LEGIONES
DE PENITENTES.
Apostolado humilde y escondido pero sublime
y eficaz el que cumplen los dispensadores de los divinos misterios en el
tribunal de la penitencia. Mientras en muchos otros lugares, en sitios
nefandos, en salas y salones deslumbradores, en los teatros envueltos en la
embriaguez de la sensualidad, en la redacción de diarios antirreligiosos y de
revistas pornográficas, en los conventículos de sectarios o de facciosos se
peca y se abren las vías de la culpa; mientras fuera del templo el demonio con
artes insidiosas arrebata las almas y las aleja de Dios, de la verdad y de la
virtud, arrojándolas a los infames caminos del mal; en un rincón de la casa de
Dios, el sacerdote, silenciosamente, reconquista gran parte de esas almas
contaminadas por el fango y por la iniquidad, las purifica en la fuente del
perdón y las reviste nuevamente con la estola del candor cristiano. Admirable
instrumento de la bondad divina es el confesonario que, despreciado y burlado
por el mundo, es su más formidable enemigo, pues de día en día quebranta su
poder y le sustrae los adoradores de sus perversos ídolos.
El confesonario fué la roca poderosa desde
donde nuestro Santo, modestamente y sin estrépito, pero con un trabajo
sacrificado y continuo, venció tantos espíritus, conquistándolos para la cruz
de Cristo.
Superado felizmente el examen de confesión
el 27 de junio de 1836, dos días después, en la fiesta de San Pedro, ponía el
pie en el confesonario de la iglesia de San Francisco, que era para él una cátedra.
Comenzaba a confesar muy de mañana, bajando para la Misa a la sacristía, donde
ya lo esperaba alguno y después de celebrar el santo sacrificio y de hacer la
meditación con los convictores, volvía en seguida al confesonario donde pasaba
varias horas, según lo exigiera la necesidad. Mientras hubiera penitentes a su
derredor, no dejaba su puesto ni siquiera para descansar un poco, y cuando le
faltaban momentáneamente, los esperaba arrodillado en un banco, pues temía que
si se alejaba, alguno, talvez el más necesitado, se resolviera a no arreglar ya
sus cuentas con Dios.
Veía con ojo escrutador las necesidades de sus fieles y tenía el arte de atraerlos. “Una mañana, un oficial, recargado contra una columna, tenía la expresión del que no sabe si confesarse o no; viéndolo Don Cafasso comprendió en seguida su indecisión y le hizo con el dedo señal de acercarse. El oficial se adelantó y el Santo lo recibió abriendo la puerta del confesonario; lo hizo arrodillar y lo confesó. Fué una bellísima conquista. EI oficial no dejó nunca de confesarse con tan santo sacerdote.”
Leemos en una relación: “Una pobre señora había caído en una grave falta y, arrepentida de
ella, se colocaba siempre en la iglesia junto al confesonario de Don Cafasso
para confesarse, pero no lo hacía por vergüenza. Cuando he aquí que viéndola un
día el buen sacerdote sentada en un banco, sin decir nada, salió del confesonario
y acercándosele, le dijo: “Buena señora, usted desea confesarse y en realidad
tiene necesidad de ello; venga, pues, y quedará consolada”. Mucho se admiró la
señora al oír tales palabras, mas ni con esto se animaba a confesarse por la
grandísima vergüenza que sentía. Pero rogada y casi mandada por Don Cafasso, se
acercó finalmente y, ayudada por nuestro Santo, confesó por entero sus culpas,
sintiendo después tanto consuelo que lo creía prodigioso, como juzgaba
prodigiosa y debida a las oraciones de nuestro Santo su conversión”.
Nada podía distraerlo de aquella ocupación
que era para él la más agradable. En el invierno cuando la iglesia de San
Francisco era frigidísima, una verdadera nevera, el Santo, que era muy sensible
al frío, no se movía de su puesto y rechazaba cualquier alivio. Nos narra su
antiguo sacristán Bargetto: “Un día de
invierno de 1859, la marquesa Faustina Roero di Cortanza, dama de honor de S. M.
