Alfonso Ratisbona,
emparentado con la célebre familia Rothschild, tenía 27 años cuando un 20 de
enero de 1842, la Santísima Virgen se le apareció y lo convirtió instantáneamente.
Hombre culto, rico y de
elegante trato, relacionado con las altas esferas sociales, estaba de novio con
una joven de su familia. Tenía frente a sí un futuro promisorio. De paso por
Roma visitó, como turista, las ruinas históricas y numerosos monumentos e
iglesias.
La víspera de su
partida tenía que hacer, a contra gusto, una visita al Barón Teodoro de
Bussières, hermano de un viejo conocido suyo. Para librarse del incómodo
compromiso, decidió apuntar unas palabras de mera formalidad en su tarjeta de
visita y dejarla con el portero. Sin embargo, como éste no entendió bien la
pronunciación del extranjero, lo introdujo amablemente al salón y anunció su
llegada al señor de casa.
Apóstol ardoroso y
hábil.
Católico practicante y
apóstol ardoroso, recién convertido del protestantismo, Teodoro de Bussières no
quiso dejar escapar la oportunidad de conquistar esa alma para Dios. Recibió
con mucha cortesía al visitante y hábilmente condujo la conversación para
hacerlo discurrir sobre sus paseos por la Ciudad Eterna. A cierta altura,
Ratisbona dijo: “Visitando la Iglesia de Araceli, en el Capitolio, sentí una
emoción profunda e inexplicable. El guía, dándose cuenta de mi perplejidad,
preguntó qué sucedía y si acaso quería retirarme”.
Al oír esto, los ojos
de Bussières brillaron de regocijo. Su interlocutor, notándolo, se apresuró a
recalcar que dicha emoción nada tenía de cristiana. Y ante el contra argumento
de que muy bien podría ser una gracia de Dios llamándolo a la conversión, el
israelita, contrariado, le pidió no insistir en el asunto porque jamás se haría
católico. “Pierde usted su tiempo. ¡Yo nací en la religión judía y en ella voy
a morir!”, afirmó. La conversación caminaba a la discusión. En cierto momento,
Bussières tuvo una singular idea, que seguramente muchos tildarían de locura.
–Ya que usted es un espíritu tan superior y tan seguro de sí mismo, prométame
llevar al cuello un obsequio que quiero darle.
–Veamos. ¿De qué se
trata? – preguntó Alfonso.
–Simplemente, esta
medalla – replicó el Barón, mostrándole la conocida Medalla Milagrosa.
Ratisbona reaccionó con
sorpresa e indignación, pero Bussières añadió con calculada frialdad:
–Según su manera de
pensar, esto debe serle perfectamente indiferente; y si acepta usarla, me
proporcionará un gran placer.
–Está bien… La usaré.
Esto me servirá como un capítulo pintoresco de mis notas e impresiones de viaje
– asintió Alfonso, mofándose de la fe de su anfitrión.
Éste le colgó la
medalla y, acto seguido, le propuso algo todavía más insólito: que rezara al
menos una vez al día la oración “Acordaos, piadosísima Virgen María”, compuesta
por San Bernardo.
Ratisbona se rehusó de
forma categórica, considerando demasiado impertinente la proposición. Pero una
fuerza interior movió a Bussières a insistir. Mostrándole la oración, le rogó
que hiciera una copia de su propio puño y letra, para que cada uno conservara
el ejemplar escrito por el otro, a la manera de un recuerdo.
Para librarse de la
importuna insistencia, Ratisbona accedió, diciendo con ironía: “Está bien, voy
a escribirla. Usted se quedará con mi copia, y yo con la suya”.
El poder de la oración.
Cuando se retiró,
Teodoro y su esposa se miraron en silencio. Preocupados con las blasfemias
proferidas por Alfonso a lo largo de la conversación, pidieron perdón a Dios
por él. Esa misma noche Bussières buscó a su íntimo amigo, el Conde Augusto de
La Ferronays –católico fervoroso y embajador de Francia en Roma–, para contarle
lo sucedido y pedir oraciones por la conversión de Ratisbona.
“Tenga confianza, que
si él reza el “Acordaos”, la partida está ganada”– respondió La Ferronays, que
rezó con empeño por la conversión del joven israelita; y existen indicios de
que hasta haya ofrecido su vida por esa intención.
En cuanto a Alfonso,
llegó fatigado al hotel y leyó la oración maquinalmente. Al día siguiente,
descubrió sorprendido que la plegaria había tomado cuenta de su espíritu. Más
tarde escribiría en su relato: “No podía defenderme. Esas palabras regresaban
sin cesar, y yo las repetía continuamente”.
Entre tanto, Bussières
fue a visitarlo al hotel. Un impulso profundo lo empujaba a seguir insistiendo,
seguro que tarde o temprano Dios abriría los ojos de Alfonso. Al no
encontrarlo, le dejó una invitación para volver a su casa por la mañana. Y el
joven acudió a la cita, pero lo previno:
–Espero que no me venga
con aquellas conversaciones de ayer. Sólo vine a despedirme, pues esta noche
parto a Nápoles.
