Pero si tanto trabajó
Alfonso por la exacta disciplina del clero y de las sagradas vírgenes, ¡oh! ¡y
cuánto no se ocupó y se afanó todavía por el bien y provecho espiritual del resto
de su grey! Comprendía él muy bien que antes de edificar y de plantar, es necesario
descombrar y destruir los obstáculos, esto es, extirpar el vicio y desterrar el
mal, para poder despues establecer el bien y radicar la virtud; por lo que sus
primeros pensamientos y sus primeros afanes con respecto al pueblo, fueron
corregir las costumbres y desterrar los vicios, a fin de poder luego conducir más
fácilmente al bien y aun procurar la perfección, según la vocación y el estado
de cada uno. Con este objeto, sin omitir fatiga y sin atender a ninguna
indisposición de salud o a cualquiera otra cosa, se ocupaba continuamente, como
ya se ha dicho, en predicar en forma de misiones, y en dar instrucciones, y en
hacer catequismos, exhortaciones y novenas, ya en una, ya en otra iglesia, y
aun algunas veces en las plazas públicas. Hallándose en la visita de algunos distritos
en que habia muchos pueblecillos o aldeas próximas, en los días festivos,
particularmente después de haber predicado por la mañana en uno de ellos, iba
por la tarde a predicar a otro: de esta manera, desatándose unas veces contra
el vicio y representando toda su deformidad, y otras mostrando la infinita
misericordia de un Dios que da tiempo al pecador para volver en sí y espera su
arrepentimiento, y otras explicando é insinuando los deberes de la vida cristiana,
procuraba la conversión de los pecadores, la reanimación de los débiles y de
los tímidos, y un más exacto cumplimiento de las obligaciones propias de cada
estado.
Y no contento con todo esto, también hacia
venir todos los años misioneros, esto es, sacerdotes de su congregación o de la
de Nápoles, o a los padres operarios píos, a los religiosos del orden de
predicadores u otros celosos ministros evangélicos, para que recorriesen su
diócesis en varias direcciones, predicando la palabra divina y convirtiendo
almas a Dios. Quería además que los predicadores cuaresmales de su diócesis
predicasen de modo que todos los comprendiesen, para sacar fruto de sus
fatigas, por lo que muchas veces iba él mismo a escucharlos y los obligaba a
dar en la semana de Pasión los ejercicios espirituales a todo el pueblo en
forma de misión, de lo cual, se saca mucho provecho. Por esto solía decir por
este tiempo a su secretario: Me alegro de que en esta semana de Pasión se haga
misión en toda mi diócesis. El celo de Alfonso nunca satisfecho y cada vez más industrioso,
pasó aún más adelante, porque tanto en Airola como en Durazzan, estableció una
congregación de sacerdotes que debían reunirse una vez a la semana en un lugar
destinado al efecto, y allí despues de haber hecho oración mental, debían
ocuparse de adquirir la debida instrucción en confesar por medio de confesiones
prácticas, así como en predicar, haciendo ejercicios propios de las misiones. Y
a fin de que se amaestrasen aún más para estar en estado de ir a su tiempo a
las misiones, los mandaba en compañía de otros misioneros, particularmente con
los de su congregación cuando iban a predicar a su diócesis. Instruidos de este
modo, los mandaba despues, de cuando en cuando, a los sitios más distantes y
remotos de ella, donde habia ranchos y pequeñas aldeas de gente pobre, idiota y
dispersa; y bendiciendo el Señor esta obra, no era poco el fruto que se
recogía. No dejaba al mismo tiempo de instruir y amonestar su grey con cartas
pastorales, edictos, notificaciones, avisos y otras cosas semejantes, según lo exigía
la necesidad y él lo juzgaba oportuno. Quería también que sus vicarios foráneos
y los párrocos vigilasen cuidadosamente a cerca de las buenas costumbres, y que
de palabra o por escrito le informasen plenamente de cualquier desorden que
ocurriese. Frecuentemente llamaba a estos mismos y a algunos religiosos y otras
personas de saber, para consultar con ellos y dictar las medidas más eficaces y
adaptadas al bien y provecho de su grey; y si llegaba a saber que entre sus diocesanos
habia sinsabores, litigios, odios o enemistades, no omitía diligencia alguna
para componer, tranquilizar y reconciliar sus ánimos y mantener por todas
partes la paz y la caridad fraterna. Habiendo
sabido, una vez que se hallaba en Arienzo, que habia sido herido mortalmente un
joven bien nacido de aquel país, corrió inmediatamente a visitarlo, y con sus
dulces e insinuantes palabras lo indujo, así como a la madre, a perdonar al
ofensor: le mandó diariamente los alimentos durante el tiempo que sobrevivió, y
despues de su muerte asignó a la madre
una pensioncita por cuenta de su mesa episcopal. Murió también en la misma ciudad otro diocesano suyo, a resultas de una
herida que le infirió un soldado, y Alfonso acudió a interponerse con el
hermano y la madre del difunto para obtener el perdón y la remisión en favor
del matador, como en efecto la obtuvo.
