jueves, 3 de octubre de 2024

Prólogo de Hugo Wast, a la obra de Santa Teresita del Niño Jesús “HISTORIA de un ALMA”


 


   De todas las cosas hoy vivientes sobre: el inmortal suelo de Francia, nada más palpitante de vida sobrenatural que la tumba de Teresita, Visitada a todas horas por gente de todos los pueblos del mundo y cubierta de flores frescas y al abrigo de la cruz y de las palabras que dijo el Señor cuando sus discípulos rechazaban a los niños: “Nisi efficiamini sicut parvuli, non intrabitis in regnum”: sino os hiciereis como los niños, no entraréis en el reino.

 

   Aquella jovencita que moría a los veinticuatro años, en la enfermería de un convento donde se sepultó a los quince, no conocía al mundo, ni el mundo la conocía a ella.

 

   Pero según la palabra de Dios, “el Espíritu sopla donde él quiere” y estaba destinada su persona y su libro a conquistar en poquísimos años una prodigiosa popularidad. Por ella es universalmente glorioso el pueblecito de Lisieux, como Asís por Francisco, como Ávila por la otra Teresa, como Siena por Catalina.

 

   Sin salir apenas del hogar, el peregrino en pocos momentos recorre todos los pasos de aquella vida breve y oculta. Su tumba primero, donde se guarda su cuerpo; el cementerio donde estuvo sepultado antes de la canonización, en el cuadrado de tierra cubierto de cruces donde duermen en paz otras carmelitas; su casita natal en los Buissonnets; su dormitorio, con su camita de caoba y sus juguetes: una muñeca, una carretilla, un pianito, la jaula de un pájaro. . .

 

   ¡Es todo! Encantadora peregrinación que se hace con el corazón conmovido y la sonrisa en los labios, porque uno camina, envuelto no por una atmósfera de muerte, sino en un aire vivificante y glorioso.

 

   Ella adivinó su gloria. “Siento que mi misión va a comenzar”, dijo, al saber que se moría, “Quiero pasar mi cielo haciendo bien sobre la tierra”.

 

   Tuvo también, por inspiración divina, la intuición de que su libro, escrito como un borrador de colegiala, sería un poderoso instrumento para mover los corazones, y a su Priora se lo expresó con estas palabras: “Lo que yo leo en este cuaderno es enteramente mi alma. Madre mía, estas páginas harán mucho bien. Se descubrirá en seguida la dulzura del Señor...” Y con su amable e inspirada sinceridad agrega: “¡Ah, ya sé bien que todo el mundo me amará!”

 

   No se engañaba, no, la simple y juvenil doctora de la Iglesia, doctora a su modo y sin definición, porque había sido suscitada por Dios para enseñar a los hombres, no los grandes caminos de la santidad, como Teresa de Ávila, sino su caminito, como ella decía su petite voie d’amour...

 

   ¡Y el mundo entero la ama! Pensemos el significado de este amor que arrastra millones de peregrinos a su tumba, que es un viviente santuario, en los mismos días y bajo el mismo sol que alumbra la soledad y la triple muerte de otras tumbas sin epitafio y sin cruz.

 

   Nunca los santos son figuras anacrónicas en el tiempo de su vida mortal. Por el contrario, han aparecido siempre en los momentos en que el mundo los necesitaba, y aunque vivieran en un desierto o en un claustro han ejercido sobre su época una acción inmensa desproporcionada con su aparente debilidad.

 

   Recuérdense los nombres de Agustín, de Bernardo, de Francisco de Asís, de Domingo de Guzmán, de Ignacio de Loyola, de Juana de Arco, de Vicente de Paúl, de Teresa de Jesús, de Francisco de Sales, de Magdalena Sofía Barat.

 

   Cada época tiene sus necesidades espirituales y materiales y tiene su santo. En la época actual, como en todos los siglos de decadencia, las cualidades de forma, la gracia y elegancia del estilo y de la persona ejercen una sugestión mayor que las grandes hazañas.

 

   Teresita de Lisieux, con la sonrisa exquisita de su rostro digno del pincel de Leonardo de Vinci, y con su libro, que es una flor de la literatura francesa, ha cautivado al mundo.

 

   Las gentes, sorprendidas de este imperio repentino y universal, se dejan arrebatar por la impetuosa corriente que las lleva hacia ella y se complacen en decir que ha llegado a ser santa sin hacer nada, lo cual parece verdad, aunque no lo sea; y la propia Teresita sonreirá, porque ella, hija de estos tiempos, sabe que hoy es más fácil conquistar y santificar a los hombres convenciéndolos de que no hay que hacer nada extraordinario, que mostrándoles el camino de la Trapa o del martirio.

 

   “¿Cómo quiere que la llamemos cuando esté en el cielo?”, le preguntaron un día las novicias, y ella contestó: “Llámenme Teresita”. Y a su hermana Paulina que la interrogaba: “¿Nos mirará desde el cielo?”, le responde: “No, bajaré a la tierra”.

 

   Lo ha prometido y lo cumple, y sus manos pequeñas y dadivosas no se cansan de repartir gracias sobre los corazones que la invocan, porque creen en ella, ablandados por la misteriosa dulzura de esta gota de miel que ha caído sobre la impenitencia y amargura del mundo moderno.