–¿Partir hoy? ¡Jamás!
El lunes habrá un pontifical solemne en la Basílica de San Pedro, y usted tiene
que ver al Papa oficiando.
–¿Qué me importa el
Papa? Yo partiré – replicó Alfonso.
Bussières no transigió,
insistió, prometió llevarlo a otros sitios pintorescos de Roma y terminó por
convencerlo de atrasar la partida.
Y así fue como estuvieron
visitando palacios, iglesias, obras de arte. Aunque las conversaciones entre
ambos fueron triviales, el infatigable apóstol tenía la convicción de que un
día Alfonso sería católico, aunque debiera bajar un ángel del cielo para
iluminarlo. Esa noche falleció inesperadamente el Conde de La Ferronays.
Bussières marcó su encuentro con Ratisbona para la mañana siguiente frente a la
iglesia de Sant'Andrea delle Fratte. Cuando llegó, le comunicó el deceso del
Conde y le pidió que aguardara unos minutos dentro de la iglesia, mientras él
iba a la sacristía para ocuparse de algunos detalles relativos a las exequias.
El joven hebreo
permaneció de pie en el templo, mirando impávido en torno a sí, sin prestar
atención. No podía pasar a la otra nave debido a las cuerdas y arreglos
florales que obstruían el corredor.
Bussières regresó poco
después, y al comienzo no pudo localizar a su amigo. Observando mejor, lo
descubrió arrodillado frente al altar de San Miguel, bastante lejano al sitio
donde lo había dejado. Se acercó y lo tocó varias veces, sin lograr que
reaccionara. Finalmente, el joven se volvió hacia él, con el rostro bañado en
lágrimas y las manos juntas, diciendo: “¡Oh, cuánto rezó este señor (La
Ferronays) por mí!”
“¡Yo la vi! ¡La vi!”
Estupefacto, Bussières
sentía la emoción del que presencia un milagro. Levantó solícitamente a
Ratisbona, preguntando qué le pasaba y adónde quería ir. “Lléveme donde quiera;
luego de lo que vi, yo obedezco” – fue la respuesta.
Aunque instado a
explicarse mejor, Alfonso no lograba hacerlo. Pero se sacó del cuello la
Medalla Milagrosa y la besó varias veces. Tan sólo pudo exclamar: “¡Ah, qué
feliz soy! ¡Qué bueno es Dios! ¡Qué plenitud de gracias y de bondad!” Con una
mirada radiante de felicidad, abrazó a su amigo y le pidió que trajera cuanto
antes un confesor; preguntó también cuándo podría recibir el Bautismo, sin el
cual, afirmaba, ya no conseguía vivir. Agregó que no diría nada más sin la
autorización de un sacerdote, pues “lo que tengo que decir sólo puedo hacerlo
de rodillas”.
Bussières lo condujo de
inmediato a la iglesia de los jesuitas, donde el Padre Villefort lo indujo a
explicar lo sucedido.
Alfonso se quitó la
Medalla Milagrosa, la besó y se la mostró, diciendo emocionado: “¡Yo la vi! ¡La
vi!”.
En seguida, más
tranquilo, relató: “Llevaba poco tiempo en la iglesia cuando, de repente, me
sentí dominado por una emoción inexplicable. Levanté los ojos. Todo el edificio
había desaparecido de mi vista. Solamente una capilla lateral había, por
decirlo así, concentrado la luz. Y en medio de ese esplendor apareció de pie
sobre el altar, grandiosa, brillante, llena de majestad y dulzura, la Virgen
María tal como está en esta medalla. Una fuerza irresistible me empujó hacia
Ella. La Virgen me hizo una señal con la mano para que me arrodillara, y
pareció decirme:
“¡Está bien!” No me
habló, pero lo comprendí todo”.
El sacerdote pidió más
detalles al feliz convertido, que agregó haber visto a la Reina de los Cielos
en todo el esplendor de su belleza inmaculada, pero sin poder contemplar
directamente su rostro. Tres veces intentó levantar la vista, pero sus ojos
sólo llegaron a posarse en sus manos virginales, de las que brotaban rayos
luminosos en su dirección. Era el 20 de enero de 1842.
Bautizado con el nombre
de Alfonso María, el joven Ratisbona renunció a la familia, a la fortuna, a la
brillante posición social, y se ordenó sacerdote.
Falleció en olor de
santidad, tras una vida de intenso apostolado en Jerusalén.
El que visita la
iglesia de Sant'Andrea delle Fratte puede observar, en la capilla de la Virgen,
un cuadro grande y hermoso de la Virgen en el lugar exacto donde se apareció y
produjo tan estupenda conversión. Allí hay una inscripción que recuerda el
milagro y donde se leen estas palabras: El 20 de enero de 1842, Alfonso de
Ratisbona de Estrasburgo, vino aquí judío empedernido. La Virgen se le apareció
como la ves. Cayó judío y se levantó cristiano. Extranjero, lleva contigo este
preciso recuerdo de la misericordia de Dios y de la Santísima Virgen.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.