor, un benemérito director de almas, gran santo y siervo de Dios, que, en estas materias, formó escuela aparte. Nos referimos a San Felipe Neri, (1515 –1595) fundador de la Congregación del Oratorio. Su autoridad es de gran peso en la presente cuestión. Desgraciadamente, nada dejó escrito de esta materia. Por tanto, nos vemos reducidos a consultar su historia y a recoger su espíritu y tradiciones entre los que fueron sus sucesores y discípulos. Después de todo, también los hechos tienen su elocuencia, tanto o más convincente que la de las palabras.

   Pues bien; los graves y sesudos Bolandistas aseguran en varios lugares de su vida, y con múltiples hechos lo acreditan, que el santo confesor poseía el maravilloso don de leer en las conciencias los pecados que a menudo, dicen, se le callaban. Aquí es un joven que pasa en silencio sus graves impurezas; pero Felipe le reprende con dulzura, describiéndole minuciosamente el horrible cuadro de su licenciosa vida; y así, el pecador queda vencido y convertido.

   Allí es una penitente, de la especie de falsas “devotas o beatas”, que, habiendo visto elevarse de la tierra a su director mientras celebraba el santo sacrificio de la misa, ha osado atribuir el milagroso fenómeno a posesión diabólica. El día que lo tenía por costumbre, viene a confesarse la tal “devota”; pero le falta valor para acusarse de este grave juicio temerario. “Vamos, tonta, le dice el Santo con su acostumbrado buen humor, añade, pues, que has hablado mal de mí”.

   El hagiógrafo, después de referir esta anécdota, pone una nota que prueba que los casos del falso rubor son, desgraciadamente, harto frecuentes. “Son muchos, dice, y casi innumerables, aquellos cuyos pecados más ocultos y tentaciones más íntimas y recónditas había conocido Felipe por revelación.”

   Existe, además, un libro titulado Escuela de San Felipe Neri. La edición inglesa, que tenemos a la vista, ha sido publicada por el célebre Oratoriano W. Faber, quien asegura en su prefacio que la obra original de don José Crispino La Scuola del gran Maestro di Spiritu S. Filippo Neri, está compuesta con doctrina tomada de las mejores fuentes, según el verdadero espíritu del Santo y de su Congregación.

   En la lección XVI, bajo el título de Avisos a los Confesores durante las confesiones se leen observaciones llenas de sabiduría, entre las cuales recomendamos las siguientes: “El confesor no siempre debe entender que ha satisfecho a su obligación,  porque ha dirigido al penitente esta pregunta: ¿Tiene algo más que decirme?... ¿Tiene alguna otra cosa más de que acusarse?... Estas palabras, así repetidas, denotan a menudo, más que otra cosa, el aburrimiento y fastidio que siente el confesor, que, por el contrario, debería estar armado de una gran caridad, cuya inseparable compañera es la paciencia.

   Por eso San Felipe Neri, que por experiencia sabía se callaban a menudo pecados en confesión, interrogaba a sus penitentes con dulzura y bondad.

   Algunas líneas más adelante añade el autor: “Cuando con estos buenos modos y blandas y comedidas maneras haya dispuesto bien el confesor a sus penitentes, principalmente a los tímidos y vergonzos, para la confesión de sus pecados, debe entender no ha conseguido nada, mientras no obtenga el número de los pecados cometidos.”

   Es tradición entre los Padres de la Congregación del Oratorio, que San Felipe, cuando, por medio de piadosas violencias reducían a estas personas vergonzosas de sus pecados a confesarlos, no requería de ellas precisamente el número de veces que hubieren cometido este o el otro pecado; sino que enunciaba él mismo una cifra exagerada, por ejemplo, treinta, cuarenta veces... Entonces el penitente, entendiendo que de sus pecados se había formado el confesor una idea harto mayor que la realidad, confesaba el número exacto, que siempre resultaba ser bastante inferior al que en un principio se había enunciado.

   Si estas industrias son admirables, no son inútiles para ayudar a los pobres pecadores a acusarse como es debido. Por lo menos, los Santos, nuestros maestros y modelos, así lo han practicado y entendido siempre; y el modo de pensar y de obrar de los Santos debe colocarse siempre fuera del alcance de toda crítica.

   La vida de San Vicente de Paúl (1576-1660) nos suministrará una nueva y no menos sorprendente prueba del hecho en cuestión, es decir, de la existencia de la falsa vergüenza. El abate Maynard cuenta cómo el apóstol de la caridad se decidió a fundar la sociedad de los Padres de la Misión, precisamente con el fin de acudir con el remedio a las malas confesiones.

