1° Porque
ella fué la que trazó sobre mi pecho y mi corazon la señal de la cruz. Dos
beneficios dispensa el sacerdote señalando solemnemente con la cruz: ennoblecer
las ideas y los afectos. La cruz es el arma espiritual que aleja de la inteligencia
las dudas y vacilaciones que la nublan; es la figura de aquella cátedra gloriosa
levantada en la cumbre del Calvario, desde la cual el maestro de las almas, la verdad
encarnada, con sus sufrimientos nos enseñó a creer, y derramó con la fe, cimentada con su
sangre, la luz indefectible del espíritu. Señalando mi corazon con la figura de
la cruz, unió mis sentimientos a los que agitaron al dulcísimo corazon de mi
Redentor, Jesús, se vuelca inmensurable de caridad, y asi la mano del sacerdote
amparó mi frente contra las invasiones del error y mi corazon contra la tiranía
del odio. La cruz me sujeta a la verdad y enciende en mí el amor.
2°
Porque esa mano, derramando sobre mi cabeza el agua santa de la regeneración,
me purificó de la culpa original y me abrió las puertas de la Iglesia. — En
efecto, por el bautismo fui inscrito en el libro de la vida, fui libertado de
la esclavitud del maligno espíritu, obtuve el derecho de ser llamado hijo de
Dios y de participar de la herencia del Padre celestial. Asi como el maligno espíritu
se valió de la mano de Eva para ofrecer a Adán, padre del género humano, la
fruta prohibida, germen de la muerte, asi el Espíritu Santo, que anima la
Iglesia, se sirve de la mano del sacerdote para alargar la fruta de la gracia
divina, vinculada en el bautismo, que es fruta de resurrección y de
inmortalidad.
La beso, pues, respetuosamente, recordando que
esa mano me levantó del abismo de las tinieblas y me trasladó de la región del
pecado a la de la gracia.
3° Porque esa mano es la que, autorizada por
Dios, me dispensa el perdón, absolviéndome de mis culpas; la que cura las
heridas abiertas en mi alma por las pasiones; la que me conforta y sostiene
cuando vacilo en la pendiente de la tentación.
Sí; la besaré reverente y me acercaré con frecuencia al tribunal de la misericordia. Junto al confesonario, que es la piscina de curación espiritual, está el sacerdote que me espera para tenderme la mano y acompañarme a tocar las aguas medicinales de mi alma. Me examinaré, me arrepentiré de mis culpas, las confesaré y me haré digno de recibir la absolución de esa mano que beso. El paralitico, de que nos habla el Evangelio, estuvo treinta y ocho años al borde de la piscina de curación, sin alcanzarla salud apetecida, y preguntándole el Salvador por qué no estaba curado despues de tanto esperar “Señor, contestó, no tengo quien me tienda la mano; baja el ángel, mueve el agua, otro desciende, y yo me quedo postrado.” Yo soy más dichoso, porque el sacerdote está siempre junto a mí, y asiéndome de la mano me hará tocar el agua regeneradora.
4° Porque me señala el camino que conduce de
la tierra al cielo, abriendo ante mis ojos libros de santa instrucción y
presentándome ejemplares de sólida virtud. Los que no me quieren tan
sólidamente como me quiere el ministro de Dios, me señalarán senderos más apacibles
a la degenerada naturaleza, mostrándome el camino del deleite, de la fortuna,
de la gloria terrenal; pero la mano del sacerdote, es la del amigo que me
entrega el libro de la ley de Dios y el de la vida de los santos. “Estudia, me
dice la doctrina de salvación, contempla los actos edificantes de los santos que
fueron los discípulos de esta doctrina. De este modo me enseña el sacerdote a
ser discípulo de Jesucristo, a ser firme en mi fe, y a precaverme de los que
quieran pervertirme.