 

Hugo Wast.


martes, 1 de octubre de 2024

MES DE SAN MIGUEL ARCÁNGEL – DÍA TRIGÉSIMO.

 


TRIGÉSIMO DÍA —30 de septiembre.

 

San Miguel obrará el milagro de la Resurrección General

 

   “Cuando leí -dice el cardenal Des Champs- las impresiones de los Padres del Concilio de Trento a la vista de esa majestuosa asamblea, me estremecí con todo mi ser. Pero cuando, obedeciendo a la voz de Pío IX, tuve la dicha de disfrutar del admirable espectáculo de la apertura del Concilio Vaticano I, no pude contener las lágrimas, y, embargado por un respeto y una admiración que no podría describir, grité: Qué grande es el Vicario de Jesucristo, el Soberano Pontífice que, con una palabra de su inspirada boca, ve a los Principados y Virtudes de todo el universo arrodillados a sus pies.” Pero cuánto mayor será el inaudito espectáculo que al final de los siglos nos darás, oh glorioso Arcángel, tú a quien la Santa Iglesia saluda con el título de convocante y operador de la resurrección general. Doblemos nuestras frentes en el polvo de sus santuarios y abajémonos con toda la humildad y sinceridad de nuestros corazones ante esta majestad abrumadora que, por el mero sonido de su voz suprema, unirá repentinamente a todas las naciones y a todas las generaciones indistintamente en el lugar elegido por Dios para el juicio universal. De hecho, dice San Pablo, tan pronto como la señal haya sido dada por la voz del ARCÁNGEL, por el sonido de la misteriosa trompeta el Señor bajará del cielo y los muertos resucitarán... Aunque el Apóstol no nombra a San Miguel, la expresión de “Arcángel” que utiliza muestra suficientemente que es de él de quien quiere hablar, ya que, como ya hemos demostrado anteriormente, la Sagrada Escritura da este título solo a San Miguel y llama a todos los demás Espíritus pura y simplemente “Ángeles”. Además, los Santos Padres, Doctores e intérpretes de las Sagradas Escrituras dicen oficialmente que se trata de San Miguel. San Sofronio de Jerusalén así lo afirma con numerosas en su apoyo. Viegas, Serarius, Eckius y varios otros también enseñan esto y muchos otros también enseñan esta verdad. Catharin da esta opinión como universalmente aceptada. Santo Tomás y San Juan Crisóstomo declaran que, a la orden de Cristo, el Arcángel Miguel tocará la trompeta, y a través de ella proclamará estas palabras: ¡Preparaos, aquí llega al Juez! Enviará a sus Ángeles después diciéndoles: ¡Preparad todo, porque viene el Juez! Entonces, bajo las órdenes de San Miguel, los Espíritus angélicos se reunirán desde los cuatro vientos de la tierra y de los confines del cielo. Ellos, los elegidos de Dios, mandarán a los condenados y los demonios para que salgan de las profundidades del infierno. Y todo esto sucederá con la rapidez del pensamiento. De nuevo, el Arcángel Miguel soltará y los Ángeles repetirán con solemnidad el grito de su soberana trompeta: “¡Levántate, oh muerto!” ¡Súrgite mórtui! Inmediatamente Dios revivirá las cenizas de cada uno y San Miguel las transportará por el ministerio de los Ángeles al valle de Josafat, donde tendrá lugar el juicio final, como dice el libro de Joel: Consúrgant et ascéndant gentes in vallem Josháphat; quia ibi sedébo ut júdicem gentes: Levántense las naciones y suban al valle de Josafat; porque allí me sentaré para juzgar a las naciones.  En ese momento aparecerá la cruz de Jesucristo, que San Miguel, el Portaestandarte de la salvación (Salútis sígnifer), las llevará al cielo y descenderá de nuevo a la tierra. Bajará en medio de las nubes, que se abrirán para dar paso al Hijo del Hombre, que, lleno de su infinita majestad, vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos. Y en estas últimas sesiones de la humanidad, dice Delmas, ¿quién recibirá el libro de nuestra vida y lo leerá ante Dios, ante los Ángeles, ante los hombres y ante los demonios? Será San Miguel. ¿Quién declarará la inocencia o la culpabilidad del acusado? Será de nuevo San Miguel. ¿Quién será el heraldo de la sentencia pública y eterna? Siempre será San Miguel, Vice-Dios y Vice-Rey del cielo y de la tierra. Y después de la proclamación solemne y definitiva de esta sentencia irrevocable, San Miguel completará su obra, es decir, hará que se cumpla, utilizando el poder supremo que ha recibido de Dios. Primero conducirá a la morada celestial las almas de los Elegidos, revestidas de sus cuerpos transformados y espiritualizados. Entonces bajará con un rayo para impedir que los condenados escapen del lago de azufre y fuego, que los torturará y devorará sin fin. Luego cerrará sobre el Dragón infernal y la cohorte de los malditos este espantoso abismo cavado por la legítima ira y la justa venganza de Dios, y, finalmente, lo sellará para la eternidad. ¡Ah! ¿Le oís, pecadores? No es por años, ni por siglos, ni por millones y miles de millones de siglos, es por la eternidad. ¡¡¡IN ÆTERNUM!!! ¿Qué es la eternidad? Es, en opinión de los maestros de la vida espiritual, un círculo que gira indefinidamente sobre sí mismo, cuyo centro es el siempre, cuya circunferencia es la ninguna parte, y dentro del cual todo es el infinito. ¿Qué es la eternidad? Es un principio sin principio, sin medio, sin fin. Es un principio continuo, interminable, que siempre empieza y nunca termina. La eternidad es un principio en el que los réprobos agonizan y mueren siempre de la manera más dolorosa y cruel, y en el que, después de todas las agonías y todas las muertes, vuelven a empezar y volverán a empezar indefinidamente todas sus agonías y todas sus muertes. ¡IN ÆTERNUM! ¿Qué es la eternidad? Es una vida interminable que se puede resumir en estas dos palabras: ¡Nunca! ¡Siempre! No salir nunca de este abismo infernal, soportar siempre estos castigos infernales, estar siempre privado de Dios, ser siempre presa de estas sagaces llamas que te torturan allí donde has pecado y que te devoran sin cesar sin consumirte nunca. Este es el destino de los condenados, este es el castigo divino. ¡Este es el abismo que San Miguel sellará para toda la eternidad: In stagnum ignis et súlphuris ubi cruciabúntur die ac nocte in sǽcula sæculórum: En el lago de fuego y azufre donde serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos! Oh, por piedad, pecadores, volved sobre vosotros mismos y considerad el destino que os espera si no os reconciliáis sinceramente con vuestro Dios. Oh, qué larga, qué profunda, qué inmensa, en palabras de un santo Doctor, es esta eternidad, la maestra de todas las edades, esta eternidad que nunca podrá ser limitada, esa eternidad que vivirá y permanecerá para siempre ¡IN ÆTERNUM! Salid, salid de esta tumba de corrupción, pobres pecadores, a quien amamos ardientemente. Salid de este sepulcro blanqueado donde os han puesto vuestros pecados y en el que podréis ser enterrados para siempre: ¡IN ÆTERNUM! Piensa en la eternidad, o, mejor dicho, pensemos todos en ella, y repitamos a menudo esta oración de un alma sinceramente devota de San Miguel: “¡Oh Santo Arcángel, el pensamiento de este día del juicio final hace que mi alma se sumerja en terror y espanto! ¿Cuál será mi destino cuando llegue el sonido de tu trompeta y revuelva el polvo de las tumbas y saque de ellas nuestros cuerpos para empujarlos ante el trono del Juez de vivos y muertos? Invoco tu protección en el día de hoy, para que en el gran día del juicio me reconozcas como uno de tus siervos, y me des un lugar entre los elegidos de Dios.