   “Hemos llegado, escribe, a una de las circunstancias más decisivas de la vida del Santo. A principios del 1617 hallábase el Santo con el general Gondi en el castillo de Folleville, diócesis de Amiens, cuando le llamaron al pequeño lugar de Gannes para confesar a un labriego enfermo, que pedía sus auxilios para morir en paz. En opinión de todos, aquel labriego era un excelente sujeto; pero en la presencia de Dios era un alma que el falso rubor había encadenado al mal desde asaz largos años. Vicente se le acerca y con su acostumbrada dulzura y prudencia tienta las llagas de aquella conciencia, y descubierto que hubo el punto delicado, propone al paciente la operación de una confesión general. Nuestro hombre la acepta, y queda a un mismo tiempo libre de la enfermedad y de su causa, y curado de sus remordimientos y de su falsa vergüenza: los tres días que aún vivió no cesó de hacer públicamente su confesión.”

   “¡Ah! señora — exclaman una de estas, dirigiéndose en presencia de toda la gente del lugar a la condesa de Joigny — de no haber hecho esta confesión general, yo me hubiera condenado, por causa de algunos pecados mortales que nunca me había atrevido a confesar. Todos estaban edificados y loaban a Dios; sólo la condesa de Joigny permanecía triste y silenciosa, cuando volviéndose súbitamente a Vicente de Paul, dice: — “¡Ah! Señor, ¿y qué es esto que acabamos de oír?... ¡Cuánto es de temer suceda lo propio con la mayor parte de estas pobres gentes! ¡Oh! ¡Si ese a quien se tenía por un hombre de bien estaba en estado de eterna condenación, ¿qué será ya de los otros que viven peor que él? ¡Ah, don Vicente! ¡Qué de almas se pierden!... ¿Y con qué remedio se puede ir a la mano a este grave mal?

   Con el fin de mitigar su pesadumbre y calmar, en parte, la religiosa inquietud de su corazón, la señora de Gondi rogó a Vicente fuese a la iglesia de Folleville y predicase de la confesión general, de su importancia y del modo de hacerla bien. Era el 25 de Enero, fiesta de la Conversión de San Pablo. El sermón tuvo un éxito maravilloso. A tal punto se multiplicaron las confesiones generales, que hubo necesidad de hacer venir de Amiens a varios Padres de la Compañía de Jesús, para que ayudasen a Vicente a escucharlas.

   “Aquel día, añade el historiador del Santo, nació, o, por lo menos, fué concebida la Congregación de los PP. de la Misión”, cuyo principal objeto debía ser ofrecer a las gentes de las aldeas y pequeños lugares ocasión para hacer buenas confesiones, con las cuales reparasen las precedentes, más o menos defectuosas.

   Abelly, antiguo biógrafo de San Vicente de Paúl, trae también la misma razón y aún la expone más claramente todavía. Después de relatar los hechos que van referidos, continúa así: “D. Vicente, refiriendo después en París a los de su Compañía esto que en aquellas circunstancias le había acaecido, añadió: La vergüenza estorba a muchos de esos buenos campesinos confesar a todos los pecados a sus sacerdotes, lo que les tiene en un estado permanente de eterna condenación. Tiempo atrás, fué interrogado uno de los grandes hombres de esta época acerca de si los tales lugareños podían salvarse, no obstante esta vergüenza que les quita el valor de confesarse de ciertos pecados, y respondió que, sin duda alguna, muriendo en este estado, se condenarían miserablemente. ¡Ay, Dios mío, digo yo entre mí, y cuántas almas se pierden! ¡Y cuán importante no es el uso de las confesiones generales, que son las que remedian tamaña desgracia, cuando van acompañadas de verdadera contrición, como acaece ordinariamente!...”

   Es sabido, que Abelly conoció personalmente y trató con intimidad a San Vicente de Paúl. Por lo demás, ocupó la sede episcopal de Rodez con gran fama de prelado no menos distinguido por su eminente ciencia teológica, que por su celo en procurar la salvación de las almas. Por todos estos títulos, es precioso, y de inestimable valor, el testimonio de su autoridad.

   Nótese de paso, que en el siglo XVII se rechazaba esa funesta teoría que quisiera reducir la confesión a una declaración, más o menos vaga, pero incompleta, de los pecados cometidos. En nuestros días de indiferencia religiosa, esta opinión se difunde y tiende a enseñorearse de las almas; y tanto es  esto así, que nosotros mismos, en una reunión de eclesiásticos, hemos oído a un sacerdote muy avanzado en años, expresarse en estos términos: “Dentro de poco habrá que contentarse, por lo menos en lo que respecta a los hombres, con obtener la confesión del buen ladrón. Por esto de la confesión del buen ladrón, entendía una confesión sumaria, reducida, poco más o menos, a estas palabras: Padre he pecado mucho... He causado graves daños y hecho muchos males... pero me arrepiento y pido perdón a Dios...”

   No hay por qué decir aquí, pues es cosa más que sabida, que fuera del caso de imposibilidad física o moral, protestan contra semejante doctrina, tanto la Institución misma del Sacramento, como la constante y universal enseñanza y práctica de la Iglesia. Lo mucho, eso podrá servir para producir gruesas cifras de confesiones oídas; pero no conducirá a nadie al Paraíso con Jesucristo.

“LA CONFESION” ARS ARTIUM. Según los grandes maestros. Por el  R. P. J. ZELLE, S. J. (Misionero y profesor de teología).

AÑO 1899.

  

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