lunes, 2 de agosto de 2021

Celo de San Alfonso María de Ligorio para reformar las costumbres de su grey y remover los escándalos.


 



Pero si tanto trabajó Alfonso por la exacta disciplina del clero y de las sagradas vírgenes, ¡oh! ¡y cuánto no se ocupó y se afanó todavía por el bien y provecho espiritual del resto de su grey! Comprendía él muy bien que antes de edificar y de plantar, es necesario descombrar y destruir los obstáculos, esto es, extirpar el vicio y desterrar el mal, para poder despues establecer el bien y radicar la virtud; por lo que sus primeros pensamientos y sus primeros afanes con respecto al pueblo, fueron corregir las costumbres y desterrar los vicios, a fin de poder luego conducir más fácilmente al bien y aun procurar la perfección, según la vocación y el estado de cada uno. Con este objeto, sin omitir fatiga y sin atender a ninguna indisposición de salud o a cualquiera otra cosa, se ocupaba continuamente, como ya se ha dicho, en predicar en forma de misiones, y en dar instrucciones, y en hacer catequismos, exhortaciones y novenas, ya en una, ya en otra iglesia, y aun algunas veces en las plazas públicas. Hallándose en la visita de algunos distritos en que habia muchos pueblecillos o aldeas próximas, en los días festivos, particularmente después de haber predicado por la mañana en uno de ellos, iba por la tarde a predicar a otro: de esta manera, desatándose unas veces contra el vicio y representando toda su deformidad, y otras mostrando la infinita misericordia de un Dios que da tiempo al pecador para volver en sí y espera su arrepentimiento, y otras explicando é insinuando los deberes de la vida cristiana, procuraba la conversión de los pecadores, la reanimación de los débiles y de los tímidos, y un más exacto cumplimiento de las obligaciones propias de cada estado.

 

   Y no contento con todo esto, también hacia venir todos los años misioneros, esto es, sacerdotes de su congregación o de la de Nápoles, o a los padres operarios píos, a los religiosos del orden de predicadores u otros celosos ministros evangélicos, para que recorriesen su diócesis en varias direcciones, predicando la palabra divina y convirtiendo almas a Dios. Quería además que los predicadores cuaresmales de su diócesis predicasen de modo que todos los comprendiesen, para sacar fruto de sus fatigas, por lo que muchas veces iba él mismo a escucharlos y los obligaba a dar en la semana de Pasión los ejercicios espirituales a todo el pueblo en forma de misión, de lo cual, se saca mucho provecho. Por esto solía decir por este tiempo a su secretario: Me alegro de que en esta semana de Pasión se haga misión en toda mi diócesis. El celo de Alfonso nunca satisfecho y cada vez más industrioso, pasó aún más adelante, porque tanto en Airola como en Durazzan, estableció una congregación de sacerdotes que debían reunirse una vez a la semana en un lugar destinado al efecto, y allí despues de haber hecho oración mental, debían ocuparse de adquirir la debida instrucción en confesar por medio de confesiones prácticas, así como en predicar, haciendo ejercicios propios de las misiones. Y a fin de que se amaestrasen aún más para estar en estado de ir a su tiempo a las misiones, los mandaba en compañía de otros misioneros, particularmente con los de su congregación cuando iban a predicar a su diócesis. Instruidos de este modo, los mandaba despues, de cuando en cuando, a los sitios más distantes y remotos de ella, donde habia ranchos y pequeñas aldeas de gente pobre, idiota y dispersa; y bendiciendo el Señor esta obra, no era poco el fruto que se recogía. No dejaba al mismo tiempo de instruir y amonestar su grey con cartas pastorales, edictos, notificaciones, avisos y otras cosas semejantes, según lo exigía la necesidad y él lo juzgaba oportuno. Quería también que sus vicarios foráneos y los párrocos vigilasen cuidadosamente a cerca de las buenas costumbres, y que de palabra o por escrito le informasen plenamente de cualquier desorden que ocurriese. Frecuentemente llamaba a estos mismos y a algunos religiosos y otras personas de saber, para consultar con ellos y dictar las medidas más eficaces y adaptadas al bien y provecho de su grey; y si llegaba a saber que entre sus diocesanos habia sinsabores, litigios, odios o enemistades, no omitía diligencia alguna para componer, tranquilizar y reconciliar sus ánimos y mantener por todas partes la paz y la caridad fraterna. Habiendo sabido, una vez que se hallaba en Arienzo, que habia sido herido mortalmente un joven bien nacido de aquel país, corrió inmediatamente a visitarlo, y con sus dulces e insinuantes palabras lo indujo, así como a la madre, a perdonar al ofensor: le mandó diariamente los alimentos durante el tiempo que sobrevivió, y despues de su muerte asignó a  la madre una pensioncita por cuenta de su mesa episcopal. Murió también en la misma ciudad otro diocesano suyo, a resultas de una herida que le infirió un soldado, y Alfonso acudió a interponerse con el hermano y la madre del difunto para obtener el perdón y la remisión en favor del matador, como en efecto la obtuvo.