5° Porque
me alarga el pan santo de la Eucaristía, con el que me alimento y robustezco cuando,
abatidas las fuerzas por el cansancio del combate que sostengo contra mis
pasiones, desfallecería sin el auxilio de la adorable comunion. — La mano del
sacerdote es la que me administra la celestial comida, que se llama el pan de
los fuertes. El pan que el sacerdote me da, es el que fortificó el corazon de
las vírgenes que, no obstante su debilidad, supieron desafiar el furor de las
fieras en los circos paganos; es el que comunica fuerza a los vacilantes para
arrostrar las contradicciones dirigidas contra la fe y la virtud: el sagrado
pan sostiene la vida, eleva los sentimientos, desarrolla el amor divino, agiganta
las fuerzas del alma, purifica el corazon y nos inmortaliza. Al darme la
comunion el sacerdote, me da la semilla más fecunda de la santidad.
6° Porque sostiene y eleva la Sagrada
Hostia, convertida en el adorable cuerpo de mi Dios, y el cáliz venerable que
contiene la preciosísima sangre de aquel que me redimió.
Santa es la mano escogida para ser el trono en que se eleva la suprema Majestad de Jesucristo, en el Sacrificio incruento de la misa. Si toda alma devota se postra con respeto ante el pesebre de Belén, porque sirvió de cuna al tierno hijo de María; si con respetuoso temor se inclina el hombre ante el Lignum crucis, por ser fragmento de aquel madero Sagrado que sostuvo al Redentor agonizante y muerto, ¿cómo no había de besar la mano, que es el pesebre en que Jesús nace y la cruz en que Jesús se sacrifica cada día en el Belén y en el Calvario del altar? Dichoso de mí si al besar la mano del sacerdote avivo la fe en los grandes misterios que por ella se repiten en la santa misa.
7° Porque al ser ordenado ministro de Dios,
el Obispo, sucesor de los Apóstoles, se la ungió con el santo crisma,
ennobleciéndola con estas palabras: “Dignate,
Señor, consagrar y santificar estas manos por efecto de esta unción y de
nuestra bendición, a fin de que todo lo que bendijeren quede bendito, y cuanto
consagraren quede consagrado y santificado en nombre de Nuestro Señor
Jesucristo”. ¡Tan glorioso es el
destino de la mano sacerdotal! por esto la beso.
Besando esta
mano ungida, beso el manantial de todas las bendiciones que de ella fluyen,
beso en su principio todos los objetos por ella bendecidos, y beso en espíritu
la Hostia adorable que ella santifica y consagra, beso a Jesús que la consagró
y que fué por ella consagrado. La fe y el amor brillen en este humilde y noble beso de
los labios.
8° Porque ella, cuando el hombre se encuentra
en los linderos de la eternidad, derrama sobre los sentidos de mi cuerpo el
óleo santo que, fecundizado por la gracia de Jesucristo, perdona los extravíos
que con ellos padeciera. Es la mano que me ase fuertemente para que pueda dar
con acierto y seguridad el último paso en la terrenal peregrinación. La beso, porque desde la cuna, en que me dió el
bautismo, hasta el lecho de la muerte, en que me dispensa la última unción, no
me deja un solo instante. Dios ha constituido al sacerdote una especie de ángel
custodio que no me desampara ni en la hora en que la sociedad y la familia ya
nada puede esperar de mí. Es la mano de mi primero y último amigo, la que me unge
al venir al mundo para que sepa vivir, y me unge al irme de la tierra para que
acierte a bien morir.
9° La beso porque,
bendiciendo el matrimonio de mis padres, santificó mi casa y derramó el
espíritu de Dios en mi familia. En efecto, santificando a mis padres puso los
fundamentos de mi casa moral, la que, teniendo tan elevado origen y estando
erigida bajo tan saludable influencia, está al abrigo de las funestas consecuencias
de aquellas sociedades domésticas, a las cuales aludió el Espíritu Santo con
este anatema: “Si el Señor no edifica la
casa, vanos son los trabajos de los edificadores”. Mi casa empezó con la
sagrada bendición del sacerdote, y
por ella mis padres son para mí la representación
más inmediata de la Divinidad, de
tal modo que, cuando ante ellos me inclino,
lo hago ante Dios; a Él obedezco obedeciendo a mis padres, y si llegare a ultrajarlos, lo que Dios nunca permita, a Él alcanzarían
mis ultrajes. La bendición de esa
mano que beso, reflejó en la frente
de mis padres un destello de la luz
divina, hermosa corona que embellece á los
esposos cristianos y que convierte en ángeles bellos a los hijos de las casas santificadas.