la reina María Teresa, que frecuentaba la iglesia de San Francisco y era
penitente del Siervo de Dios, al verlo tiritando de frío en el confesonario, me
dijo: —Usted no sabe cuidar a Don Cafasso ; con el frío que hace, lo deja toda
la mañana en el confesonario, sin pensar siquiera en llevarle un brasero para
ponerle junto a los pies—. Y me dió cinco liras para comprarle uno. Yo
respondí: —Está muy bien, pero no sé si lo acepte. ¿Y si se disgusta? —No hay
motivo para ello, pues no pretendemos hacer nada malo—. Yo compré el bracero y
lo preparé para el día siguiente. Cuando vi venir al Siervo de Dios al
confesonario, fui yo también después de un rato y, golpeando a la puertecita
del confesonario, abrí y se lo coloqué dentro. Pero Don Cafasso me dijo: — ¿Qué
traes ahí? Llévate eso— y lo retiró con los pies. Y hube de obedecer a tal
insistencia. Cuando después fué a la sacristía, me dijo: —No me vuelvas a
llevar ese brasero; no es nada sufrir un poco de frío y sin brasero se va más
fácilmente al paraíso”.
En verano o en invierno, de día o de noche,
en la iglesia, en la pieza o en cualquier otro lugar, fué el padre espiritual
preferido por miles y miles de almas, mereciéndose el título de penitenciario
general. Sus penitentes formaban varias legiones, cuyo número aumentaba de día
en día. Mientras más crecía la fama de su santidad y de su ciencia, tanto más
crecía el número de los que deseaban ardientemente tenerlo como director
espiritual. Quien entraba a la iglesia en la hora en que se sentaba al divino
tribunal, lo veía circundado no sólo de los campesinos de la región, de pobres,
de artesanos, de negociantes, sino de clérigos, sacerdotes, magistrados,
militares, nobles, abogados y damas. Era una multitud de hombres y de mujeres
de todas las condiciones sociales que se apretaban a su derredor, deseosos de
abrirle la propia conciencia.
Los más estimados miembros del clero, entre
los cuales el popularísimo Don Bosco, los más insignes miembros del parlamento
nacional, como el conde Clemente Solaro de la Margarita y Emiliano Avogadro de
Collobiano; damas de la corte, como la condesa María Antonieta Nicolis de
Robilant, la marquesa Roero di Cortanza, la condesa Carlota Callori di Vignale,
la condesa María Fassati di Roero; los caballeros más aristocráticos de la alta
sociedad piamontesa, los más famosos personajes de la época tenían a grande
honor ser guiados e iluminados por nuestro Santo. Su vida, toda su virtud y
sacrificio, sus palabras siempre eficaces por el celo de su apostolado y su
amor al bien, inspiraban a todos una profunda veneración.
Y no se crea que descuidara a la gente de
baja condición para cultivar a las matronas o a los ricos, o que diese
preferencia a las señoras. Jamás traicionó la dignidad de su alto ministerio y
Io ejercitó con grandísimo espíritu de justicia. Los hombres, y especialmente
los militares, eran sus preferidos; no toleraba que las más ilustres damas, por
no esperar su turno, lo llamasen a la sacristía. Es notable el testimonio del
sacristán Bargetto: “Un día llegó a la
sacristía la marquesa Julia Falletti de Barolo y me pidió que llamara a Don
Cafasso, que estaba en el confesonario. Yo ya sabía que Don Cafasso no se movería
de su puesto y le opuse algunas dificultades; pero ella repitió la orden, y
hube de obedecer. Y el Siervo de Dios, como ya tenía yo provisto, me respondió:
—Dirás a la señora marquesa que vuelva en otra ocasión —, o que si mediaban
otras circunstancias, le señalaría una hora, pero siempre en la iglesia, al día
siguiente u otro cualquiera que ella indicara. Y como hizo con ésta, asi obraba
con todas las nobles damas que deseaban alguna preferencia. Pero si era una
mujer del servicio la que lo hacía llamar, él atendía a sus deseos y no la hacía
volver en otra ocasión”.
Trataba a todo el mundo con gran gentileza.
Cuanto más necesitaran los penitentes de su caridad, tanto mayormente la
dispensaba. Tenía palabras de esperanza y de aliento que tocaban y aliviaban
los corazones. Era opinión general en Turín que personajes muy comprometidos en
asuntos de grandísima y a veces dolorosísima importancia y de escabrosa
solución, sólo por virtud del Santo llegaron a tranquilizar plenamente sus
conciencias. Por cinco lustros fué el ángel consolador del Piamonte, llevando
innumerables almas al camino de la virtud, sin cansarse jamás en este laborioso
y santo ministerio. Inflamado por el fuego divino que ardía en su interior,
jamás dijo: “basta”. El deseo de
ganar almas para Dios multiplicaba sus fuerzas y retemplaba sus energías. Era
insaciable en sus conquistas.
“Vida
de San José Cafasso”
Año
1948
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