 

 

MEDITACIÓN

 

   “Tiembla, pecador -dice San Bernardo-, porque serás presentado ante el terrible juez. No tendrá solo un acusador contra ti, tendrás tantos como pecados tengas. Él mismo te acusará severamente, así como todos los espíritus, buenos o malos. De todos los lados por todos lados surgirán acusadores; aquí tus pecados, allí la justicia eterna. Bajo tus pies el infierno, sobre ti un juez furioso juzga. Dentro de ti, tu conciencia que te acosa. Fuera, el mundo cruel. Si el justo apenas es salvo, ¿qué será del pecador? Esconderse será imposible para él, apareciendo al aire libre se le volverá intolerable. “El gran Juez -añade San Cirilo-, pone ante los ojos de cada uno de ellos todo lo que han hecho, dicho y pensado. Allí no se ayuda a nadie. Nadie, nadie puede rescatar al culpable del castigo que ha merecido: ni padre, ni madre, ni hijo, ni hija, ni amigo, ni defensor, ni dinero, ni riqueza, ni poder. Todo esto se reduce a la nada. El culpable es el único que soporta su condena. ¿Dónde se encontrará -continúa- la jactancia y la vana gloria, la púrpura y la magnificencia? ¿Dónde estarán la realeza, nobleza, las galas, los tesoros, placeres, la fuerza del cuerpo, la vanidad y la falsa belleza, los bailes, los teatros y espectáculos? De todo solo quedará un amargo recuerdo, todo esto se volverá contra nosotros para acusarnos e irritarnos irritar a nuestro juez. Cualquier excusa será imposible, no habrá forma de defenderse, el pecador permanecerá públicamente mudo y confuso, pues el Señor iluminará lo que se oculta en la oscuridad y revelará los pensamientos más secretos del corazón. Entonces todas las iniquidades del pecador serán expuestas a la vista del cielo, la tierra y el infierno. «Oh, montañas -gritarán estos infelices en su indecible terror-, las montañas caen sobre nosotros, y vosotros, los cerros, nos aplastáis, nos escondéis bajo vuestra masa, nos cubrís con vuestros escombros, veláis nuestros crímenes.» ¡Vanos deseos! Debemos sufrir la vergüenza hasta el final, incurrir en la reprobación general. Almas cristianas, reflexionad sobre esta terrible hora del juicio. Sí, todos nosotros, seamos quienes seamos, escudriñemos nuestro corazón y nuestra mente y preguntémonos si haríamos en público lo que nos atrevemos a hacer en privado. ¿No nos arrepentimos de pensamientos, deseos, miradas, signos, palabras y acciones que nos avergonzarían si fueran conocidos por nuestros padres y por algunos de nuestros amigos? Cuando miramos hacia atrás en nuestra vida, cuando recordamos tales y cuales actos que han mancillado nuestras almas, nos sentimos abrumados por el peso de estas ignominias, y sentimos que somos una carga para nosotros mismos.

