LA
CONFESIÓN.
La confesion es un sacramento de
misericordias, y por eso debemos acercarnos a él con ánimo alegremente devoto y
lleno de confianza. Enseña San Francisco de
Sales que para quien se confiesa cada ocho días, basta un
cuarto de hora para el examen de conciencia, y menos para el dolor.
Y menos todavía basta para quien se confiesa más a menudo.
Aunque se olviden, o no se digan en la
confesion ciertas faltas (por no recordarlas y por ser faltas leves), quedan
perdonadas. He aquí un documento grande del Santo: No debemos inquietarnos cuando no nos
acordamos de nuestras faltas para confesarlas (faltas leves), porque no es creíble
que un alma que hace a menudo hace su examen, no haga una buena confesión por
no acordarse de aquellas faltas que son de importancia (pecados mortales). No es
pues necesario ser solícitos en confesarnos de tantas pequeñas imperfecciones, y
ligeros pecados. Una humillación del espíritu, un suspiro es bastante para
borrarlas. —No digáis, pues, que hay pecados ocultos de que no os confesáis. Este es un arte del demonio para inquietaros. Acordaos de que la relación exacta de vuestras culpas no
es la que las borra, asi como la exacta enumeración de las deudas no absuelve
al deudor de las mismas deudas.
Estad cierto de que cuanto más examinaréis, tanto más hallaréis. Por otra
parte, el largo examen ofusca la mente y enflaquece el afecto. Será pues de
grande importancia para la práctica la siguiente instrucción de San Francisco de Sales: Cuando no se conoce claramente haber
dado algún consentimiento a los transportes de la cólera, o de otra tentación;
será bueno explicaros en vuestra espiritual confesion con el fin de ser
instruido sobre el modo de comportaros, pero no con el fin de confesaros de ella.
Porque si decís, me acuso de haber tenido por dos días grandes movimientos de
cólera, pero no los he consentido; vos decís vuestra virtud en vez de decir
vuestros defectos. Más si dudáis de haber cometido alguna falta, es necesario considerar
seriamente si esta duda tiene fundamento, y en tal caso decidla simplemente: en
caso contrario conviene callarla, aunque cueste un poco de pena.
Quiere también el Santo que no hagamos
ciertas acusaciones generales, como muchas personas tienen costumbre, a las que
él llama superfluas; por ejemplo, de no haber amado a Dios y al prójimo
como se debe, de no haber rezado las oraciones, y de no haber recibido los
sacramentos con aquella reverencia que conviene, y cosas semejantes; porque,
añade el mismo, todos los Santos del Paraíso, y todos los hombres del mundo podrían
decir lo mismo si se confesaran.
Grabad bien en vuestra memoria la necesaria
advertencia del Santo: No somos obligados a confesar los pecados veniales. Pero cuando
los confesamos, es preciso tener propósito de enmendarnos de ellos; de otra
suerte, el confesarlos sería un abuso. —
Después de la confesion quedaos en tranquilidad. Se os prohíbe pues absolutamente el
dar lugar a temor alguno, sea por causa del examen, del dolor, o de otro
motivo. Esos temores nacen de vuestro enemigo, que
busca amargaros un sacramento de confianza y de amor.
De los pecados es necesario arrepentiros, pero no turbaros:
el arrepentimiento es efecto del amor divino, la turbación, del amor propio. Antes bien
en el acto en que nos arrepentimos sinceramente de los pecados, debemos dar gracias
a Dios de no haber hecho cosa peor, por su misericordia. Prometamos después una
enmienda estable, confiados en su bondad. Aunque cien veces se cayese en un día,
se debe siempre esperar y prometer una verdadera enmienda. En un instante puede
Dios de las piedras formar verdaderos hijos de Abram; quiero decir,
grandes santos, y lo hará si confiamos constantemente en él.