En
una ocasión dos caballeros jovencillos, por ese vano puntillo de honor tan
perjudicial al alma como al cuerpo, se desafiaron, y habiéndolo sabido Alfonso los
hizo llamar al instante y les demostró que habían cometido un pecado mortal con
solo el hecho del desafio y su aceptación, aunque no se hubiese verificado el
duelo, amonestándolos para que no volviesen a intentarlo. Luego tomó el
mayor empeño en promover todos los
obstáculos y medidas más eficaces para impedir en lo sucesivo semejantes desordenes y aun recurrió a la autoridad civil: además de que
habiendo sabido que los duelos no
eran tan raros en Nápoles hizo una
súplica al rey mismo para que se dignase
refrenarlos, y al estar dictándola exclamaba de cuando en cuando: Pobres almas,
pobres almas que van en, derechura al infierno. Despues de esto compuso una disertación sobre la impiedad de los
duelos, en la que recopiló todas las
leyes no solo eclesiásticas, sino civiles
del reino de Nápoles, que los prohíben, y la mandó al rey y aun a muchos ministros, a fin de que dictasen los remedios más oportunos, como en
efecto sucedió, pues se promulgó una
ley bastante severa contra ellos. Ni
tampoco fué nunca menor el empeño de Alfonso
para reprimir y corregir el atrevimiento de
los que no tienen ningún embarazo en abrir su boca profana contra el cielo y de proferir con su sacrílega lengua infames blasfemias.
Habiéndosele referido que uno de
estos incorregibles había vomitado una blasfemia abominable, mandó inmediatamente suplicar en su nombre al gobernador de Arienzo, que hiciese poner en la cárcel al que había osado
cometer un delito tan execrable y
digno del mayor castigo, para reparar el
escándalo y sirviese de público ejemplo a los demás.
Si el celo de Alfonso fué siempre tan fervoroso y tan incansable para alejar y quitar de su grey cualquiera vicio, nunca lo fué tanto respecto de otros, como lo fué en hacer una continua y vigorosa guerra al de la deshonestidad, y en procurar remover los escándalos públicos; porque este vicio, como él decía, lleva la mayor parte de los hombres al infierno. Y en verdad que con él también corre pareja la sed inmoderada e ilícita del oro, que forman los dos caminos más espaciosos y más frecuentados por donde las almas corren afanosas para precipitarse en el antro infernal. Sin embargo, no es posible referir todo cuanto practicó con las obras y de palabra para extirpar completamente de su grey este vicio brutal. Luego que sabía que alguno de los soldados que estaban de guarnición en Arienzo, tenía malas relaciones con una mujer, hablaba al comandante para hacerlo mudar de residencia, y lo mismo hacía con los dependientes del tribunal, escribiendo al comisario y mandando llamar con frecuencia al jefe de ellos para recomendarle que tuviese la mayor vigilancia con ellos. Vió con desagrado que en Arienzo solían dejar detenidas a las mujeres delincuentes en las habitaciones de los alguaciles por falta de una cárcel separada, y para cortar este escándalo rogó al duque de aquel lugar que destinase otra cárcel para esas mujeres, el que tanto por lo racional de la petición, cuanto por la opinión que tenía de la santidad de Alfonso, no vaciló un momento en hacer lo que le pedía.
Pero sobre todo, se esforzó en reducir al
buen sendero y conservar firmes en el nuevo tenor de vida que habían emprendido
aquellas mujeres mundanas, que son ciertamente la piedra de escándalo y anzuelo engañoso en que tantas almas quedan
presas y suspendidas del precipicio. Luego
que sabía que habia alguna (mujer de mala vida) la mandaba llamar, así como a
su cura párroco, y en presencia de éste y de algunos de sus familiares, nunca a
solas y siempre con las puertas abiertas, la reprendía con la mayor dulzura y
caridad: le hacía conocer el infeliz estado de su alma y se valía de todos los
medios posibles para convertirla: despues, si era pobre, le asignaba una cantidad
diaria, porque sabía muy bien cuán mala consejera e
incitadora al mal es la indigencia. Si alguna daba indicios de un sincero
arrepentimiento, la mandaba a alguno de los conservatorios de Nápoles, manteniéndola
a sus expensas, o bien si contraía matrimonio, le dispensaba los derechos de su
curia, le daba muchos subsidios caritativos, y aun parte de la dote; y cuando
no podía hacer todo esto por sí solo, hacia contribuir aquellos fondos de su
diócesis, que por su fundación estaban obligados a dar limosnas. En una palabra, nada omitía para sacar a
esas mujeres de la inmunda fetidez en que yacían, y para procurarles una colocación
estable y segura: y no fueron pocas las que aprovechándose de los cuidados de
Alfonso, llevaron por el resto de sus días una vida no solo cristiana, sino de
bastante edificación.