 

   Y, hay que decirlo, ¿no es a veces muy doloroso para nosotros revelar a nuestro confesor estas horribles heridas de nuestro corazón degradado y degradante? Sin embargo, es a Dios, y bajo el sello del más profundo secreto, que hacemos esta confesión, que, si es sincera, borra nuestro pasado y nos protege de la confusión universal. Pero esta confesión es tan dolorosa que a veces buscamos mitigar nuestras faltas o presentarlas bajo un aspecto que nos hace parecer menos culpables. ¡Dios no permita que nuestro orgullo nos lleve más lejos! Reservemos nuestra vergüenza para después, es decir, lancémosla a todos los ecos que la repetirán hasta el juicio final y que nos la devolverán en forma prodigiosamente ampliada para confundirnos eternamente. Por lo tanto, recordemos siempre este saludable pensamiento del juicio final. Recordemos que cada uno de nuestros pensamientos, palabras y obras quedarán completamente expuestos ante todas las criaturas, y que en ese momento conoceremos, al igual que Dios, la infinita bajeza de nuestra conducta y la infinitesimal torpeza del pecado. Juzguémonos a nosotros mismos, pero juzguémonos con severidad. Examinemos nuestros caminos y nuestras obras, para que el divino Escrutador de reyes y cortes no encuentre nada que condenar en nosotros en el solemne día del juicio final.

  

ORACIÓN.

 

   Oh San Miguel, cuando pienso que en cualquier momento puedo comparecer ante el temido tribunal de Dios, que en esa hora se decidirá mi suerte y que el último juez será el que proclame pública y solemnemente la sentencia irrevocable del juicio particular, me embarga el temor, me congela el miedo; pero conociendo todo el poder del que Dios te ha revestido, me entrego y me consagro a ti para siempre. Sabiendo que tus oraciones son siempre eficaces y conducen al cielo, te pido humildemente, y te ruego con todas las fuerzas de mi ser, que me obtengas de Dios la gracia salvadora que me prepare para pasar esta terrible y decisiva prueba, de modo que todos mis pensamientos, palabras y obras tiendan sólo a la gloria del Altísimo, y que Jesucristo reine siempre en mi corazón, para que yo sea digno de reinar un día con él en la bendita eternidad. Amén.

 


MES DE SAN MIGUEL ARCÁNGEL – DÍA VIGESIMONOVENO.

 



VIGESIMONOVENO DÍA —29 de septiembre

 

San Miguel introduce las almas en la morada celestial

 

   El favor de presentar ante un monarca a quienes uno desea y de asignarles el lugar que deben ocupar en el Estado, es una función que los mayores señores de este mundo han envidiado en todos los tiempos, dice un escritor moderno. ¿Qué hay entonces de esa posición en el reino de los cielos? Es la participación inmediata en la Realeza de Dios, en su Divinidad. Es a San Miguel a quien se le confía esta sublime función de introducir las almas en el Cielo. Es la misma Santa Iglesia quien nos lo enseña en las palabras que ya hemos citado: “San Miguel es el preceptor del Paraíso, el Potentado del Cielo; es el maestro, el príncipe, el jefe de todas las almas que están llamadas a poblarlo. Y, continúa la Santa Liturgia Romana, San Miguel, fiel a la misión que Dios le ha encomendado, viene con la multitud de sus Ángeles a buscar las almas de los elegidos para introducirlas en el Paraíso de las delicias”. En una antigua secreta de la fiesta de San Miguel encontramos también esta súplica: “Príncipe de los Ángeles, tú que, a la hora que tus oraciones han hecho que Dios marque, en proporción a la devoción que se te ha demostrado en esta tierra de destierro, o casi a tu gusto abrirás las puertas de la morada fortificada de las eternas bienaventuranzas, recibe en depósito nuestras almas y las de aquellos que te encomendamos para introducirlas en la presencia de Dios y en la compañía de la Augusta María y de los hombres y mujeres santos que viven y reinan con Él por los siglos de los siglos." Citemos de nuevo este ofertorio de una misa de San Miguel, aprobada por el Papa Alejandro IV: “Bendito sea Dios, que ha dado a San Miguel un gran poder sobre las almas para santificarlas y llevarlas al reino de los cielos. Bendecidlo, pues, santos y elegidos; bendecidlo, todos los que anheláis la felicidad eterna; alabad e invocad a San Miguel, que tomará vuestras almas al morir para conducirlas al Paraíso.” “Oh santa Iglesia católica -clama San Gregorio-, qué alegría y consuelo nos das al mostrarnos a San Miguel como nuestro introductor en el reino de los cielos. Después de María, no podemos tener mejor abogado, y su devoción por la humanidad caída despierta en nuestros corazones sentimientos de confianza y esperanza que nos elevan poderosamente hacia Dios.” “Te saludo, todopoderoso San Miguel -añade San Pantaleón-, te saludo conduciendo triunfalmente las almas de los cristianos a la patria celestial, sobre la que tienes jurisdicción casi plenaria, te saludo con la esperanza de que un día introduzcas en ella mi alma que confía en tus oraciones.”

