domingo, 4 de diciembre de 2016

Castigos Terribles (a los que cometen sacrilegio en la comunión)




   Es espeluznante el caso de un desgraciado que, públicamente, se jactaba de ser ateo y de aborrecer a los curas, a la Iglesia, sus fiestas y Sacramentos. Cuantas veces afeaban su parecer y pretendían convencerle de sus desatinos y necias palabras, exponiéndose al peligro de una mala muerte, contestaba él: ––A la hora de la muerte ya me entenderé yo solo con Dios, y, por lo que hace al honor de mi familia, no me faltará tiempo para simular que comulgo convencido y bien preparado. ¡Qué desgraciado! Sobrevínole una enfermedad mortal, y al decirle que sería conveniente llamar al sacerdote, contestó: ––Yo siempre estoy bien con Dios; al confesor no tengo nada que decirle: que me traigan la Comunión. Con mucho pesar se le trajo la Comunión para complacer a los parientes, y esperando que volvería en sí. La recibió como la puede recibir un incrédulo, sin fervor, sin devoción, sin respeto y como si se burlara, con la mayor indiferencia. Pero ¿qué sucedió? Que apenas hubo pasado la Sagrada Forma, se estremece, se retuerce en modo horrible y grita: Que me quemo, que me abraso. —Y así, gritando, muere desesperado, dejando en todos segura impresión de un merecido castigo.

   Peor suerte tuvo otro individuo del mismo lugar. Este no se las daba de irreligioso, pues le convenía proceder así; más bien era amigo de los sacerdotes y frecuentaba la Iglesia y recibía los Sacramentos. Pero al mismo tiempo vivía con malos compañeros y era asiduo también a las casas de perdición, sin preocuparse de su conciencia, ni del buen ejemplo, ni de la vida cristiana. Nadaba a dos aguas, como decimos nosotros; lo mismo trataba con los sacerdotes que con el demonio. Estando para morir, pues la muerte no respeta a nadie, llamó a tiempo al sacerdote, se confesó y se le quiso administrar el Santo Viático; pero al momento se hinchó en forma horrible, los ojos se le cerraron de tal manera que apenas se le notaban; la boca se le estiró; y en tal forma se le cerró que fué imposible de todo punto hacerle pasar ni siquiera una pequeña partícula de la Sagrada Forma. Jesucristo, infinitamente bueno, no quiso entrar más en aquel cuerpo, reo de tantos sacrilegios, ni consintió fuera recibido sacrílegamente por última vez. Los fieles que habían acompañado al Santísimo Sacramento comentaban el hecho, que les sirvió de provechosa lección.

   Estos dos casos, por demás horribles, pero que pueden servir de gran escarmiento, son la fiel expresión de aquellas palabras de la Sagrada Escritura: “De Dios nadie se ríe”. Y mayores serían aún los castigos si estos sacrilegios los cometieran (lo que Dios no permita) personas religiosas o ministros de Dios.

   Narra la Historia que cierto rey del antiguo país de Etiopía había confiado a un general de su ejército a su hijo, que era único, y por tanto debería sucederle en el trono con la dignidad correspondiente a tan elevada misión. Aquel general aprovechó con la mayor indignidad la confianza que en él había depositado su rey, con intención de hacerle traición, envenenando, lenta, pero eficazmente al hijo, para conseguir que muriera y así apoderarse del gobierno de la nación. Habiéndose enterado el rey de tan siniestras como crueles intenciones, montando en justa ira, mandó ataran a un palo al general en medio de la Plaza Mayor, y, presente; todo el ejército, arco en ristre, afeó su conducta con estas palabras: ¿Así, miserable, querías corresponder a mis esperanzas y a la confianza depositada en ti? Recibe, pues, el castigo que mereces. Y, dada la orden, cientos y miles de flechas envenenadas atravesaron el pecho y el corazón de aquel general cruel y traidor para con su rey. Pues bien, esta terrible escena se repetirá eternamente en el infierno contra los sacrílegos que hayan correspondido mal a los favores de Dios y a las gracias de la Santa Comunión; para éstos será mucho peor su suerte. ¿Has oído lo que dicen del avispero?

   Discípulo —No, Padre; cuéntemelo.

   Maestro —Un fulano, mientras paseaba cierto día por el campo, topó con un montón de tierra de la forma de un grande sombrero lleno de agujeros, oyéndose dentro del mismo un leve, pero animado susurro. Se detiene acusado por la curiosidad, se asoma, y con la punta del bastón, hurga los pequeños agujeros. ¡Pobrecillo, ojalá no se le hubiese ocurrido hacer esto! Era un enorme avispero; al momento de meter el bastón, salen precipitadamente millares de avispas irritadas, y todas a la vez se agolpan en él y le acribillan a picaduras de la manera más furiosa y terrible. El pobre desventurado se defendía furiosamente para librarse; pero con esto irritaba a las avispas que, enfurecidas, hunden sus aguijones en el pobre infeliz, hasta el punto de que este, hinchada la cara y la cabeza, cae extenuado y muere entre horribles convulsiones. Todos los sacrilegios, con tantísima frecuencia cometidos por cientos y por miles de veces tendrán también sus avispas que en el infierno atormentarán eternamente a los religiosos y sacerdotes que hayan abusado de su vocación y ministerio y héchose reos de sacrilegios en este misterio de amor. Con la particularidad de que estas avispas no desaparecerán, como ellos, nunca jamás, renovándose constantemente estas torturas.

   D. — ¡Dios mío, qué castigos tan horrorosos! Pero, Padre, yo creo que habrá muy pocos de estos sacerdotes y religiosos.

   M. — Confiemos que serán pocos, porque Dios los protege y guarda, y Jesucristo los defiende como la pupila de sus ojos; pero difícil será que no haya alguna sorpresa desagradable.

(Recemos pues, por nuestros sacerdotes todo los días) Agregado por el blog.

Pbro. Luis José Chiavarino


COMULGAD BIEN

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