De todas las cosas hoy vivientes sobre: el inmortal suelo de Francia, nada más
palpitante de vida sobrenatural que la tumba de Teresita, Visitada a todas
horas por gente de todos los pueblos del mundo y cubierta de flores frescas y
al abrigo de la cruz y de las palabras que dijo el Señor cuando sus discípulos
rechazaban a los niños: “Nisi
efficiamini sicut parvuli, non intrabitis in regnum”:
sino os hiciereis como los niños, no
entraréis en el reino.
Aquella jovencita que moría a los
veinticuatro años, en la enfermería de un convento donde se sepultó a los
quince, no conocía al mundo, ni el mundo la conocía a ella.
Pero según la palabra de Dios, “el
Espíritu sopla donde él quiere” y estaba destinada su persona y su
libro a conquistar en poquísimos años una prodigiosa popularidad. Por ella es
universalmente glorioso el pueblecito de Lisieux, como Asís por Francisco, como
Ávila por la otra Teresa, como Siena por Catalina.
Sin salir apenas del hogar, el peregrino en
pocos momentos recorre todos los pasos de aquella vida breve y oculta. Su tumba
primero, donde se guarda su cuerpo; el cementerio donde estuvo sepultado antes
de la canonización, en el cuadrado de tierra cubierto de cruces donde duermen
en paz otras carmelitas; su casita natal en los Buissonnets; su dormitorio, con
su camita de caoba y sus juguetes: una muñeca, una carretilla, un pianito, la
jaula de un pájaro. . .
¡Es todo! Encantadora peregrinación que se hace
con el corazón conmovido y la sonrisa en los labios, porque uno camina,
envuelto no por una atmósfera de muerte, sino en un aire vivificante y glorioso.
Ella adivinó su gloria. “Siento
que mi misión va a comenzar”, dijo, al saber que se moría, “Quiero
pasar mi cielo haciendo bien sobre la tierra”.
Tuvo también, por inspiración divina, la
intuición de que su libro, escrito como un borrador de colegiala, sería un
poderoso instrumento para mover los corazones, y a su Priora se lo expresó con
estas palabras: “Lo
que yo leo en este cuaderno es enteramente mi alma. Madre mía, estas páginas
harán mucho bien. Se descubrirá en seguida la dulzura del Señor...” Y
con su amable e inspirada sinceridad agrega: “¡Ah,
ya sé bien que todo el mundo me amará!”
No se engañaba, no, la simple y juvenil
doctora de la Iglesia, doctora a su modo y sin definición, porque había sido
suscitada por Dios para enseñar a los hombres, no los grandes caminos de la santidad,
como Teresa de Ávila, sino
su caminito, como ella decía su petite voie d’amour...
¡Y el mundo entero la ama! Pensemos el
significado de este amor que arrastra millones de peregrinos a su tumba, que es
un viviente santuario, en los mismos días y bajo el mismo sol que alumbra la
soledad y la triple muerte de otras tumbas sin epitafio y sin cruz.
Nunca los santos son figuras anacrónicas en
el tiempo de su vida mortal. Por el contrario, han aparecido siempre en los
momentos en que el mundo los necesitaba, y aunque vivieran en un desierto o en
un claustro han ejercido sobre su época una acción inmensa desproporcionada con
su aparente debilidad.
Recuérdense los nombres de Agustín, de
Bernardo, de Francisco de Asís, de Domingo de Guzmán, de Ignacio de Loyola, de
Juana de Arco, de Vicente de Paúl, de Teresa de Jesús, de Francisco de Sales,
de Magdalena Sofía Barat.
Cada época tiene sus necesidades
espirituales y materiales y tiene su santo. En la época actual, como en todos
los siglos de decadencia, las cualidades de forma, la gracia y elegancia del
estilo y de la persona ejercen una sugestión mayor que las grandes hazañas.
Teresita de Lisieux, con la sonrisa
exquisita de su rostro digno del pincel de Leonardo de Vinci, y con su libro,
que es una flor de la literatura francesa, ha cautivado al mundo.
Las gentes, sorprendidas de este imperio
repentino y universal, se dejan arrebatar por la impetuosa corriente que las
lleva hacia ella y se complacen en decir que ha llegado a ser santa sin hacer
nada, lo cual parece verdad, aunque no lo sea; y la propia Teresita sonreirá, porque
ella, hija de estos tiempos, sabe que hoy es más fácil conquistar y santificar
a los hombres convenciéndolos de que no hay que hacer nada extraordinario, que
mostrándoles el camino de la Trapa o del martirio.
“¿Cómo
quiere que la llamemos cuando esté en el cielo?”, le preguntaron un
día las novicias, y ella contestó: “Llámenme
Teresita”. Y a su hermana Paulina que la interrogaba: “¿Nos
mirará desde el cielo?”, le responde: “No,
bajaré a la tierra”.
Lo ha prometido y lo cumple, y sus manos
pequeñas y dadivosas no se cansan de repartir gracias sobre los corazones que
la invocan, porque creen en ella, ablandados por la misteriosa dulzura de esta gota
de miel que ha caído sobre la impenitencia y amargura del mundo moderno.
Hugo
Wast.
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