sábado, 6 de noviembre de 2021

LA PERSECUCIÓN RELIGIOSA – Por JUAN VÁZQUEZ DE MELLA Y FANJUL.


 



Nota de Nicky Pío. Estas líneas escritas en 1934, fueron providencialmente escritas para estos tiempos en que vivimos. La talla de su autor, hace de estás pocas líneas casi  una profecía, que Vázquez de Mella nisiqueira podría imaginar. Pero Dios que conoce el futuro hace surgir estas mentes prodigiosas para edificación de los católicos pusilánimes de hoy. 

 

 

“Los caracteres del mal”

 

   Quizá algunos católicos, de esos que sólo se alarman cuando ven caer a hachazos las puertas de los templos y el puñal de los sectarios tinto en la sangre de los sacerdotes, nos tachen de exagerados al saber que no nos referimos a pueblos extraños al hablar de persecución religiosa, sino a la nación propia, a España, que, siendo eminentemente católica por su pasado y, a pesar de la maldad revolucionaria, por su presente, vive, hace muchos lustros, bajo el poder de Gobiernos contrarios a sus creencias y a su historia.

   Y, sin embargo, digan lo que quieran la hipocresía y la imbecilidad, la persecución religiosa existe feroz y sañuda como se ha visto pocas veces en el transcurso del siglo.

   Verdad es que aún no se nos impide congregarnos en la iglesia a oír Misa, ni se nos prohíbe rezar ni aun defender por escrito los fueros de la Esposa de Cristo; pero está ciego quien no vea que, si aún la Revolución no ha dicho a sus hordas que echen los cristianos a las fieras, ya se considera con alientos bastantes para amordazar, por medio de iniquidades legales, al sacerdote y poner a la palabra divina en estado de sitio; y aun hacer descender del púlpito al ministro de Dios y encarcelarlo como al más abyecto criminal. Y sordo se necesita ser para no oír los rugidos salvajes de la impiedad, que sobre los escombros del altar canta la muerte de la fe en muchos corazones y la victoria de Luzbel.

   No manifiesta sus excesos con tiranía material y sanguinaria que hace del cuchillo su arma de combate, y que con sus mismas violencias despierta a los dormidos y alienta a los cobardes y pusilánimes, y es causa indirecta de saludable reacción, no; esos procedimientos los desdeña ya por anticuados, y, con doblez farisaica, va derecha a su objeto mintiendo tolerancia y libertad, y estableciendo legislaciones inicuas para clavar a su amparo el diente ponzoñoso en las almas sencillas, arrancándoles las creencias católicas, dejándolas desoladas y sombrías, apagando en ellas el fuego amoroso de la caridad y la lumbre de la esperanza, para sepultarlas bajo el doble hielo de la indiferencia y del más frío positivismo, o abrasarlas con la calentura de los odios sectarios.



   Sí: la Revolución, o, para, hablar más claro, el liberalismo en todos sus grados y matices, no necesita ya de circos ni tormentos para destrozar carne de cristianos; le basta y le sobra con las legalidades doctrinarias para hollar y escarnecer a la Esposa de Cristo.

   Esta guerra sorda, corrosiva y mansa que va envenenando los entendimientos con lluvias de sofismas y torciendo las voluntades con ríos de cieno, es lo más implacable y criminal que pudo concebir el genio satánico, porque en ella, si salen ilesos los cuerpos, perecen los corazones y resultan heridas las almas.




   No hay en el mundo espectáculo más dolorosamente triste que el que ofrece un pueblo católico caminando, en medio del orden material, a perderse en los abismos de la apostasía, acaudillado por ateos y sofistas que se fingen sus libertadores.

   Y conviene observar que, en la historia del género humano, no hay memoria de un solo pueblo que se haya apartado voluntariamente de la verdad religiosa; porque, si las revoluciones materiales se verifican muchas veces de abajo arriba, los trastornos morales siempre se realizan de arriba abajo. De aquí que el poder público sea la primera ciudadela que asalta la impiedad para corromper una nación, y que sea también la primera que hay que reconquistar para cristianizar una sociedad e impedir que se consume su apostasía.

   Y por eso también la más arbitraria tiranía personal no puede compararse en maldad con la que toma cuerpo y se encarna en las instituciones y en las leyes.

   Cuando esto sucede, los hombres se acostumbran a ver florecer y desarrollarse, bajo las disposiciones del poder soberano, la iniquidad y la injusticia; y el hábito de contemplar el mal llega a matar el instinto del bien, o a considerar como natural y corriente el desorden moral y los males sociales como hechos completamente indestructibles.

   Entonces es cuando, según la frase de Lacordaire, los pueblos se extinguen en una agonía insensible, que aman como si fuera dulce y agradable reposo.

   Y, o mucho nos equivocamos, o España, si la corriente de los hechos no cambia o no se altera profundamente, marcha hacia uno de esos períodos que aparecen como lagunas fétidas en la historia de las naciones.

   Pero se dirá: enhorabuena que se conceda que la Iglesia no vea respetados sus derechos como deben serlo. Pero ¿no se deberá reconocer igualmente que el cuadro anterior está cargado de tintas demasiado sombrías y pesimistas? De ninguna manera. En los artículos siguientes demostraremos que la realidad es más negra que nuestras palabras, y, para no ser meros declamadores, señalaremos las causas del mal y buscaremos su remedio.

 

“La persecución religiosa y la Iglesia independiente del Estado ateo”

(AÑO 1934)

 

 

 


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