Pregunta: — Decid: ¿Qué cosa es orar?
Respuesta:
– Levantar el corazón a Dios.
P. — ¿Qué se hace en la oración?
R. — Adorar a Dios nuestro Señor y alabarle,
agradecerle y suplicarle, conocerle más y amarle, llorar nuestra ingratitud, y
ofrecernos a imitar las virtudes de Nuestro Señor Jesucristo.
En la oración hablamos con el Rey del cielo
con el fin principal de alabarle, poderle servir e ir al cielo. A Dios y al
cielo hemos de dirigir entonces nuestros pensamientos y afectos, orando de lo
íntimo de nuestro corazón y no sólo con los labios, y procurando alejar de
nosotros cuanto nos distraiga. La oración es
un acto nobilísimo; porque si se estima en mucho ser admitido en
audiencia ante un príncipe terreno, ¿cuánto
más hemos de apreciar el tener esa audiencia con el mismo Dios, Señor el más poderoso y
bondadoso, que nos da cuanto somos y tenemos, que murió por nosotros, a quien
tanto nos importa aplacar, único; que puede remediarnos en todas las
necesidades y llevarnos al cielo? Algunos no hablan
con Dios sino para pedirle.
Nótese bien todo lo que el Catecismo dice
que se hace en la oración, y cuide cada
cual de poner por Obra, uno después de otro, todos esos actos de que están llenas
las oraciones que usa la Iglesia. El adorarle humillando nuestro espíritu ante
la Majestad divina, y abajándolo hasta el polvo de la tierra; sirve para
levantar el corazón hacia el cielo, y es la reverencia y saludo con que nos
ponemos en la presencia de Dios, persignándonos
y santiguándonos en seguida devotamente.
El alabarle por su grandeza y darle gracias
por sus beneficios, hace propicio al Señor para que despache nuestras súplicas.
Estos son los memoriales que le presentamos,
y con los demás actos acabamos de ganarnos su voluntad y sacamos por fruto de
la oración lo que más le agrada, y lo que para nosotros es más útil, a saber:
el servir a Dios, imitando las virtudes de Jesucristo en el cumplimiento de
cuanto quiere de nosotros, que es la práctica de nuestros deberes.
P. — ¿De cuántas maneras es la oración?
R. — Mental
o interior y vocal o exterior, que llamamos rezar, pudiendo juntarse y
alternarse la una con la otra.
Sin la oración mental no suele hacerse bien
la vocal. Los que puestos en oración
piensan despacio y en silencio, que esto es “meditar”, alguno de los cuatro
Novísimos, o un paso de la vida o pasión de Jesucristo, y al mismo tiempo consideran
lo mal que sirven a un Señor tan grande y tan bueno; se sienten profundamente penetrados
del santo temor y amor de Dios, conocen la propia vileza y penetran la malicia
de sus pecados, con lo cual prorrumpen espontáneamente, ayudados de la gracia,
en actos de contrición perfecta, en propósitos de enmendarla vida, y en
súplicas pidiendo a Dios que los ayude.
Así, de la oración mental se pasa a la
vocal, y se junta la una con la otra rezando pausada y consideradamente, tanto
que, rezando solos, es bueno a veces irse deteniendo, como el tiempo de un
resuello, entre una palabra y otra, diciendo así el Padrenuestro, la Salve u
otra oración. También se puede reflexionar un rato en un Mandamiento o en una
virtud, suplicando el perdón de lo mal hecho y proponiendo enmienda.
El
Libro de la oración y la Guía de pecadores, ambos por Fray Luis de Granada, son excelentes para leerse y meditarse.
Por lo menos, nunca nos hemos de poner a rezar sin pensar antes, que vamos a
hablar con Dios, y recoger el pensamiento y atención a lo que recemos. El que
muchos se fastidien rezando, procede de que rezan maquinalmente, como lo haría un
papagayo.
P. — ¿Es preciso orar?
R. –– SÍ, que quien no quiere orar se
condena; y Dios nos encarga la costumbre de orar.
