Dice
Jesucristo, nuestro Redentor, que sus discípulos serán conocidos por la mutua
caridad. Esta nos
hace amar a nuestros prójimos por
Dios, a las criaturas por el Criador.
Amor de Dios
y del prójimo son dos ramos que nacen de un mismo tronco, y tienen la misma raíz.
Socorred a
vuestro prójimo necesitado, siempre que podáis, según vuestro estado y leyes de
la prudencia: en lo demás supla el deseo.
Aunque el prójimo
os haya ofendido, no por eso deja de ser imagen de Dios, y a él ordenado; y por
esa razón y motivo se debe amar. Quizá
el ofensor no merece perdón; pero lo merece Cristo, que tantas veces os ha
perdonado ofensas mayores.
No está en nuestra mano el no sentir
repugnancia contra nuestros ofensores: pero
una cosa es sentir, y otra consentir. Cuando se nos manda amar a los
enemigos y ofensores, se entiende que debemos amarlos con la punta del espíritu,
y con la viveza de la fe, no con el apetito.
Aunque
nos están prohibidos el odio interno y la externa rivalidad contra nuestros
ofensores y personas ruines; no nos está vedado obrar con cautela, la cual por el
contrario es efecto de prudencia necesaria. La caridad cristiana nos guía
al amor de nuestros caros hermanos sí; pero no a patrocinar a los malvados, ni
a exponer nuestros intereses, ni la inocencia de otras personas a sus engaños y
malicias. — Sed
simples como las palomas, dice el Salvador; pero también prudentes como las
serpientes. —
Compadeceos del prójimo, y no juzguéis sus
obras con siniestra intención. Una sola acción,
dice San Francisco de Sales, puede tener cien caras. El hombre
caritativo la mira de cara hermosa, y el vicioso la ve deforme.
Es
cosa muy difícil que el buen cristiano se haga reo de juicio temerario, esto
es, que condene al prójimo con certeza de juicio sin justos motivos. Por lo
regular, solo sospecha o teme, para lo que se necesitan motivos muy inferiores,
La sospecha es lícita cuando tiene por objeto la propia
prudente cautela. Prohíbe la caridad cristiana la malicia del pensamiento, más no
la vigilancia y precaución.
Así
es lícita, y tal vez obligatoria, la sospecha en las personas que tienen
gobierno, como en los padres con sus hijos, y en los señores con sus criados
cuando se trata de enmendar algún defecto existente, o de prevenir remedio a un
mal que razonablemente se teme.
Es
menester no confundir el temor con la sospecha. El temor es una pasión que está
en nosotros sin querer nosotros, la sospecha es una acción voluntaria de
nuestro entendimiento.
“PARA
TRANQUILIZAR LAS ALMAS TIMORATAS EN SUS DUDAS.” (1816).
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