En cualquier lugar en
que se haga la oración, es siempre agradable a Dios; mas parece que Jesucristo
agradece de un modo particular la que se le hace ante el Santísimo Sacramento, porque otorga más abundantemente sus gracias
y sus luces a los que se llegan a visitarle.
Se ha quedado en este Sacramento, no sólo para alimento de las almas que
lo reciben en la santa comunión, sino también para que los que le busquen
puedan gozar de su presencia en todo tiempo y en todo lugar. Van los piadosos
peregrinos a Loreto donde Jesús
vivió, y a Jerusalén en donde fué
crucificado; pero, ¡cuánto mayor no ha
de ser nuestra oración, al tener delante de nuestros ojos el tabernáculo, en
que este mismo Dios, que habitó con nosotros y por nosotros murió en el
Calvario, reside noche y día personalmente!
No es permitido a toda clase de personas
hablar privadamente a los reyes de la tierra; mas todos sin excepción, ricos y pobres, nobles y plebeyos, pueden
hablar cuando quieran al Rey del Cielo, Jesucristo, y exponerle sus
necesidades, y pedirle sus mercedes en este Santo Sacramento, donde está pronto
a dar audiencia a todos, y a todos les oye y los consuela.
La gente del mundo que no conoce otros
placeres que los terrenos, no concibe qué placer pueda gozarse al pie del altar
en donde está la hostia consagrada; más
para las almas que son amantes de Dios, las horas y los días enteros pasados
delante del Santísimo Sacramento no son más que minutos: tan dulces son los goces que el Señor allí
les da a probar.
¿Pero cómo podrían los mundanos gozar de estas dulzuras, ellos cuyo corazón y cabeza no están llenos sino de tierra? San Francisco de Borja decía que para que reinase en nuestros corazones el amor divino, era menester antes quitar de ellos la tierra; de otra manera, el amor divino, ni siquiera entra allí, porque no encuentra lugar donde estar. Cesad, dice David, y ved que yo soy Dios. Para percibir el sabor de Dios y experimentar cuán dulce es para quien le ama, es menester quedar vacante, esto es, despegarse de los afectos terrenos. ¿Queréis encontrar a Dios? Desprendéos de las criaturas y lo encontraréis, decía Santa Teresa.
¿Qué debe hacer un alma delante del Santísimo
Sacramento? Amar y rogar.
No debe permanecer allí para
percibir dulzuras y consuelos, sino
solamente para agradar a Dios con actos de amor, para entregarse enteramente a Dios, despojándose de toda voluntad propia, y ofreciéndose a su divina
Majestad, diciendo: Dios mío, yo os amo,
y sólo a vos quiero amar. Haced que os ame siempre: después disponed de mí y de
todas mis cosas y mis bienes como sea de vuestro agrado.
Entre todos los actos de amor divino, el más
agradable al Señor es el que hacen continuamente los elegidos en el cielo, el
cual consiste en regocijarse por la beatitud infinita de Dios. Los elegidos aman
a Dios más que a sí mismos: más desean la felicidad de aquél a, quien aman que
la suya propia; y viendo que Dios goza de una felicidad infinita, recibirían
por ello un contentamiento infinito; mas por cuanto la criatura no es capaz de
un contentamiento infinito, queda llena de él, de modo que el gozo de Dios hace
el gozo de ella y su paraíso.
Estos actos de amor, aunque hechos acá en la
tierra sin experimentar dulzura sensible, son muy agradables a Dios. No siempre
concede sus consuelos en esta vida a las almas que más quiere: no se los concede sino muy rara vez, y
entonces, no tanto es para recompensar sus buenas obras (la recompensa completa
se la reserva en el cielo), como por
darles más fuerzas para soportar con paciencia los disgustos y adversidades de
la vida presente, y en especial las distracciones y sequedades a que están sujetas
las almas piadosas en medio de la oración.
En cuanto a las distracciones, no hay que
hacer caso: basta que las alejemos cuando nos enteramos de ellas: los mismos santos las experimentan algunas
veces; mas no por esto cesan de orar, y nosotros debemos imitarlos. San Francisco de Sales dice que, aunque en la oración no hiciéramos más que
desechar y volver a desechar las distracciones, todavía la oración es de gran
provecho.
Cuanto
a las sequedades, la mayor pena de las almas piadosas es el hallarse a veces
sin ningún sentimiento de devoción, sin voluntad y hasta sin ningún deseo
sensible de amar al Señor, y con esto frecuentemente se les añade el temor de
estar en desgracia de Dios por sus culpas, y de ser de él abandonadas. En tan profundas tinieblas no saben hallar la
salida, y les parece que tienen cerradas todas las puertas. Continúe entonces
el alma su oración: resista al demonio:
procure unir su desolación a la que Jesucristo experimento en la cruz; y si no
puede decir otra cosa, diga a lo menos con algo de espíritu: Dios mío, quiero
amaros, quiero ser enteramente de vos: tened piedad de mí, no me abandonéis. Diga
también, como decía una alma santa a Dios cuando más desolada se sentía: Os amo,
por más que parezca que me aborrecéis: huid lejos de mí y donde queráis, que yo
os seguiré a todas partes para amaros. Acto de amor.
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