El dolor de los pecados reside en la decisión de la
voluntad, que detesta la culpa pasada y no quiere cometerla en lo sucesivo. Para
la verdadera contrición, pues, ni son necesarias las lágrimas, ni los suspiros,
ni sensible conmoción. Antes bien podemos tener un santo y justificante dolor
en medio de la mayor aridez, aunque nos parezca insensibilidad. No estéis en
temores, pues, sobre este particular.
Jamás hagáis esfuerzo alguno para despertar la contrición.
El esfuerzo produce confusión y opresión del espíritu, y no contrición. Antes
poned en paz vuestro corazón. Decid amorosamente a vuestro Dios, que querríais
no haberle ofendido, que con su ayuda no queréis ofenderle más. Veos aquí contrito.
La contrición es un efecto de amor; y el amor obra siempre tranquilamente.
Enseña San Francisco de Sales,
que el acto de contrición se hace en un momento; es a saber, con dos ojeadas rápidas,
la una hacia nosotros detestando el pecado, la otra hacia Dios prometiéndole la
enmienda, y esperándola con su ayuda. Un
penitente de los más contritos fué David, y su
contrición consistió en una sola palabra: he pecado, peccavi, y con sola esta palabra
queda justificado.
Vos respondéis, que quisierais tener la contrición,
pero que no podéis tenerla. Responde
San Francisco de Sales: — Es un grande poder el poderla querer; el
deseo de la contrición denota que existe la contrición. El fuego escondido debajo
ceniza no se percibe, no se ve, pero el fuego existe allí. El querer sentir la contrición
nace muchas veces de una interesada complacencia nuestra, la que no satisfecha
de contentar a Dios, quisiera también contentarse a sí misma, y en su propia
sensibilidad encontrar la prueba de su probidad y virtud.
Dios no os deja conocer vuestra contrición para daros el mérito
de la obediencia, que os manda vivir en paz.
Corred pues humildemente,
obedeced generosamente, y tendréis duplicada corona. Los mayores Santos algunas
veces creyeron que no tenían contrición ni amor; pero entre sus ti nieblas
seguían la luz de la obediencia con heroica sumisión.
No creáis
que no tenéis dolor, ni que no os confesáis bien porque recaéis en las mismas
faltas. Es necesario distinguir
faltas. Aquellas que nacen de una
maliciosa voluntad que ama el pecado, que quiere pecar y continuar el pecado,
se deben quitar vigorosamente. Pero aquellas faltas que nacen de una sorpresa,
de debilidad, de flaqueza, de enfermedad, nos seguirán y acompañarán en
cualquiera parte hasta la muerte. — De ciertos defectos, dice nuestro Santo, será mucho el
vernos enmendados un cuarto de hora antes de morir. Y en otra parte: Es preciso
sufrir no solamente los defectos del prójimo, sino también los nuestros, y
tener paciencia viéndonos imperfectos. — Procuremos la enmienda sí, pero con paz y
sin ansiedad, porque no se puede llegar a ser ángeles antes de tiempo.
En
vuestras confesiones añadid siempre alguna culpa pasada, de la que sentís especial
displicencia, pero sea generalmente. Decid por ejemplo en general: me acuso
de los pecados de impureza, o de los de odio de mi vida pasada. De esta manera
se asegura más la materia necesaria para el sacramento.
Alejad de vos el temor de si habéis omitido algún
pecado en vuestras confesiones particulares o generales, o de si los habéis explicado
como debíais. Escuchad lo que sobre esto
dice un grande sabio teólogo: — La Iglesia, que es el intérprete de la voluntad de
Cristo, en nuestras confesiones quiere una integridad sacramental, y no
material: la primera consiste en confesar todos los pecados de que nos acordamos
después de un razonable examen, proporcionado al estado actual de nuestra alma.
