I.
Dios
nos envía a menudo enfermedades para retirarnos del pecado, para hacer que
llevemos una vida más santa y, para que, mediante la meditación de la muerte,
merezcamos una más alta recompensa. Agradezcámosle, pues, la enfermedad tanto
como la salud, porque las aflicciones son presentes de Dios, menos agradables,
sin duda, pero con frecuencia más útiles que la prosperidad. Repitamos
con Job: Si hemos recibido los bienes de manos del Señor, ¿por qué no habríamos
de recibir también los males?
II.
Dirijámonos
a Dios y roguémosle como el mismo Jesucristo rogó al Padre eterno en el Huerto
de los Olivos: “Padre mío, si ésa es vuestra voluntad, si vuestra gloria y mi
salvación lo piden, cúrame, consuélame”. Cuando así hayas invocado a Dios,
déjalo hacer y confórmate con lo que pueda sucederte. Por
duras y penosas que sean nuestras aflicciones, todavía sufrimos menos de lo que
merecemos (Salviano).
III.
Si
Dios te deja en ese estado de sufrimiento, alábalo, agradécele, adora su amable
Providencia; si te cura, acuérdate de que es para que lo sirvas. Cuídate de no
pecar más; es la advertencia que daba Jesucristo a los enfermos que sanaba.
Cumple todas las buenas resoluciones que hiciste y no pagues con ingratitud a
tu amable bienhechor.
La
resignación.
Orad
por los moribundos.
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