Nota
de Nicky Pío. Estas líneas escritas en 1934, fueron providencialmente escritas
para estos tiempos en que vivimos. La talla de su autor, hace de estás pocas
líneas casi una profecía, que Vázquez de
Mella nisiqueira podría imaginar. Pero Dios que conoce el futuro hace surgir
estas mentes prodigiosas para edificación de los católicos pusilánimes de hoy.
“Los
caracteres del mal”
Quizá
algunos católicos, de esos que sólo se alarman cuando ven caer a hachazos las
puertas de los templos y el puñal de los sectarios tinto en la sangre de los
sacerdotes, nos tachen de exagerados al saber que no nos referimos a
pueblos extraños al hablar de persecución religiosa, sino a la nación propia, a
España, que, siendo eminentemente católica por su pasado y, a pesar de la
maldad revolucionaria, por su presente, vive, hace muchos lustros, bajo el poder
de Gobiernos contrarios a sus creencias y a su historia.
Y,
sin embargo, digan lo que quieran la hipocresía y la imbecilidad, la
persecución religiosa existe feroz y sañuda como se ha visto pocas veces en el
transcurso del siglo.
Verdad es que aún no se nos impide
congregarnos en la iglesia a oír Misa, ni se nos prohíbe rezar ni aun defender
por escrito los fueros de la Esposa de Cristo; pero está ciego quien no vea que,
si aún la Revolución no ha dicho a sus hordas que echen los cristianos a las
fieras, ya se considera con alientos
bastantes para amordazar, por medio de iniquidades legales, al sacerdote y
poner a la palabra divina en estado de sitio; y aun hacer descender del púlpito
al ministro de Dios y encarcelarlo como al más abyecto criminal. Y sordo se
necesita ser para no oír los rugidos salvajes de la impiedad, que sobre los
escombros del altar canta la muerte de la fe en muchos corazones y la victoria
de Luzbel.
No manifiesta sus excesos con tiranía material y sanguinaria que hace del cuchillo su arma de combate, y que con sus mismas violencias despierta a los dormidos y alienta a los cobardes y pusilánimes, y es causa indirecta de saludable reacción, no; esos procedimientos los desdeña ya por anticuados, y, con doblez farisaica, va derecha a su objeto mintiendo tolerancia y libertad, y estableciendo legislaciones inicuas para clavar a su amparo el diente ponzoñoso en las almas sencillas, arrancándoles las creencias católicas, dejándolas desoladas y sombrías, apagando en ellas el fuego amoroso de la caridad y la lumbre de la esperanza, para sepultarlas bajo el doble hielo de la indiferencia y del más frío positivismo, o abrasarlas con la calentura de los odios sectarios.
Sí:
la Revolución, o, para, hablar más claro, el liberalismo en todos sus grados y
matices, no necesita ya de circos ni tormentos para destrozar carne de
cristianos; le basta y le sobra con las legalidades doctrinarias para hollar y
escarnecer a la Esposa de Cristo.
Esta
guerra sorda, corrosiva y mansa que va envenenando los entendimientos con lluvias
de sofismas y torciendo las voluntades con ríos de cieno, es lo más implacable
y criminal que pudo concebir el genio satánico, porque en ella, si salen ilesos
los cuerpos, perecen los corazones y resultan heridas las almas.
No
hay en el mundo espectáculo más dolorosamente triste que el que ofrece un
pueblo católico caminando, en medio del orden material, a perderse en los abismos
de la apostasía, acaudillado por ateos y sofistas que se fingen sus
libertadores.
Y conviene observar que, en la historia del género
humano, no hay memoria de un solo pueblo que se haya apartado voluntariamente
de la verdad religiosa; porque, si las revoluciones materiales se verifican
muchas veces de abajo arriba, los trastornos morales siempre se realizan de arriba
abajo. De aquí que el poder público sea la primera ciudadela que asalta la
impiedad para corromper una nación, y que sea también la primera que hay que
reconquistar para cristianizar una sociedad e impedir que se consume su
apostasía.
Y por eso también la más arbitraria tiranía personal
no puede compararse en maldad con la que toma cuerpo y se encarna en las
instituciones y en las leyes.
Cuando
esto sucede, los hombres se acostumbran a ver florecer y desarrollarse, bajo
las disposiciones del poder soberano, la iniquidad y la injusticia; y el hábito de contemplar el mal llega a matar el instinto
del bien, o a considerar como natural y corriente el desorden moral y los males
sociales como hechos completamente indestructibles.
Entonces es cuando, según la frase de Lacordaire, los pueblos se extinguen en una agonía insensible,
que aman como si fuera dulce y agradable reposo.
Y, o mucho nos equivocamos, o España, si la
corriente de los hechos no cambia o no se altera profundamente, marcha hacia
uno de esos períodos que aparecen como lagunas fétidas en la historia de las
naciones.
Pero se dirá: enhorabuena que se conceda que
la Iglesia no vea respetados sus derechos como deben serlo. Pero ¿no se deberá reconocer igualmente que el cuadro
anterior está cargado de tintas demasiado sombrías y pesimistas? De ninguna
manera. En los artículos siguientes demostraremos que la realidad es más negra
que nuestras palabras, y, para no ser meros declamadores, señalaremos las
causas del mal y buscaremos su remedio.
“La
persecución religiosa y la Iglesia independiente del Estado ateo”
(AÑO
1934)
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