“El
ESCRÚPULO” Según las doctrinas de San Alfonso María de Ligorio y San Francisco
de Sales (doctores de la Iglesia)) –
Escrita por Monseñor Gaume.
PRÓLOGO Y CAPÍTULO PRIMERO
PRÓLOGO.
Entre
las enfermedades del alma una de las más dignas de compasión, más difíciles de
curar y más dañosas, es el escrúpulo.
Digna de compasión. Se
apodera de las mejores almas, transforma la delicadeza de conciencia en pusilanimidad
y vanos temores; convierte en esclavos del Sinaí a los hijos del Calvario;
lejos de hallar reposo y alegría en el servicio del buen Maestro que ha dicho: Mi yugo es suave y mi carga ligera,
soportan la Religión como una carga, pues todos los deberes que impone son para
ellos otras tantas fuentes de tormentos e inquietudes.
Difícil de curar. El carácter propio de esta dolencia
es el engaño de sus víctimas. Si se consideraran verdaderamente
escrupulosos, presto quedarían sanos; pero lo difícil es convencerles, porque
encuentran siempre evasivas para defenderse. “Temo no haberme explicado bien; temo que no me hayan comprendido;
temo que me falte la contrición suficiente; temo pecar en todas mis acciones.”
¡Innumerables santos y hábiles confesores han trabajado y trabajan aún sin
éxito en este vital asunto!
Muy dañosa. El escrúpulo conduce al disgusto del
deber; el disgusto a la relajación; la relajación a la indiferencia; la
indiferencia al abandono final no sólo de las prácticas de supererogación, sino
aun de las obligaciones más importantes, y acontece a menudo que todo esto
termina en la incredulidad a en la locura.
Semejante desgracia es
tanto más de temer, cuanto que el escrúpulo, llegando a cierto extremo, abarca
el pasado, el presente y el porvenir: el
pasado, por el temor de no haber hecho jamás buenas confesiones; el presente, por el temor de pecar en
cuanto se piensa, se dice y se hace; el
porvenir, por el temor exagerado de
perder la vida eterna.
Socorrer a estas pobres almas y recordar a
sus confesores la dirección de los maestros más experimentados en los caminos
del espíritu, tal es el objeto de esta obra.
CAPÍTULO
PRIMERO.
NATURALEZA
Y CAUSAS DEL ESCRÚPULO.
Los mundanos imaginan
que el escrúpulo es una delicadeza de conciencia que consiste en el temor al
pecado verdadero y en evitarlo con diligencia; por
eso llaman escrupulosos a los timoratos que se abstienen de ciertas faltas que
ellos cometen con toda libertad, y evitan ciertos peligros que ellos
afrontan sin temor alguno.
Pero se engañan: el escrúpulo no es, como
suponen, la delicadeza de conciencia que evita diligentemente el pecado; es una
aprensión vana; se funda en ligeros motivos que llenan de ansiedad la mente, haciéndola temer el pecado donde no existe.
El escrúpulo es como caballo espantadizo
que, viendo la sombra de un árbol, de una piedra o de un tronco, se aparta,
retrocede, se encabrita, no obedece al freno ni al acicate, como si viese un tigre
o un león próximo a devorarlo. Y por esta vana aprensión caballo y caballero se
exponen al peligro real de caer en un precipicio.
Tal es el escrupuloso: espantado por sombras
imaginarias, y temiendo sin razón alguna que tal o cual acción, de suyo lícita
y honesta, sea pecado grave, se llena de turbación y de inquietud. Dominado por sus agitaciones, no obedece al confesor que
le dirige, ni a las personas ilustradas que le aconsejan, ni a los amigos que
le reprenden.
Y así, por el temor de un pecado aparente,
se expone a cometer verdaderos pecados, y aun a precipitarse en el abismo.
El escrúpulo viene de
muchas causas. En algunas procede del temperamento. Las complexiones linfáticas, frías
y melancólicas son terreno feraz (suelo fértil)) para producir esta suerte de
espinos. Los de este temperamento son naturalmente asustadizos y pusilánimes; la
menor apariencia de pecado les aterroriza; sombríos y taciturnos, el miedo
trueca sus vanas aprensiones en ideas fijas. Necesítase, por tanto, el poder de
Dios para libertarlos.
Acontece también que su conturbada
imaginación les representa que en todo hay pecado; entonces pierden por
completo la paz, y su vida es angustia perpetua y largo martirio.
Estas pobres
almas deberían evitar con cuidado sumo los ayunos y las austeridades extremas,
la soledad prolongada, el trato con gentes poco instruidas en materia de
espíritu o excesivamente timoratas. Si obran de otro modo, perderán el juicio o
harán que el confesor lo pierda.
Los escrúpulos que provienen de esta primera
causa son difíciles de corregir; como no pueden abandonar su temperamento,
estas pobres almas llevan siempre consigo la fuente de sus falsas ideas, sus
temores, sutilezas y extravagancias.
El segundo
origen de los escrúpulos es el demonio. Este implacable enemigo del
género humano busca la manera de perder a
los pobres hijos de Adán, tendiéndonos un
doble lazo: la presunción y la desconfianza. En
los unos, ensanchando la conciencia,
destruye insensiblemente el sentido moral, y
arroja a manos llenas semillas de
incredulidad desastrosa.
Perdida o debilitada la fe, la conciencia
carece de todo freno conveniente; el alma es un navío sin timón y sin lastre,
que se estrellará de seguro en cuantos escollos le salgan al paso.
Tal es la situación de esas multitudes de
literatos e iliteratos que, señaladamente en estos tiempos, no conocen otra
regla de conducta que los bajos instintos de la naturaleza corrompida, y beben
el pecado cual si fuese vaso de agua fresca.
Mas en las almas generosas cuya fe no ha
logrado obscurecer, cuya virtud ha resistido a sus ataques, el espíritu de la
mentira obra entorpeciendo la conciencia por el temor excesivo. Entrando en la
imaginación, la llena de fantasmas y tinieblas, de las que forma vanas
aprensiones de pecado que engendran inquietudes continuas.
Despierta, además, en el apetito sensitivo, movimientos
que son fuente de temores y de angustias.
En este estado de obscuridad, de confusión y
trastorno de todas las potencias, la pobre alma no halla donde reclinar su
cabeza.
El demonio bien
sabe lo que hace: por medio de los tormentos de la conciencia procura
hacer enojosa la oración, la frecuencia de sacramentos e insoportable el
servicio de Dios; y el alma, llena de disgusto, desconfía de todo, abandona el
buen camino, comete verdaderos pecados y a veces llega a la desesperación.
Los escrúpulos
que vienen del demonio pueden conocerse por estos signos: obscurecen la mente
de un modo particular; producen amarga tristeza de corazón; hacen que el alma,
combatida de mil maneras, imagine que Dios la abandona y que no habrá para ella
paz ni remedio de sus males.
Son, además, intermitentes dichos
escrúpulos, y carecen de carácter uniforme; ora acometen con energía, ora son
remisos o casi nulos en sus ataques, según que Dios alarga o recoge la cadena
al espíritu tentador.
Ese doble carácter distingue esta especie de
escrúpulos de los que se originan del temperamento, pues los últimos casi son
invariables, toda vez que la naturaleza obra siempre conforme a sus propios
instintos.
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