 

   En una ocasión dos caballeros jovencillos, por ese vano puntillo de honor tan perjudicial al alma como al cuerpo, se desafiaron, y habiéndolo sabido Alfonso los hizo llamar al instante y les demostró que habían cometido un pecado mortal con solo el hecho del desafio y su aceptación, aunque no se hubiese verificado el duelo, amonestándolos para que no volviesen a intentarlo. Luego tomó el mayor empeño en promover todos los obstáculos y medidas más eficaces para impedir en lo sucesivo semejantes desordenes y aun recurrió a la autoridad civil: además de que habiendo sabido que los duelos no eran tan raros en Nápoles hizo una súplica al rey mismo para que se dignase refrenarlos, y al estar dictándola exclamaba de cuando en cuando: Pobres almas, pobres almas que van en, derechura al infierno. Despues de esto compuso una disertación sobre la impiedad de los duelos, en la que recopiló todas las leyes no solo eclesiásticas, sino civiles del reino de Nápoles, que los prohíben, y la mandó al rey y aun a muchos ministros, a fin de que dictasen los remedios más oportunos, como en efecto sucedió, pues se promulgó una ley bastante severa contra ellos. Ni tampoco fué nunca menor el empeño de Alfonso para reprimir y corregir el atrevimiento de los que no tienen ningún embarazo en abrir su boca profana contra el cielo y de proferir con su sacrílega lengua infames blasfemias. Habiéndosele referido que uno de estos incorregibles había vomitado una blasfemia abominable, mandó inmediatamente suplicar en su nombre al gobernador de Arienzo, que hiciese poner en la cárcel al que había osado cometer un delito tan execrable y digno del mayor castigo, para reparar el escándalo y sirviese de público ejemplo a los demás.

 

   Si el celo de Alfonso fué siempre tan fervoroso y tan incansable para alejar y quitar de su grey cualquiera vicio, nunca lo fué tanto respecto de otros, como lo fué en hacer una continua y vigorosa guerra al de la deshonestidad, y en procurar remover los escándalos públicos; porque este vicio, como él decía, lleva la mayor parte de los hombres al infierno. Y en verdad que con él  también corre pareja la sed inmoderada e ilícita del oro, que forman los dos caminos más espaciosos y más frecuentados por donde las almas corren afanosas para precipitarse en el antro infernal. Sin embargo, no es posible referir todo cuanto practicó con las obras y de palabra para extirpar completamente de su grey este vicio brutal. Luego que sabía que alguno de los soldados que estaban de guarnición en Arienzo, tenía malas relaciones con una mujer, hablaba al comandante para hacerlo mudar de residencia, y lo mismo hacía con los dependientes del tribunal, escribiendo al comisario y mandando llamar con frecuencia al jefe de ellos para recomendarle que tuviese la mayor vigilancia con ellos. Vió con desagrado que en Arienzo solían dejar detenidas a las mujeres delincuentes en las habitaciones de los alguaciles por falta de una cárcel separada, y para cortar este escándalo rogó al duque de aquel lugar que destinase otra cárcel para esas mujeres, el que tanto por lo racional de la petición, cuanto por la opinión que tenía de la santidad de Alfonso, no vaciló un momento en hacer lo que le pedía.

 

   Pero sobre todo, se esforzó en reducir al buen sendero y conservar firmes en el nuevo tenor de vida que habían emprendido aquellas mujeres mundanas, que son ciertamente la piedra de escándalo y  anzuelo engañoso en que tantas almas quedan presas y suspendidas del precipicio. Luego que sabía que habia alguna (mujer de mala vida) la mandaba llamar, así como a su cura párroco, y en presencia de éste y de algunos de sus familiares, nunca a solas y siempre con las puertas abiertas, la reprendía con la mayor dulzura y caridad: le hacía conocer el infeliz estado de su alma y se valía de todos los medios posibles para convertirla: despues, si era pobre, le asignaba una cantidad diaria, porque sabía muy bien cuán mala consejera e incitadora al mal es la indigencia. Si alguna daba indicios de un sincero arrepentimiento, la mandaba a alguno de los conservatorios de Nápoles, manteniéndola a sus expensas, o bien si contraía matrimonio, le dispensaba los derechos de su curia, le daba muchos subsidios caritativos, y aun parte de la dote; y cuando no podía hacer todo esto por sí solo, hacia contribuir aquellos fondos de su diócesis, que por su fundación estaban obligados a dar limosnas. En una palabra, nada omitía para sacar a esas mujeres de la inmunda fetidez en que yacían, y para procurarles una colocación estable y segura: y no fueron pocas las que aprovechándose de los cuidados de Alfonso, llevaron por el resto de sus días una vida no solo cristiana, sino de bastante edificación.