   “Ángeles del cielo -continúa San Cesáreo-, alegraos, cantad y exaltad a vuestro Príncipe, pues está revestido de un poder verdaderamente excepcional, ya que lleva las almas de los santos y de los justos al reino de la gloria, e incluso les asigna el lugar que deben ocupar allí.” ¿Te has dado cuenta -dice San Francisco de Sales- de lo grandes que son los títulos que la Iglesia da a San Miguel? Le llama gobernador del cielo: Paradisi praepositus: Guardián del Paraíso, le reconoce el derecho a introducir las almas en esta deliciosa morada: Suscipit et perducit animas in paradisum jubilationis: Él recibe y conduce a las almas al paraíso del regocijo. ¿Necesitamos más para instarnos a recurrir a la protección de este gran Príncipe? Además, esta doctrina de la Iglesia no es más que la confirmación de la creencia general de los pueblos. En todas partes y en todos los siglos, encontramos pruebas claras de esta verdad. Limitémonos a citar algunos ejemplos más llamativos. En una necrópolis de Egipto, que se remonta a la época de los emperadores romanos, hay una bóveda funeraria de una familia cristiana, y en una tumba se encuentra esta inscripción: “Dios todopoderoso, recuerda el sueño y el descanso de su serenidad de tu siervo Zoneine, piadoso y sumiso a tus leyes: concédele que sea guiado por el Santo Arcángel Miguel para conducir las almas a la luz, en el seno de los Patriarcas Abraham, Isaac y Jacob”. El sabio Pedagogo, un autor muy antiguo, dice sobre este tema: San Miguel no es perfectamente feliz al no haber llevado a todas las almas al cielo, y por San Agustín y San Bonifacio conocemos este trato de favor, que nos asegura que este Arcángel no solo asiste a nuestras almas en este paso decisivo de la eternidad, sino que también las introduce en el Paraíso después de la muerte. Esto es también lo que rezamos en el Oficio de San Martín: “Oh santo bendito, que San Miguel con los ángeles ha traído al cielo.” Y el epitafio del Cardenal Conrad termina así: “la mano de Miguel lo ha llevado al cielo, donde permanece para siempre.” Por último, el Concilio de Maguelone, del que ya hemos hablado, formuló esta bendición que se pronunció en el siglo X sobre las cabezas de los pecadores arrepentidos: “Entonces, al final de esta vida mortal, serán dignos, con la gracia del Señor, de reunirse con el Arcángel Miguel, que recogerá nuestras almas y les abrirá las puertas del Paraíso.” Pero cualquiera que sea la alegría que San Miguel experimente al introducir nuestras almas en la morada celestial, nunca experimentó una alegría tan grande como cuando transportó triunfalmente el cuerpo y el alma de la augusta Virgen al seno de la gloria divina. Escuchemos a San Gregorio de Tours sobre este tema: “Cuando la bendita María se acercaba al final de su carrera mortal, todos los Apóstoles reunidos de las diversas regiones del mundo acudieron a su casa. El Señor Jesús, rodeado de sus Ángeles, se les apareció y recogió el alma de su Madre, que confió al Arcángel Miguel.” El beato Santiago de Vorágine y varios otros autores atribuyen también a San Miguel esta sublime misión: “Cuando María entregó su espíritu, San Miguel lo recibió respetuosamente y lo presentó a Dios como el fruto más hermoso de la Encarnación y el resumen de todas las perfecciones que pueden encontrarse en la criatura más excelente y privilegiada.”

 

   Poco después, cuando el Salvador volvió a tomar el cuerpo de su Santísima Madre para elevarlo al cielo, se lo confió a San Miguel, que lo acompañó en su gloriosa Asunción, introduciéndolo con la mayor alegría en los sagrados atrios, y ordenando a las santas falanges que aclamaran a su reina y madrina. Además, un tímpano de Nuestra Señora de Tréveris representa así la coronación de María en los cielos: Cristo, ayudado por San Miguel, coloca la corona sobre la cabeza de su Madre Santísima.

 

Estos son los privilegios que Dios concede a San Miguel: ¿No podemos repetir con un Santo Doctor: “Qué grande eres, oh San Miguel, ya que Dios te ha confiado a María, a todos los santos y a todos los elegidos sin excepción, para que tú mismo los introduzcas en el seno de Dios"? Escribamos, pues, con Santa Gertrudis: “Salve, gloriosísimo príncipe, Arcángel San Miguel. Salve, honor y gloria de las jerarquías celestiales. Eres tú a quien Dios ha designado como Príncipe del Cielo para recibir a las almas y llevarlas al paraíso de la gloria. Te recuerdo, oh bendito príncipe, estas gracias y todas las que la ilimitada liberalidad de Dios te ha concedido por encima de todas las órdenes de los ángeles, y te pido, por el mutuo amor que une tu corazón angélico al de Dios, que recibas mi alma el día de la muerte y me hagas de juez misericordioso, intercediendo por mí."