Asi lo ha establecido la divina Providencia;
nos concede las primeras gracias antes de pedírselas, pero quiere que con esas
gracias le pidamos otras; y esto constantemente, como mendigos de Dios, reconociendo nuestra continua miseria, y que
de Dios esperamos como de Padre nuestro que es, todos los bienes. No hay santo que no se haya dado a larga,
fervorosa y constante oración, y en ella negociaban con Dios todas sus cosas.
P. –– ¿Hemos de confiar
que Dios nos dé lo que pedimos?
R. –– Sí; porque lo ha prometido,
principalmente si estamos en su amistad.
P. — ¿Cómo a veces no
lo otorga?
R. –– O
porque no nos conviene, o porque pedimos mal.
P. — ¿Cómo se ora bien?
R. ––
Con piedad y confianza, humildad y perseverancia.
P. –– Y quien de todo esto se siente falto ¿qué ha de
hacer?
R. —Procurarlo,
y perseverar en hacer lo que pueda.
A cada paso nos repite esta promesa la
Sagrada Escritura; Jesucristo mismo la
predicó e inculcó con extraordinaria aseveración, y valiéndose de las más
tiernas comparaciones. “Si vosotros, dice, siendo malos, dais cosas buenas a
vuestros hijos, y si os piden un huevo no les dáis un escorpión, ¿cuánto más el
Padre celestial dará buen espíritu a quien se lo pida?”
Cuanto
pidiereis en la oración, se os dará; pero habéis de pedir a nombre mío, esto
es, cosas que me agraden a mí, alegando mis méritos; no los propios, como el
soberbio fariseo. Orando así, vemos que los buenos cristianos obtienen
muchas gracias de Dios, por lo cual hasta los malos en sus aprietos acuden por
oraciones, a los que tienen por varones de Dios y almas muy santas. ¿Y oye el Señor
las súplicas de los que están en pecado?
También, sobre todo si le piden
la propia conversión, y hacen esfuerzos y no cejan hasta lograrla.
Con
todo, es cierto que no siempre concede Dios lo que piden aun los buenos. Pide
un niño a la madre el cuchillo, y no se lo da, sino que ella le parte el pan;
pues así Dios, si ve que le pedimos, lo que será malo o peligroso, nos da otra
cosa mejor. Pide uno buen éxito en un negocio, creyendo que le conviene, y
ve Dios que si aquel es rico, será avaro; si consigue aquella colocación,
soberbio; si se enlaza con tal persona, que le sobrevendrán mil desgracias; por
eso, atendiendo a los ruegos, le niega misericordiosamente lo que sería un
castigo concedérselo.
Porque, desengañémonos de una vez: servir a
Dios y salvarnos es nuestro supremo bien, y el pecado el mayor mal de todos.
Los que piden bienes de la tierra o verse libres de alguna enfermedad, lo han
de pedir á condición de que convenga para su alma a gloria divina.
Peregrinó
un ciego al sepulcro de San Vedasto; rogóle que le alcanzara ver sus reliquias;
obtúvole el santo la vista, y viólas:
pero vuelto el agraciado a su casa, comenzó a pensar que acaso para salvarse le
hubiera estado mejor no ver; y cavó tanto en su corazón esta duda, que fué de
nuevo al Santo, y pidió que sí le era mejor para salvarse, le volviera la
ceguera, y en efecto quedó ciego como anteriormente. Si se hubiera de entender
en absoluto la promesa hecha a la oración, nadie sería pobre, ni estaría
enfermo; siempre habría excelentes cosechas, y no nos moriríamos nunca. El Apóstol suplicó varias veces a Dios que
le quitase una molesta tentación, y se le respondió que le bastaba la gracia,
con que luchando vencía la tentación; y al paso que le hacía sentir su propia miseria,
le ayudaba a ser humilde, y le aumentaba el mérito y la corona. ¡Qué males más
acerbos que los que Jesucristo padeció en su sagrada Pasión! Rogó una, dos y
tres veces con ahínco, que no viniera sobre El; pero siempre a condición, de
que así lo quisiera su Padre celestial. No lo quiso, y Jesucristo bebió hasta las
heces cáliz tan amargo con entera buena voluntad; y de esa pasión resultó
gloria al mismo Jesucristo y la salvación del género humano. Además que ciertas quejas de que Dios no
acceda a nuestros ruegos, cuando van mezcladas de poca fe y menos humildad, son
prueba clara de que nuestra oración no es la que debe, y quizá hasta la hemos
abandonado por despecho y desesperación.
