En el
Prado Espiritual (Tom. 2. Lib. 5. C.7) se cuenta, que conjurando un
Sacerdote a un demonio, y
preguntándole ¿qué
cosa era lo que hacían los cristianos que más les atormentase? Respondió: No hay cosa
que tanto nos atormente y enflaquezca nuestras fuerzas, como el verlos confesar
y comulgar muy a menudo, y más si es cada día. De aquí es que el demonio
no solo procura impedir tan devoto empleo, sino que aún tiene rabiosa envidia
de tan gran felicidad. Confírmelo este caso, que manifestó a su pesar.
Refiere Cesario (Parra fol. 257) que se llegó a confesar con un Cura
un mancebo de gentil disposición: fue confesando tantas, tan feas y tan enormes
culpas, que ya enfadado el Cura, le dijo: Hombre, aunque hubieras vivido mil años, era poco tiempo
para lo que confiesas. Respondió él: Más de
mil años tengo. ¿Más de mil años? ¿Pues quién
eres? Soy el demonio, ¿Tú, y confesándote? ¿De cuándo por acá? ¿Qué te ha movido? Yo te lo diré (dijo el demonio): Estaba yo allí apartado
viendo los que llegaban a confesar: Veíalos al llegar tan abominables como yo
me veo; pero al levantarse de tus pies ya iban tan hermosos, tan lindos y resplandecientes,
que me llegué aquí cerca por oír lo que decían, y lo que tú les decías, que era
prometerles la remisión de todos sus pecados; y asi, por ver si me sucede lo
mismo he llegado yo, y dicho también parte de mis culpas, y las confesaré todas
si quieres oírme. Aguarda desventurado dijo
el Confesor. Di no más de esto: Criador mío, pequé contra ti: me pesa de
haberte ofendido, perdóname. Eso no diré yo,
respondió el demonio. Pues anda, perro
maldito, vete a los infiernos; y
al punto desapareció. De estos ejemplos puedes
inferir cuán importante es la confesión, pues
hasta el mismo demonio tiene envidia de tanto
bien.
“Fray Manuel de Jaén, Capuchino y Misionero apostólico”
Año 1819.
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