Estaba
Alfonso en Nocera de los Paganos, adonde habia ido para restablecer algún tanto
su salud con la variación del temperamento, despues de una grave enfermedad que
habia sufrido, cuando supo que una de dichas mujeres que el Santo habia expulsado
de su diócesis porque era incorregible, aprovechándose de la ausencia del
obispo, habia vuelto a ella. Fue tanto lo que lo indispuso esta noticia, que al
visitarlo Monseñor Volpe, obispo de dicha ciudad, se lo echó de ver y le preguntó
la causa. Alfonso le respondió que estaba desazonado porque era obispo: y ni
las razones del mismo, ni las de los padres de su congregación, ni las de otras
personas que expusieron a su consideración el peligro que corría su salud con
ello, pudieron disuadirlo de volver a su diócesis, aunque no hacía más que dos días
que habia venido de allá: así es que el mismo día que llegó a Arienzo hizo
llamar a la citada mujer, y tanto le dijo con dulzura y con energía, rogando,
llorando y amenazando, que bendiciendo el Señor sus palabras y su celo, tuvo el
consuelo de verla echarse a sus pies conmovida y compungida. Prometiéndole con
muchas lágrimas que enmendaría su vida para siempre. En efecto, habiéndola
enviado al conservatorio de las convertidas de Nápoles, llevó allí una vida
ejemplar y de verdadera penitente.
Cuando
veía que eran inútiles todos los medios más eficaces de que se valía para la
conversión de esta clase de mujeres, imploraba, según los sagrados cánones, la
ayuda del brazo secular, bien para hacerlas expulsar de toda su diócesis, o
bien para hacerlas prender y encerrar en la cárcel de corrección que habia procurado
y donde les daba el alimento diario; y no solo obraba así con las mujeres de
esta clase, sino que hacía lo mismo con cualquiera otra persona escandalosa, particularmente
en cuanto a la lujuria, aun cuando fuese noble, militar, eclesiástica o
religiosa. Para él no habia consideraciones ni respetos humanos de nacimiento,
de preponderancia, de riqueza ni de rango, sino que despues de haber advertido
y corregido al delincuente, y de haberse valido de todos los medios eficaces
para reducirlo a Dios, echaba mano de otros más fuertes y alcanzaba un feliz
resultado. Así lo hizo, entre otros, con un eclesiástico
escandaloso,
que despues de varias amonestaciones paternales, y de otras tentativas hechas en
vano, lo hizo poner en la cárcel, a pesar del gran poderío que
gozaba por
la parentela que tenía.
La solicitud de Alfonso se dirigió también a
impedir toda clase de familiaridad sospechosa entre uno y otro sexo, y los
enamoramientos de la incauta juventud; y para evitar hasta cierto punto los
engaños que suelen hacer los jóvenes con las promesas de matrimonio, mandó que
no se recibiesen tales promesas, sino cuando ya estaba para contraerse el
matrimonio. Además, declaró, caso reservado a él, absolver a los padres y
madres que hubiesen conservado en su casa a los jóvenes que hubieran contraído
esponsales con sus hijas. Con estas leyes hizo ciertamente que se recibiese este
sacramento con la reverencia y con la pureza que conviene y con las que
regularmente no se recibe.
Su solicitud no solo se dirigía a remover de
su grey los escándalos públicos, sino también todo cuanto pudiese retraerla del
bien y servirle de tropiezo: así que, temiendo que el fervor de que se llenó el
pueblo a su llegada a Santa Águeda, se resfriase con una comedia que algunas
personas acomodadas de aquella ciudad habían dispuesto representar en el
próximo carnaval, se valió de toda clase de medios para impedir su ejecución,
como en efecto lo consiguió. Habiendo sabido en otra ocasión que se hallaban en
Arienzo algunos cómicos que habían ido allí con el objeto de representar algunas
comedias, los mandó llamar inmediatamente y les mandó que saliesen de su
diócesis sin osar representar ninguna; y como se resistían a obedecer, les hizo
entender Alfonso que si no partían de buen grado, él sabría el modo de hacerlos
partir por fuerza. Atemorizados con esta respuesta, tanto más, cuanto que ya sabían
la santidad de Alfonso y la gran estima en que lo tenían todos, no hicieron más
que replicarle que aquella era su profesión y que no tenían otra con que ganar
su sustento. Pues bien, añadió entonces Alfonso, si queréis limosna, os la
daré; pero salid de mi diócesis. Dicho esto, les hizo dar una suma de dinero,
la que recibida por los cómicos, se fueron.
Nada diremos de los desvelos de Alfonso para
hacer que los dogmas de nuestra santa fe se mantuviesen puros e intactos en su
grey, y no se contaminasen con doctrinas falsas y reprobadas. Si, como se dirá
en otra parte, trabajó tanto en defensa de la verdad de la fe, y en combatir
los errores que los novadores intentaban esparcir contra ella, mucho más se esmeró
ciertamente en mantener lejos del campo que se había confiado a su cuidado toda
semilla que no fuese buena y que pudiese corromper o esterilizar la de la
doctrina evangélica.
“VIDA DE SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO”
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