Habiendo interrogado
con frecuencia y con el mayor cuidado y atención a numerosísimas personas,
sobresalientes en santidad y en doctrina, sobre. cómo poder distinguir por
medio de una regla segura, general y normativa, la verdad de la fe católica de
la falsedad perversa de la herejía, casi todas me han dado la misma respuesta: “Todo cristiano que quiera desenmascarar
las intrigas de los herejes que brotan a nuestro alrededor, evitar sus trampas
y mantenerse íntegro e incólume en una fe incontaminada, debe, con la ayuda de
Dios, pertrechar su fe de dos maneras: con la autoridad de la ley divina ante
todo, y con la tradición de la Iglesia Católica”.
Sin embargo, alguno podría objetar: Puesto
que el Canon de las Escrituras es de por sí más que suficientemente perfecto
para todo, ¿qué necesidad hay de que se
le añada la autoridad de la interpretación de la Iglesia?
Precisamente porque la Escritura, a causa de
su misma sublimidad, no es entendida por todos de modo idéntico y universal. De
hecho, las mismas palabras son interpretadas de manera diferente por unos y por
otros. Se podría decir que tantas son las interpretaciones como los lectores.
Vemos, por ejemplo, que Novaciano explica
la Escritura de un modo, Sabelio de otro, Donato,
Arrio, Eunomio, Macedonio de
otro; y de manera diversa la interpretan Fotino,
Apolinar, Prisciliano, Joviniano, Pelagio, Celestio y, Nestorio.
Es pues, sumamente necesario, ante las
múltiples y enrevesadas (complejas, difícil de entender) tortuosidades del
error, que la interpretación de los Profetas y de los Apóstoles se haga
siguiendo la pauta del sentir católico. En la Iglesia Católica hay que poner el mayor cuidado
para mantener lo que ha sido creído en todas partes, siempre y por todos.
Esto es lo verdadera y propiamente
católico, según la idea de universalidad que se encierra en la misma etimología
de la palabra. Pero esto se
conseguirá si nosotros seguimos la universalidad, la antigüedad, el consenso
general. Seguiremos la
universalidad, si confesamos como verdadera y única fe la que la Iglesia entera
profesa en todo el mundo; la antigüedad, si no nos separamos de ninguna forma
de los sentimientos que notoriamente proclamaron nuestros santos predecesores y
padres; el consenso general, por último, si, en esta misma antigüedad,
abrazamos las definiciones y las doctrinas de todos, o de casi todos, los Obispos
y Maestros.
“El
Conmonitorio”
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