 

 

MEDITACIÓN

 

   Según Santo Tomás, el cielo es lo más grande y perfecto que Dios puede hacer, pues es el disfrute de Dios mismo. Deriva la perfección infinita del bien infinito, que es Dios, y Dios no puede hacer nada mejor. Es una ciudad maravillosa cuyo Rey es la belleza, la verdad y la propia santidad, cuya ley es la caridad duración y cuya duración es la eternidad. En el cielo está la cumbre de la dicha, la gloria suprema, la alegría infinita y todo el bien. Este reino incomparable supera todo lo que se puede decir de él, está por encima de toda alabanza y supera todas las glorias, todas las felicidades. Ni el ojo ha visto, ni el oído ha oído, ni el corazón del hombre ha concebido lo que Dios ha preparado para los que le aman. Bendito sea, pues, el Señor, que según su gran misericordia nos ha regenerado, dándonos la esperanza de la vida y de esa herencia pura, inmortal e incorruptible que nos está reservada en el cielo. Sin duda, al pensar en tal felicidad, nuestros corazones suspiran ardientemente por este torrente de delicias inefables. Pero el cielo sufre violencia, y nadie entrará en él sino quien ha sabido hacerse violencia a sí mismo. Pero, ¿quién puede negarse a trabajar por ello? Porque lo que Dios nos pide no está por encima de nuestras fuerzas, y ni siquiera es tan difícil como se cree que es ganar, merecer el cielo. Escuchemos a San Agustín: "El reino de los cielos se puede vender -dice-, ¿lo quieres? Cómpralo. No tendrás que soportar mucho sufrimiento ni hacer grandes cosas para adquirir un bien tan grande. No está por encima de tus posibilidades y tienes los medios para pagarlo. No examines lo que vales, sino lo que eres. El cielo vale lo que tú vales. Entrégate a Dios y lo tendrás. Pero, dirás, soy malo y Dios no me querrá. Al entregarte a Él, te convertirás en bueno, y cuando lo hagas, merecerás el cielo. Amar -añade-, no es algo difícil, el corazón está hecho para amar”. Ahora bien, si merecemos el cielo es por amor, el amor de Dios es la moneda con la que podemos ganar la corona de la gloria. ¿Nos negaremos a amar a Dios? No, ciertamente, tenemos demasiadas razones para amar a Aquel que es supremamente amable. Así que amémoslo con todo nuestro corazón, con toda nuestra fuerza y por encima de todas las cosas, y entonces podremos hacer lo que queramos: Ama et fac quod vis: Ama y haz lo que quieras. Vivamos, pues, para la verdad, por la inmortalidad, por la eternidad, en una palabra, vivamos por amor, y tendremos a Dios por nuestra recompensa.

 

 

ORACIÓN

 

   Oh, San Miguel, ¡qué hermoso debe ser este cielo el cielo, lleno de la infinita Majestad de Dios! Y cuando pensamos que este es nuestro verdadero hogar, que si queremos un día disfrutaremos de las supremas alegrías de este lugar de dicha eterna ¡ah! Cómo se inflama nuestro corazón con el deseo de poseerlo. Pero necesitamos tu ayuda, te pedimos con humildad y confianza: enséñanos a amar a Dios como tú le amas, a luchar tan bien como luchas tú. Apóyanos en nuestros fracasos, levántanos de nuestras caídas, repele a los enemigos de nuestra salvación y haznos victoriosos sobre todo en la batalla final, para que nos lleves a la morada celestial donde cantaremos las alabanzas del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo contigo para siempre. Amén.

 

 


MES DE SAN MIGUEL ARCÁNGEL – DÍA VIGESIMOCTAVO.





VIGESIMOOCTAVO DÍA —28 de septiembre.

 

San Miguel consuela y libera a las almas del purgatorio.

 