 

   Estaba Alfonso en Nocera de los Paganos, adonde habia ido para restablecer algún tanto su salud con la variación del temperamento, despues de una grave enfermedad que habia sufrido, cuando supo que una de dichas mujeres que el Santo habia expulsado de su diócesis porque era incorregible, aprovechándose de la ausencia del obispo, habia vuelto a ella. Fue tanto lo que lo indispuso esta noticia, que al visitarlo Monseñor Volpe, obispo de dicha ciudad, se lo echó de ver y le preguntó la causa. Alfonso le respondió que estaba desazonado porque era obispo: y ni las razones del mismo, ni las de los padres de su congregación, ni las de otras personas que expusieron a su consideración el peligro que corría su salud con ello, pudieron disuadirlo de volver a su diócesis, aunque no hacía más que dos días que habia venido de allá: así es que el mismo día que llegó a Arienzo hizo llamar a la citada mujer, y tanto le dijo con dulzura y con energía, rogando, llorando y amenazando, que bendiciendo el Señor sus palabras y su celo, tuvo el consuelo de verla echarse a sus pies conmovida y compungida. Prometiéndole con muchas lágrimas que enmendaría su vida para siempre. En efecto, habiéndola enviado al conservatorio de las convertidas de Nápoles, llevó allí una vida ejemplar y de verdadera penitente.

 

   Cuando veía que eran inútiles todos los medios más eficaces de que se valía para la conversión de esta clase de mujeres, imploraba, según los sagrados cánones, la ayuda del brazo secular, bien para hacerlas expulsar de toda su diócesis, o bien para hacerlas prender y encerrar en la cárcel de corrección que habia procurado y donde les daba el alimento diario; y no solo obraba así con las mujeres de esta clase, sino que hacía lo mismo con cualquiera otra persona escandalosa, particularmente en cuanto a la lujuria, aun cuando fuese noble, militar, eclesiástica o religiosa. Para él no habia consideraciones ni respetos humanos de nacimiento, de preponderancia, de riqueza ni de rango, sino que despues de haber advertido y corregido al delincuente, y de haberse valido de todos los medios eficaces para reducirlo a Dios, echaba mano de otros más fuertes y alcanzaba un feliz resultado. Así lo hizo, entre otros, con un eclesiástico escandaloso, que despues de varias amonestaciones paternales, y de otras tentativas hechas en vano, lo hizo poner en la cárcel, a pesar del gran poderío que gozaba por la parentela que tenía.

 

   La solicitud de Alfonso se dirigió también a impedir toda clase de familiaridad sospechosa entre uno y otro sexo, y los enamoramientos de la incauta juventud; y para evitar hasta cierto punto los engaños que suelen hacer los jóvenes con las promesas de matrimonio, mandó que no se recibiesen tales promesas, sino cuando ya estaba para contraerse el matrimonio. Además, declaró, caso reservado a él, absolver a los padres y madres que hubiesen conservado en su casa a los jóvenes que hubieran contraído esponsales con sus hijas. Con estas leyes hizo ciertamente que se recibiese este sacramento con la reverencia y con la pureza que conviene y con las que regularmente no se recibe.

 

   Su solicitud no solo se dirigía a remover de su grey los escándalos públicos, sino también todo cuanto pudiese retraerla del bien y servirle de tropiezo: así que, temiendo que el fervor de que se llenó el pueblo a su llegada a Santa Águeda, se resfriase con una comedia que algunas personas acomodadas de aquella ciudad habían dispuesto representar en el próximo carnaval, se valió de toda clase de medios para impedir su ejecución, como en efecto lo consiguió. Habiendo sabido en otra ocasión que se hallaban en Arienzo algunos cómicos que habían ido allí con el objeto de representar algunas comedias, los mandó llamar inmediatamente y les mandó que saliesen de su diócesis sin osar representar ninguna; y como se resistían a obedecer, les hizo entender Alfonso que si no partían de buen grado, él sabría el modo de hacerlos partir por fuerza. Atemorizados con esta respuesta, tanto más, cuanto que ya sabían la santidad de Alfonso y la gran estima en que lo tenían todos, no hicieron más que replicarle que aquella era su profesión y que no tenían otra con que ganar su sustento. Pues bien, añadió entonces Alfonso, si queréis limosna, os la daré; pero salid de mi diócesis. Dicho esto, les hizo dar una suma de dinero, la que recibida por los cómicos, se fueron.

 

   Nada diremos de los desvelos de Alfonso para hacer que los dogmas de nuestra santa fe se mantuviesen puros e intactos en su grey, y no se contaminasen con doctrinas falsas y reprobadas. Si, como se dirá en otra parte, trabajó tanto en defensa de la verdad de la fe, y en combatir los errores que los novadores intentaban esparcir contra ella, mucho más se esmeró ciertamente en mantener lejos del campo que se había confiado a su cuidado toda semilla que no fuese buena y que pudiese corromper o esterilizar la de la doctrina evangélica.

 

“VIDA DE SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO”

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