Por
otra parte, el Señor no ha fijado plazo; antes ha dicho que no desfallezcamos
nunca en la oración.
Vemos a cada paso que en necesidades
urgentes se nos socorre con sólo llamar a Jesús o a María, mientras que los
mismos santos tardan años en conseguir alguna merced. Cuarenta seguidos rogó San Pedro Claver por la conversión de un negro, y al fin la
logró. Por las oraciones del Santo enviaba Dios mayores gracias al negro; pero
como el perverso resistía a ellas, y el Señor no fuerza a nadie; por eso no
tuvo efecto la conversión, hasta que por fin se rindió el pecador a la gracia.
Si el Santo hubiera cesado de rogar, el negro no hubiera recibido tales gracias,
o hubiera muerto desdichadamente
antes de aquel tiempo.
Otras veces es tal la gracia que demandamos y nosotros o los demás la tenemos tan desmerecida, que es preciso unir a la oración las penitencias, ayunos y limosnas, con que la misma oración es más humilde, confiada y fervorosa. Véase por todo lo dicho, cuánto importa conservar hasta la muerte la costumbre cristiana que aprendimos de nuestras madres, rezando devotamente todas las mañanas y todas las noches.
P. — ¿Es bueno rezar
muchos juntos?
R. –– Muy bueno, y también a solas, según
las circunstancias.
La oración a solas ofrece unas ventajas, y
otras la oración en común. Esta es de suyo más poderosa; y se hace, o reunidos
en un sitio y rezando a la vez, o cada uno por sí, pero por una misma intención
convenida.
A la iglesia es un deber acudir los días
festivos, y muy bueno y edificante hacerlo diariamente. En solemnidades y
necesidades públicas, la sociedad civil ha de orar en común, y lo mismo
acostumbran en el hogar doméstico, alguna vez siquiera al día, las familias cristianas.
Dichosos
tiempos cuando en las calles, al pasar por delante de alguna iglesia o imagen
sagrada, al tocar al Ángelus o a la agonía, los fieles se paraban a rezar. No
es eso lo que reprendió el divino Maestro, sino la vana e hipócrita ostentación
con que algunos se singularizaban en las plazas con desusadas demostraciones de
piedad; como también reprendió, a los que se avergonzaban de parecer cristianos
a los ojos del mundo: y aunque hay tiempo y sitios
más a propósito para orar, el Apóstol exhorta a hombres y mujeres, a que en
todo tiempo y lugar levantemos nuestros corazones a Dios, como lo practican los
cristianos fervientes.
P. — ¿Para qué necesita Dios nuestro culto y oraciones?
R.
—Para nada: nosotros necesitamos de Dios para todo, y Dios quiere que le
honremos con alma y cuerpo.
Esta
respuesta no necesita aclararse, y por ella se ve cuán necio es el lenguaje de
los impíos. Además de que Dios nos ha dado lo mismo el cuerpo que el alma, por
donde con cuerpo y alma le debemos de reverenciar.
Es
tal la unión que entre cuerpo y alma existe, que es imposible e irracional no
mostrar reverencia exterior, a quien interiormente se la tenemos. Ambas a dos
se ayudan entre sí, y la exterior es también necesaria para ejemplo del
prójimo.
El
hacer respetuosamente y bien formada la señal de la cruz; el doblar hasta el
suelo la rodilla ante el altar del Sacramento, el permanecer en postura humilde
y pronunciar bien las oraciones; es muestra natural de devoción interior, y al
mismo tiempo la fomenta. En libros enteros enseñó Dios a los judíos las ceremonias
del culto, y en la ley cristiana el mismo divino Maestro enseñó con el ejemplo
y de palabra a los Apóstoles, no sólo las palabras de la oración, sino el modo
de orar y de celebrar los divinos Misterios.
“Explicación
del Catecismo”
Breve
y sencilla
Año
1898.
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