domingo, 23 de agosto de 2020

CONFESIÓN – Por el Rmo. P. D. Carlos José Quadrupani Bernabíta.





LA CONFESIÓN.

   La confesion es un sacramento de misericordias, y por eso debemos acercarnos a él con ánimo alegremente devoto y lleno de confianza. Enseña San Francisco de Sales que para quien se confiesa cada ocho días, basta un cuarto de hora para el examen de conciencia, y menos para el dolor. Y menos todavía basta para quien se confiesa más a menudo.

   Aunque se olviden, o no se digan en la confesion ciertas faltas (por no recordarlas y por ser faltas leves), quedan perdonadas. He aquí un documento grande del Santo: No debemos inquietarnos cuando no nos acordamos de nuestras faltas para confesarlas (faltas leves), porque no es creíble que un alma que hace a menudo hace su examen, no haga una buena confesión por no acordarse de aquellas faltas que son de importancia (pecados mortales). No es pues necesario ser solícitos en confesarnos de tantas pequeñas imperfecciones, y ligeros pecados. Una humillación del espíritu, un suspiro es bastante para borrarlas. —No digáis, pues, que hay pecados ocultos de que no os confesáis. Este es un arte del demonio para inquietaros. Acordaos de que la relación exacta de vuestras culpas no es la que las borra, asi como la exacta enumeración de las deudas no absuelve al deudor de las mismas deudas.

   Estad cierto de que cuanto más  examinaréis, tanto más hallaréis. Por otra parte, el largo examen ofusca la mente y enflaquece el afecto. Será pues de grande importancia para la práctica la siguiente instrucción de San Francisco de Sales: Cuando no se conoce claramente haber dado algún consentimiento a los transportes de la cólera, o de otra tentación; será bueno explicaros en vuestra espiritual confesion con el fin de ser instruido sobre el modo de comportaros, pero no con el fin de confesaros de ella. Porque si decís, me acuso de haber tenido por dos días grandes movimientos de cólera, pero no los he consentido; vos decís vuestra virtud en vez de decir vuestros defectos. Más si dudáis de haber cometido alguna falta, es necesario considerar seriamente si esta duda tiene fundamento, y en tal caso decidla simplemente: en caso contrario conviene callarla, aunque cueste un poco de pena.

   Quiere también el Santo que no hagamos ciertas acusaciones generales, como muchas personas tienen costumbre, a las que él llama superfluas; por ejemplo, de no haber amado a Dios y al prójimo como se debe, de no haber rezado las oraciones, y de no haber recibido los sacramentos con aquella reverencia que conviene, y cosas semejantes; porque, añade el mismo, todos los Santos del Paraíso, y todos los hombres del mundo podrían decir lo mismo si se confesaran.

   Grabad bien en vuestra memoria la necesaria advertencia del Santo: No somos obligados a confesar los pecados veniales. Pero cuando los confesamos, es preciso tener propósito de enmendarnos de ellos; de otra suerte, el confesarlos sería un abuso. —

   Después de la confesion quedaos en tranquilidad. Se os prohíbe pues absolutamente el dar lugar a temor alguno, sea por causa del examen, del dolor, o de otro motivo. Esos temores nacen de vuestro enemigo, que busca amargaros un sacramento de confianza y de amor.


   De los pecados es necesario arrepentiros, pero no turbaros: el arrepentimiento es efecto del amor divino, la turbación, del amor propio. Antes bien en el acto en que nos arrepentimos sinceramente de los pecados, debemos dar gracias a Dios de no haber hecho cosa peor, por su misericordia. Prometamos después una enmienda estable, confiados en su bondad. Aunque cien veces se cayese en un día, se debe siempre esperar y prometer una verdadera enmienda. En un instante puede Dios de las piedras formar verdaderos hijos de Abram; quiero decir, grandes santos, y lo hará si confiamos constantemente en él.

   El dolor de los pecados reside en la decisión de la voluntad, que detesta la culpa pasada y no quiere cometerla en lo sucesivo. Para la verdadera contrición, pues, ni son necesarias las lágrimas, ni los suspiros, ni sensible conmoción. Antes bien podemos tener un santo y justificante dolor en medio de la mayor aridez, aunque nos parezca insensibilidad. No estéis en temores, pues, sobre este particular.

   Jamás hagáis esfuerzo alguno para despertar la contrición. El esfuerzo produce confusión y opresión del espíritu, y no contrición. Antes poned en paz vuestro corazón. Decid amorosamente a vuestro Dios, que querríais no haberle ofendido, que con su ayuda no queréis ofenderle más. Veos aquí contrito. La contrición es un efecto de amor; y el amor obra siempre tranquilamente.

   Enseña San Francisco de Sales, que el acto de contrición se hace en un momento; es a saber, con dos ojeadas rápidas, la una hacia nosotros detestando el pecado, la otra hacia Dios prometiéndole la enmienda, y esperándola con su ayuda. Un penitente de los más contritos fué David, y su contrición consistió en una sola palabra: he pecado, peccavi, y con sola esta palabra queda justificado.

   Vos respondéis, que quisierais tener la contrición, pero que no podéis tenerla. Responde San Francisco de Sales: — Es un grande poder el poderla querer; el deseo de la contrición denota que existe la contrición. El fuego escondido debajo ceniza no se percibe, no se ve, pero el fuego existe allí. El querer sentir la contrición nace muchas veces de una interesada complacencia nuestra, la que no satisfecha de contentar a Dios, quisiera también contentarse a sí misma, y en su propia sensibilidad encontrar la prueba de su probidad y virtud.

