lunes, 7 de junio de 2021

EN EL CONFESONARIO – SAN JOSÉ CAFASSO.


 



LEGIONES DE PENITENTES.

 

   Apostolado humilde y escondido pero sublime y eficaz el que cumplen los dispensadores de los divinos misterios en el tribunal de la penitencia. Mientras en muchos otros lugares, en sitios nefandos, en salas y salones deslumbradores, en los teatros envueltos en la embriaguez de la sensualidad, en la redacción de diarios antirreligiosos y de revistas pornográficas, en los conventículos de sectarios o de facciosos se peca y se abren las vías de la culpa; mientras fuera del templo el demonio con artes insidiosas arrebata las almas y las aleja de Dios, de la verdad y de la virtud, arrojándolas a los infames caminos del mal; en un rincón de la casa de Dios, el sacerdote, silenciosamente, reconquista gran parte de esas almas contaminadas por el fango y por la iniquidad, las purifica en la fuente del perdón y las reviste nuevamente con la estola del candor cristiano. Admirable instrumento de la bondad divina es el confesonario que, despreciado y burlado por el mundo, es su más formidable enemigo, pues de día en día quebranta su poder y le sustrae los adoradores de sus perversos ídolos.

 

   El confesonario fué la roca poderosa desde donde nuestro Santo, modestamente y sin estrépito, pero con un trabajo sacrificado y continuo, venció tantos espíritus, conquistándolos para la cruz de Cristo.

 

   Superado felizmente el examen de confesión el 27 de junio de 1836, dos días después, en la fiesta de San Pedro, ponía el pie en el confesonario de la iglesia de San Francisco, que era para él una cátedra. Comenzaba a confesar muy de mañana, bajando para la Misa a la sacristía, donde ya lo esperaba alguno y después de celebrar el santo sacrificio y de hacer la meditación con los convictores, volvía en seguida al confesonario donde pasaba varias horas, según lo exigiera la necesidad. Mientras hubiera penitentes a su derredor, no dejaba su puesto ni siquiera para descansar un poco, y cuando le faltaban momentáneamente, los esperaba arrodillado en un banco, pues temía que si se alejaba, alguno, talvez el más necesitado, se resolviera a no arreglar ya sus cuentas con Dios.

 

   Veía con ojo escrutador las necesidades de sus fieles y tenía el arte de atraerlos. “Una mañana, un oficial, recargado contra una columna, tenía la expresión del que no sabe si confesarse o no; viéndolo Don Cafasso comprendió en seguida su indecisión y le hizo con el dedo señal de acercarse. El oficial se adelantó y el Santo lo recibió abriendo la puerta del confesonario; lo hizo arrodillar y lo confesó. Fué una bellísima conquista. EI oficial no dejó nunca de confesarse con tan santo sacerdote.”

 

   Leemos en una relación: “Una pobre señora había caído en una grave falta y, arrepentida de ella, se colocaba siempre en la iglesia junto al confesonario de Don Cafasso para confesarse, pero no lo hacía por vergüenza. Cuando he aquí que viéndola un día el buen sacerdote sentada en un banco, sin decir nada, salió del confesonario y acercándosele, le dijo: “Buena señora, usted desea confesarse y en realidad tiene necesidad de ello; venga, pues, y quedará consolada”. Mucho se admiró la señora al oír tales palabras, mas ni con esto se animaba a confesarse por la grandísima vergüenza que sentía. Pero rogada y casi mandada por Don Cafasso, se acercó finalmente y, ayudada por nuestro Santo, confesó por entero sus culpas, sintiendo después tanto consuelo que lo creía prodigioso, como juzgaba prodigiosa y debida a las oraciones de nuestro Santo su conversión”.

 

   Nada podía distraerlo de aquella ocupación que era para él la más agradable. En el invierno cuando la iglesia de San Francisco era frigidísima, una verdadera nevera, el Santo, que era muy sensible al frío, no se movía de su puesto y rechazaba cualquier alivio. Nos narra su antiguo sacristán Bargetto: “Un día de invierno de 1859, la marquesa Faustina Roero di Cortanza, dama de honor de S. M. la reina María Teresa, que frecuentaba la iglesia de San Francisco y era penitente del Siervo de Dios, al verlo tiritando de frío en el confesonario, me dijo: —Usted no sabe cuidar a Don Cafasso ; con el frío que hace, lo deja toda la mañana en el confesonario, sin pensar siquiera en llevarle un brasero para ponerle junto a los pies—. Y me dió cinco liras para comprarle uno. Yo respondí: —Está muy bien, pero no sé si lo acepte. ¿Y si se disgusta? —No hay motivo para ello, pues no pretendemos hacer nada malo—. Yo compré el bracero y lo preparé para el día siguiente. Cuando vi venir al Siervo de Dios al confesonario, fui yo también después de un rato y, golpeando a la puertecita del confesonario, abrí y se lo coloqué dentro. Pero Don Cafasso me dijo: — ¿Qué traes ahí? Llévate eso— y lo retiró con los pies. Y hube de obedecer a tal insistencia. Cuando después fué a la sacristía, me dijo: —No me vuelvas a llevar ese brasero; no es nada sufrir un poco de frío y sin brasero se va más fácilmente al paraíso”.

