Dice
nuestro amable Salvador –como lo refiere San Lucas en el capítulo XV de su
Evangelio– que Él es aquel amoroso Pastor que, habiendo perdido una de sus cien
ovejas, déjalas todas en el desierto y va en busca de la que se le ha perdido;
y, cuando logra dar con ella, la abraza con inmenso gozo, la carga sobre los
hombros, y luego convida a sus amigos a que le den albricias regocijándose con
Él: Dadme todos el parabién; porque he hallado mí ovejuela, que se había
perdido.
¡Ah, mi Divino Pastor! Yo era la oveja
descarriada; mas Vos tanto habéis corrido en busca mía, que espero me habéis, por
fin, hallado. Vos me habéis hallado a mí, y yo os he hallado a Vos. Pues
¿tendré valor para abandonaros de nuevo, amadísimo Señor mío? Y, sin embargo,
¡ay!, ello no es imposible. No permitáis, Amor mío, que vuelva a tener la
desgracia de abandonaros y perderos.
Más, ¿por qué, Jesús mío, convidáis a los
amigos a que tomen parte en vuestra alegría, por haber hallado la oveja perdida?
Más bien debierais decirles que diesen mil albricias y parabienes a la
afortunada ovejuela, porque os ha hallado a Vos, que sois su Dios.
¡Dulcísimo Salvador mío! Ya que me habéis
hallado, estrechadme con Vos, aprisionadme con las dulces cadenas de vuestro
amor, para que ya siempre os ame y nunca más vuelva a separarme de Vos. Os amo,
Bondad infinita, y espero amaros siempre, y nunca jamás abandonaros.
Asegúranos el profeta Isaías que Dios, luego
que oye la voz del pecador arrepentido, que se acoge a su misericordia, al punto
le responde y le otorga el perdón. Tan pronto como oyere la voz de tu clamor,
te responderá.
Aquí me tenéis, Dios mío, a vuestros pies
con el corazón rasgado de dolor por haberos ultrajado tantas veces, vengo a
pedir misericordia y perdón. ¿Qué me respondéis? Presto, Señor, atended a mis
ruegos y perdonadme; que no me sufre el corazón vivir por más tiempo lejos de
Vos y privado de vuestro amor.
¡Ah! Vos sois Bondad infinita, que merece
infinito amor. Si hasta aquí menosprecié vuestra gracia, ¡oh, Dios mío!,
estimóla ahora más que todos los reinos de la Tierra; y, pues os he ofendido,
ruégoos toméis venganza de mí, no arrojándome de vuestra presencia, sino infundiéndome
tal dolor y contrición que me haga llorar, mientras me durare la vida, los
disgustos y sinsabores que os he causado. Señor, os amo con todo el amor de mi
alma; mas sabed que en adelante ya no podré vivir sin amaros: prestadme, pues,
vuestra soberana ayuda y asistencia.
Ayudadme también Vos, ¡oh, María!, con
vuestra poderosa intercesión.
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