   Cuando San Miguel, fiel a su gloriosa misión, presenta a Dios las almas de los difuntos y sopesa sus buenas y malas acciones, cuando proclama el sentencia irrevocable y perpetua, estas almas, según San Anselmo, salen del Supremo Tribunal por tres puertas diferentes, es decir, van a uno de los tres lugares que se les asigna según sus méritos. Algunos van directamente al cielo, un inmenso privilegio que difícilmente puede obtener uno de cada varios miles. Otros, en número bastante grande, indignos de reinar inmediatamente en la gloriosa morada de la eterna bienaventuranza, van a expiar sus faltas veniales no remitidas, o las penas temporales debidas a sus pecados, en ese lugar de misericordia llamado Purgatorio; otros caen finalmente en el infierno, ese abismo de tormentos eternos cavado por la venganza divina. Para este último, el ministerio del Arcángel está terminado. Gime, sus brazos se levantan todavía para implorar las misericordias de Dios, pero Jesús es inexorable, y, según el testimonio de una piadosa vidente, responde a San Miguel: “¿Por qué imploras mi clemencia? Me despreciaron, despreciaron a mi santa Madre, no quisieron recurrir a tu protección en vida, ahora es demasiado tarde, que su destino sirva de lección a las generaciones futuras.” Pero, para las almas que tienen que expiar en el Purgatorio algunas faltas leves o alguna pena temporal antes de entrar en el regocijo del Paraíso de las delicias, la labor del Arcángel aún no ha terminado. Lejos de abandonar a estas almas benditas, San Miguel redobla su solicitud para consolarlas, aliviarlas y acelerar su liberación. Y para conseguirlo, como canta la Santa Iglesia, San Miguel puede conformarse con rezar por ellos, pues su oración es tan poderosa que abre las puertas del cielo. Por eso esta buena madre, en el ofertorio de la misa de difuntos, recuerda a Dios el poder de este Arcángel, poniendo en labios del sacerdote y de los presentes esta eficaz súplica: “Que San Miguel, abanderado de la Salvación, los libre y los lleve a la santa luz que prometió en nombre de Dios a Abraham y a toda su raza.” Bossuet señala que esta enérgica oración de la Iglesia muestra claramente lo que piensa del poder de San Miguel sobre las almas retenidas en el purgatorio, y lo mucho que quiere que nos aferremos a la poderosa intercesión de San Miguel. Además, San Alfonso María de Ligorio, explicando este pasaje de la Misa de Difuntos, afirma que la tradición es unánime en reconocer que San Miguel desciende al Purgatorio para consolar por sí mismo y por medio de sus Ángeles a las almas cautivas en este lugar de exilio y de expiación. Dice: “Lleno de tierna solicitud por estas buenas almas que le son encomendadas y mandadas por la Iglesia, San Miguel no deja de asistirlas y ayudarlas dándoles mucho alivio de las penas del Purgatorio.” Y el cardenal Belarmino añade que es incontestablemente reconocido, desde la fundación del cristianismo, que las almas de los difuntos son liberadas de las penas del purgatorio por la intercesión y el ministerio del Arcángel San Miguel. No se nos puede acusar de piadosa exageración -dice San Anselmo- cuando sostenemos que el Príncipe de la Milicia celestial es todopoderoso en el Purgatorio, porque Dios así lo ha decidido, y que puede entonces aliviar y abreviar los sufrimientos de las almas que la justicia y la santidad del Altísimo retienen en este lugar de tormento. Allí reina como Rey, ya que es Príncipe y Maestro de todas las almas que han de entrar en el reino de los cielos. Elige, por así decirlo, a las almas que se encuentran en este vestíbulo del cielo (nombre dado por ciertos Doctores al Purgatorio) y las libera de sus misteriosas cadenas para que vuelen con él al Paraíso del que es el guardián, el administrador principal. Como un ministro plenipotenciario enviado en legación, dice San Pío V autorizando la erección de una Cofradía en honor de San Miguel, este Arcángel todopoderoso aplica e interpreta, según las circunstancias, los deseos de su Soberano. En una palabra, es como el mediador entre el Jefe Supremo y sus súbditos, e incluso por su mediación obtiene gracias que la dignidad del Soberano parece incapaz de conceder sin un intermediario. Este es el admirable papel de San Miguel con respecto a las almas del purgatorio. Además, estamos en perfecta conformidad con la doctrina de la Iglesia y los escritos de los Santos Padres, que no cesan de afirmar que la Santísima Virgen y San Miguel descienden frecuentemente al Purgatorio, visitan, alivian y liberan a las pobres almas que allí permanecen, rivalizando en bondad y misericordia hacia ellas. ¡Cuántas pruebas podríamos citar en apoyo de esta consoladora verdad! Algunos de estos rasgos bastarán para inspirarnos una gran confianza en San Miguel y para animarnos a recurrir a su poderosa protección para el alivio y la liberación de estas almas que deben ser tan queridas.

   Recordemos primero lo que Marie Lataste aprendió en una de sus revelaciones: Un día, una monja del Sagrado Corazón, que había muerto en olor de santidad, se le apareció y le anunció con gran asombro que seguía en el purgatorio, y, después de haberle pedido la ayuda de sus oraciones, añadió que San Miguel había venido a consolarla y a traerle una gran ayuda. El mismo autor cuenta que un sacerdote, durante la Misa de Difuntos, recomendó un día especialmente a algunas almas pronunciando estas palabras: Sígnifer Sanctus Míchaël repræséntet eas in lucem sanctam: El significante San Miguel los representará en la luz santa, y en el mismo momento vio al glorioso Arcángel descender del Cielo al Purgatorio para liberarlas. El mismo autor relata que un monje de Citeaux, después de su muerte, se le apareció a un sacerdote, su amigo, y le dijo que seguía en el purgatorio, pero que se libraría si en la misa lo encomendaba a San Miguel. El sacerdote hizo lo que deseaba y vio, como otros, el alma de su amigo llevada al cielo por el Santo Arcángel. También encontramos este rasgo en un libro de meditaciones atribuido a un santo: El piadoso abad Odón, que murió en olor de santidad y era muy devoto de San Miguel, rezaba siempre la Misa votiva de San Miguel, siempre que las rúbricas lo permitían. Ahora bien, le ocurrió muchas veces que, cuando celebraba la Misa por los difuntos, se le aparecía San Miguel haciendo salir del Purgatorio y entrar en el Cielo a las almas que él había encomendado a Dios.

 