 

   En verano o en invierno, de día o de noche, en la iglesia, en la pieza o en cualquier otro lugar, fué el padre espiritual preferido por miles y miles de almas, mereciéndose el título de penitenciario general. Sus penitentes formaban varias legiones, cuyo número aumentaba de día en día. Mientras más crecía la fama de su santidad y de su ciencia, tanto más crecía el número de los que deseaban ardientemente tenerlo como director espiritual. Quien entraba a la iglesia en la hora en que se sentaba al divino tribunal, lo veía circundado no sólo de los campesinos de la región, de pobres, de artesanos, de negociantes, sino de clérigos, sacerdotes, magistrados, militares, nobles, abogados y damas. Era una multitud de hombres y de mujeres de todas las condiciones sociales que se apretaban a su derredor, deseosos de abrirle la propia conciencia.

 

   Los más estimados miembros del clero, entre los cuales el popularísimo Don Bosco, los más insignes miembros del parlamento nacional, como el conde Clemente Solaro de la Margarita y Emiliano Avogadro de Collobiano; damas de la corte, como la condesa María Antonieta Nicolis de Robilant, la marquesa Roero di Cortanza, la condesa Carlota Callori di Vignale, la condesa María Fassati di Roero; los caballeros más aristocráticos de la alta sociedad piamontesa, los más famosos personajes de la época tenían a grande honor ser guiados e iluminados por nuestro Santo. Su vida, toda su virtud y sacrificio, sus palabras siempre eficaces por el celo de su apostolado y su amor al bien, inspiraban a todos una profunda veneración.

 

   Y no se crea que descuidara a la gente de baja condición para cultivar a las matronas o a los ricos, o que diese preferencia a las señoras. Jamás traicionó la dignidad de su alto ministerio y Io ejercitó con grandísimo espíritu de justicia. Los hombres, y especialmente los militares, eran sus preferidos; no toleraba que las más ilustres damas, por no esperar su turno, lo llamasen a la sacristía. Es notable el testimonio del sacristán Bargetto: “Un día llegó a la sacristía la marquesa Julia Falletti de Barolo y me pidió que llamara a Don Cafasso, que estaba en el confesonario. Yo ya sabía que Don Cafasso no se movería de su puesto y le opuse algunas dificultades; pero ella repitió la orden, y hube de obedecer. Y el Siervo de Dios, como ya tenía yo provisto, me respondió: —Dirás a la señora marquesa que vuelva en otra ocasión —, o que si mediaban otras circunstancias, le señalaría una hora, pero siempre en la iglesia, al día siguiente u otro cualquiera que ella indicara. Y como hizo con ésta, asi obraba con todas las nobles damas que deseaban alguna preferencia. Pero si era una mujer del servicio la que lo hacía llamar, él atendía a sus deseos y no la hacía volver en otra ocasión”.

 

   Trataba a todo el mundo con gran gentileza. Cuanto más necesitaran los penitentes de su caridad, tanto mayormente la dispensaba. Tenía palabras de esperanza y de aliento que tocaban y aliviaban los corazones. Era opinión general en Turín que personajes muy comprometidos en asuntos de grandísima y a veces dolorosísima importancia y de escabrosa solución, sólo por virtud del Santo llegaron a tranquilizar plenamente sus conciencias. Por cinco lustros fué el ángel consolador del Piamonte, llevando innumerables almas al camino de la virtud, sin cansarse jamás en este laborioso y santo ministerio. Inflamado por el fuego divino que ardía en su interior, jamás dijo: “basta”. El deseo de ganar almas para Dios multiplicaba sus fuerzas y retemplaba sus energías. Era insaciable en sus conquistas.

 

“Vida de San José Cafasso”

Año 1948

 


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