   Dios no os deja conocer vuestra contrición para daros el mérito de la obediencia, que os manda vivir en paz. Corred pues humildemente, obedeced generosamente, y tendréis duplicada corona. Los mayores Santos algunas veces creyeron que no tenían contrición ni amor; pero entre sus ti nieblas seguían la luz de la obediencia con heroica sumisión.

   No creáis que no tenéis dolor, ni que no os confesáis bien porque recaéis en las mismas faltas. Es necesario distinguir faltas. Aquellas que nacen de una maliciosa voluntad que ama el pecado, que quiere pecar y continuar el pecado, se deben quitar vigorosamente. Pero aquellas faltas que nacen de una sorpresa, de debilidad, de flaqueza, de enfermedad, nos seguirán y acompañarán en cualquiera parte hasta la muerte. — De ciertos defectos, dice nuestro Santo, será mucho el vernos enmendados un cuarto de hora antes de morir. Y en otra parte: Es preciso sufrir no solamente los defectos del prójimo, sino también los nuestros, y tener paciencia viéndonos imperfectos. — Procuremos la enmienda sí, pero con paz y sin ansiedad, porque no se puede llegar a ser ángeles antes de tiempo.

   En vuestras confesiones añadid siempre alguna culpa pasada, de la que sentís especial displicencia, pero sea generalmente. Decid por ejemplo en general: me acuso de los pecados de impureza, o de los de odio de mi vida pasada. De esta manera se asegura más la materia necesaria para el sacramento.

   Alejad de vos el temor de si habéis omitido algún pecado en vuestras confesiones particulares o generales, o de si los habéis explicado como debíais. Escuchad lo que sobre esto dice un grande sabio teólogo: — La Iglesia, que es el intérprete de la voluntad de Cristo, en nuestras confesiones quiere una integridad sacramental, y no material: la primera consiste en confesar todos los pecados de que nos acordamos después de un razonable examen, proporcionado al estado actual de nuestra alma. La integridad material consiste en la material declaración de todos los pecados por nosotros cometidos, de su número, y de sus circunstancias, sin omisión alguna. La Iglesia exige la primera integridad, porque esta no supera nuestras fuerzas; pero no exige la segunda, porque sabe muy bien que por más que nos examinemos, siempre se nos escapará alguna cosa, ya sobre los mismos pecados, ya sobre su número o sobre sus circunstancias. En fin, no pide a los fieles más que una declaración humilde y sincera de todo aquello que les viene a la mente despues de un examen oportuno, entendiendo que la buena voluntad de los penitentes suple entonces el defecto involuntario de la memoria. — Hasta aquí el sabio teólogo Jamin.

   Vos habéis satisfecho abundantemente a la integridad de la confesión con sola la integridad sacramental; y así desterrad todo temor y duda como verdadera tentación.
   Advertid a más de eso, que aun cuando os pareciese no haber hecho de vuestra parte las oportunas diligencias, el confesor prudente las ha suplido con sus preguntas; y si no ha extendido mas estas, ha sido porque ha juzgado que entendía bastantemente la calidad de vuestras culpas, y el estado de vuestra alma, que es el fin y objeto de la acusación sacramental.

   Confesaos no como vos queréis, sino como quiere la obediencia. De esa suerte vuestras confesiones, aunque os agradaren menos a vos, agradarán más a Dios; os parecerá que quedáis menos contento, pero habéis merecido más.

   Es grande el engaño de aquellas personas que quieren repetir las confesiones generales por el temor de haber faltado en el  examen o dolor: y aun es mayor, y aún más reprehensible, el de los confesores que con facilidad las permiten. Si se hubiere de dar lugar a semejantes temores, debiéramos ocupar toda nuestra vida en renovar las confesiones generales; porque los mismos temores tendrían lugar en los grandes Santos, y así la confesion vendría a cambiarse en torcedor y tortura del alma, que es una proposición herética, condenada con excomunión en el Concilio de Trento.

   Es doctrina de todos los Santos y Teólogos ilustrados, que despues de una confesion general, hecha con sinceridad de ánimo y deseo de enmendaros, debéis quedar en tranquilidad, y de ningún modo repetirla. Quien obra de otra suerte, reclama a la memoria de aquello mismo que debe olvidar, y turba su espíritu en vez de tranquilizarle; porque, como dice y muy bien San Felipe Neri Cuanto más se barre, tanto más polvo se levanta.

   El medio óptimo y seguro para conocer si os halláis en gracia de Dios, y por lo mismo si vuestros pecados quedan bien confesados, es el considerar la vida presente, dice Santo Tomas. Si lo pasado os desagrada, si no recaéis como antes, es señal de que el veneno está fuera, y que la gracia de Dios está en vos. Si la raíz de vuestro corazon estuviera aun viciada como antes, producirá frutos semejantes a los primeros. Asi habla San Francisco de Sales. Esta consideración sea bastante para tranquilizaros sobre lo pasado.

   Para más pacificar vuestro espíritu, ayudará mucho el dicho común de los Santos, a saber, que el temor del pecado deja de ser saludable cuando llega a ser excesivo. No os confeséis de las tentaciones; de lo contrario siempre dura el temor del pecado en ellas: a más de que la tentación sentida, pero no consentida, es mérito y no pecado.

   Quien habitualmente aborrece el pecado, tiene habitual contrición. De aquí, poco le costará el tener actual dolor. No conocéis ni sentís la contrición, porque de ordinario no es sensible, esto es, no toca al apetito ni sentido; pero la tenéis sin duda, puesto que vuestra voluntad es contraria al pecado, en que consiste la verdadera contrición. El pesar que tenéis de no aborrecer al pecado como convendría, nace del odio al mismo pecado, asi como el deseo de amar a Dios nace del amor al mismo Dios.

“PARA TRANQUILIZAR LAS ALMAS TIMORATAS EN SUS DUDAS.” (1816).

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