La integridad material consiste en la material declaración de todos los pecados
por nosotros cometidos, de su número, y de sus circunstancias, sin omisión
alguna. La Iglesia exige la primera integridad, porque esta no supera nuestras
fuerzas; pero no exige la segunda, porque sabe muy bien que por más que nos examinemos,
siempre se nos escapará alguna cosa, ya sobre los mismos pecados, ya sobre su
número o sobre sus circunstancias. En fin, no pide a los fieles más que una declaración
humilde y sincera de todo aquello que les viene a la mente despues de un examen
oportuno, entendiendo que la buena voluntad de los penitentes suple entonces el
defecto involuntario de la memoria. — Hasta aquí el sabio teólogo Jamin.
Vos habéis
satisfecho abundantemente a la integridad de la confesión con sola la
integridad sacramental; y así desterrad todo temor y duda como verdadera tentación.
Advertid a más de eso, que aun cuando os pareciese no
haber hecho de vuestra parte las oportunas diligencias, el confesor prudente
las ha suplido con sus preguntas; y si no ha extendido mas estas, ha sido
porque ha juzgado que entendía bastantemente la calidad de vuestras culpas, y
el estado de vuestra alma, que es el fin y objeto de la acusación sacramental.
Confesaos no como vos queréis, sino como quiere la obediencia.
De esa suerte vuestras confesiones, aunque os agradaren menos a vos, agradarán más
a Dios; os parecerá que quedáis menos contento, pero habéis merecido más.
Es grande
el engaño de aquellas personas que quieren repetir las confesiones generales
por el temor de haber faltado en el examen
o dolor: y aun es mayor, y aún más reprehensible, el de los confesores que con
facilidad las permiten. Si se hubiere de dar lugar a semejantes temores, debiéramos
ocupar toda nuestra vida en renovar las confesiones generales; porque los
mismos temores tendrían lugar en los grandes Santos,
y así la confesion vendría a cambiarse en torcedor y tortura del alma, que es
una proposición herética, condenada con excomunión en el Concilio de Trento.
Es doctrina de todos los Santos y Teólogos ilustrados,
que despues de una confesion general, hecha con sinceridad de ánimo y deseo de enmendaros,
debéis quedar en tranquilidad, y de ningún modo repetirla. Quien obra de otra
suerte, reclama a la memoria de aquello mismo que debe olvidar, y turba su
espíritu en vez de tranquilizarle; porque, como dice y muy bien San Felipe Neri Cuanto más se
barre, tanto más polvo se levanta.
El medio óptimo
y seguro para conocer si os halláis en gracia de Dios, y por lo mismo si vuestros
pecados quedan bien confesados, es el considerar la vida presente, dice Santo Tomas. Si lo pasado os desagrada, si no recaéis como antes, es
señal de que el veneno está fuera, y que la gracia de Dios está en vos. Si la raíz
de vuestro corazon estuviera aun viciada como antes, producirá frutos semejantes
a los primeros. Asi habla San Francisco de Sales.
Esta consideración sea bastante para
tranquilizaros sobre lo pasado.
Para más pacificar vuestro espíritu, ayudará mucho el dicho
común de los Santos, a saber, que el temor del pecado deja de ser saludable
cuando llega a ser excesivo. No os confeséis de las tentaciones; de lo
contrario siempre dura el temor del pecado en ellas: a más de que la tentación sentida, pero no consentida, es
mérito y no pecado.
Quien habitualmente aborrece el pecado, tiene habitual contrición.
De aquí, poco le costará el tener actual dolor. No conocéis ni sentís la contrición,
porque de ordinario no es sensible, esto es, no toca al apetito ni sentido;
pero la tenéis sin duda, puesto que vuestra voluntad es contraria al pecado, en
que consiste la verdadera contrición. El
pesar que tenéis de no aborrecer al pecado como convendría, nace del odio al
mismo pecado, asi como el deseo de amar a Dios nace del amor al mismo Dios.
“PARA
TRANQUILIZAR LAS ALMAS TIMORATAS EN SUS DUDAS.” (1816).
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