Si tenemos algún
defecto natural, así de cuerpo como de espíritu, como una mala memoria, una
inteligencia tardía, falta de destreza, algún miembro estropeado, una salud
delicada u otra cosa por el estilo, no nos lamentemos nunca por esto. ¿Acaso merecimos o estaba Dios obligado a
darnos más elevado espíritu, un cuerpo más perfecto? ¿No podía crearnos al
rango de los brutos, o dejarnos sumidos en la nada? ¿Quién, después de haber
recibido un don, se atreve a lamentarse de él? Demos, pues, gracias al
Señor de cuanto nos ha concedido por puro efecto de su bondad, y contentémonos
con ser tales como nos ha creado. ¿Quién
sabe si, con mayor talento, una salud más robusta y un exterior más agradable,
nos habríamos perdido? ¡Cuántos
seres existen para quienes la ciencia y los talentos han sido causa de eterna
ruina, inspirándoles sentimientos de vanidad y de desprecio al prójimo,
peligros a que están sumamente expuestos los que más por sus cualidades se
distinguen! ¡Para cuántos desventurados, la belleza o la fuerza corporal no han
servido sino para precipitarles en mil maldades! ¡Cuántos, por el contrario,
existen que, por haber sido pobres o hallarse enfermos o deformes, se han
santificado y salvado, a pesar de que se habrían condenado si hubiesen sido
vigorosos, ricos o bien conformados! Contentémonos, pues, con lo que Dios
nos ha dado. No es ciertamente necesario tener una hermosa figura, ni una buena
salud, ni relevantes dotes intelectuales; sólo una cosa es esencialmente
necesaria: la salvación del alma.
“SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO”
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