10°
Porque al estar próximo mi fin temporal, esa mano me presentará como modelo y
esperanza la santa imagen de Cristo crucificado, endulzando las amarguras
indispensables en mi última hora. Esa mano que ofrece al moribundo la imagen de
Cristo, le consuela, pues le dice en sustancia: “No temas los horrores y la estrechez del sepulcro; no, porque si bien
tu cuerpo extenuado va a parar en tan estrecha y desapacible cárcel, la alma va
a penetrar en el espacioso cielo de ese corazon adorable que Cristo tiene
abierto de par en par. Antes tu espíritu habrá penetrado en ese volcán de la
caridad divina, que haya descendido tu cuerpo al podridero de la carne humana; sí,
tu espíritu estará antes en el corazon de Jesús, que tu cuerpo baya bajado a
las entrañas de la tierra, ¿qué debes temer?” ¿No es un consuelo, y consuelo imponderable, el que me proporciona la
mano del sacerdote, presentándome la imagen de Cristo agonizante en la hora de
mi agonía? — Hago, pues, bien en besar agradecido
una mano tan
benéfica.
11° Porque es la que despues de haber bendecido
todos los pasos del hombre desde el oriente al occidente de su vida, derrama
sobre, su sepulcro el agua de la santa misericordia, consolando a cuantos,
teniendo los ojos fijos en las cenizas de los seres queridos, están sedientos de
esperanza. Esa mano que beso, con su bendición ha santificado la tumba, que es
la urna preciosa, guardadora de los restos mortales de los que me precedieron
en la entrada a la eternidad. El agua bendita que derrama con el hisopo sobre
la tierra, que ha de confundirse con los huesos de los que me fueron queridos, al
misino tiempo que atrae la indulgencia sobre los difuntos, infunde a mi alma
íntima esperanza. Regando las cenizas sepultadas el sacerdote, me demuestra que
el sepulcro contiene algo más que un muerto, que allí está depositada una
semilla de vida y que de allí brotará de nuevo en el día de la resurrección aquel
cuerpo que ahora, cual mustia planta, yace abatido. No se riega la semilla
muerta, sino la que es capaz de vegetar. El agua bendita con que el sacerdote
riega la tumba es una ceremonia de bendición y esperanza.
12° Porque depone en sufragio de mis difuntos antepasados
el sacrificio del pan y del vino sagrado; desatando sus alas para que puedan volar
al seno de Dios, que es el de la eterna felicidad. Este es otro de los beneficios que la mano
del sacerdote me dispensa. El sacrificio que efectúa no sólo es en
honra y gloria de Dios, sino que también sirve de alivio a los que terminaron
la peregrinación terrenal. El pan del altar es el de las almas, así de las que
militan en las batallas de la vida, como de las que purgan las defecciones
sufridas en la guerra contra el mundo, demonio y carne. Dios recibe de la mano
del sacerdote el sacrificio y envía al alma paciente el fruto del sacrificio recibido
de la mano sacerdotal. Así puede decirse que la mano sagrada que beso es la que
introduce a la gloria al que en su antesala (el purgatorio) esperaba el indulto
de sus
culpas.
13°
Porque es la mano que Dios eligió y santificó para administrarme los
sacramentos de resurrección y de vida, devolviéndome lo que la culpa me
arrebató, y restaurando en mí la imagen divina que Adán desfiguró. La iglesia es
la verdadera madre espiritual del hombre; ella le engendra en su seno y le da a
la luz de la gracia por medio del Bautismo; le fortifica y robustece en la Confirmación;
le salva y cura por la Penitencia; le nutre y alimenta por la Eucaristía; le
conforta y lleva á feliz término por la Extremaunción: la mano del Obispo, que
tiene la plenitud del sacerdocio, perpetúa el magisterio cristiano por el Orden;
y la bendición del sacerdote santifica la familia por el Matrimonio. —La mano del sacerdote
es la que restaura la belleza y magnificencia del hombre espiritual, y la que
le reintegra por las maravillas de la gracia, vinculada en los sacramentos, en
la posesión de los derechos y prerrogativas de hijo de Dios.
“LA
SEÑAL DE LA CRUZ”
“Tomado
del periódico semanal La Caridad, de Yucatán”
(Año
1882)
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