   Y muy a menudo sus religiosos y todos los que asistían a su misa lo veían como él, por lo que rezaban a San Miguel con fervor. Es por eso que Odón y muchos de los santos abades y religiosos de su orden recomiendan encarecidamente las misas votivas de San Miguel. El célebre arzobispo Lanfranco, que gozaba él mismo de visiones similares, celebraba y hacía celebrar con frecuencia en Canterbury misas votivas en honor de San Miguel, para obtener con mayor seguridad el alivio y la liberación de las almas del purgatorio. Por último, citemos a un autor fidedigno: “Un día, celebrando la Santa Misa por el descanso de las almas de sus padres difuntos, el cardenal Pie llegó al Supplices te rogamus, es decir, a ese sabio paso del Canon de la Misa en el que se reza a San Miguel para que lleve el divino sacrificio a Dios en el sublime altar, y quedó extasiado: vio a nuestro glorioso Arcángel sosteniendo a su padre y a su madre en sus manos, sacándolos del Purgatorio y conduciéndolos al Cielo. Es imposible decir cuán grande era la devoción de este príncipe de la Iglesia hacia el augusto Jefe de los nueve coros angélicos; más de una vez, en sus admirables discursos, dejó escapar estas palabras: “Oh, todos los que amáis a vuestros muertos, recurrid a San Miguel, que los librará de la Purgatorio” Muchos otros hechos que tenemos ante nosotros nos incitan a recomendar que recemos constantemente a San Miguel por la liberación de estas pobres almas. Y esta creencia era popular en el pasado, ya que todavía encontramos esta antigua inscripción en la capilla de Saint-Michel de Mortain: “San Miguel, protege a nuestros muertos.” Seamos, pues, fieles a la recomendación de San Lorenzo Justiniano, que jura que los fieles deben rezar a San Miguel todos los días por las almas del Purgatorio, porque, según dice, serán liberadas en poco tiempo de los tormentos de este lugar de angustia y tormento. Es, además -observa San Ligorio-, una cosa muy agradable para San Miguel aplicarse, con sus buenas obras y devociones, a aliviar a las almas del Purgatorio y a liberarlas de sus sufrimientos. Pidámosle -añade San Lorenzo Justiniano- la misma gracia para nosotros, y Miguel no la rechazará. Esta es también la opinión de San Ligorio, que no teme expresarse en estos términos: “En cuanto a los que tienen devoción a este Príncipe celestial, he dicho antes que los consuela en todas sus tribulaciones en este mismo mundo, pero cuánto más no debemos estar seguros de que se apresurará a ayudarlos y aliviarlos cuando estén en la Purgatorio, donde sus sufrimientos son mucho más grandes que todos los dolores de la vida presente.” “Sí -clama San Bernardo-, quien ha sido devoto de San Miguel no permanecerá mucho tiempo en el Purgatorio, este Ángel hará uso de su privilegio y pronto conducirá su alma a la morada celestial.” Aprovechemos estas enseñanzas e invoquemos la ayuda de San Miguel por las almas que están detenidas en este lugar terrenal y que pueden estar ligadas a nosotros por lazos de sangre o de amistad, o incluso que tienen que expiar por nuestra culpa, es decir, por el afecto y la condescendencia que nos han tenido, o por nuestro mal ejemplo, nuestros consejos poco meditados, nuestra excesiva debilidad y cobardía en el servicio de Dios Aprovechemos también estas lecciones para encomendarnos diaria y fervientemente al gran Príncipe, como lo llama la Iglesia, para que podamos contar con su poderosa protección cuando pasemos por estas llamas expiatorias. “Ah, qué consolador es dice un autor erudito, qué consolador es pensar que cuanto más hayamos amado a San Miguel en nuestra vida militante, más recibiremos señales de su benevolencia durante nuestra vida de expiación en el Purgatorio.”

 

MEDITACIÓN

 

   El infierno nos asusta con razón, porque sus tormentos son tan terribles y tan numerosos que no se pueden describir, y todos estos dolores durarán para siempre. El Purgatorio no suele asustarnos mucho, pero esto es un error, pues según muchos autores, los castigos allí son similares a los del infierno. Estas almas que pasan por este lugar de expiación irán después con Dios y gozarán de los torrentes de delicias reservados a los elegidos, pero antes, ¡qué dolorosas pruebas tendrán que pasar hasta quedar completamente purificadas de la más mínima mancha! Súplicas mil veces más terribles, dice San Agustín, que cualquier sufrimiento que el hombre pueda soportar en esta vida. Seamos bien conscientes de esta verdad, todos los que tenemos tanto miedo al más mínimo sufrimiento en la tierra. Temamos el Purgatorio; pongamos los medios para evitar o acortar sus crueles tormentos. Tomamos toda clase de precauciones para protegernos de las enfermedades, utilizamos todos los remedios que la ciencia ha descubierto para aliviarlas con mayor o menor eficacia, y los sufrimientos mil veces más espantosos del purgatorio, ¿no trataríamos de alejarlos de nosotros, de reducir su duración e intensidad? ¡Eso sería una locura! Evitemos el pecado venial que atrae estos castigos sobre nosotros, hagamos penitencia por nuestros pecados pasados, derramemos lágrimas en abundancia como San Pedro tras su negación.

 

   Ciertamente es más dulce ser purificado por el agua que por el fuego, dice un Santo Doctor, y es mejor pasar toda la vida en penitencia que permanecer una hora en el Purgatorio. Aprovechemos también las indulgencias que la Santa Iglesia nos concede y que remiten, según nuestras disposiciones, una parte más o menos considerable de las penas temporales que han merecido nuestros pecados. Recitemos con la mayor frecuencia posible, y con sincera humildad y piedad, las oraciones enriquecidas con estos preciosos tesoros espirituales. Apliquemos también las indulgencias a las almas que sufren en el Purgatorio, para acelerar su liberación y obtener la ayuda de su intercesión. Recordemos estas palabras: “Se usará con vosotros la misma medida que uséis vosotros con los demás.” Haciendo esto nos santificaremos, habremos acortado el castigo debido a Dios por nuestros pecados y nos habremos asegurado ayuda y consuelo para el tiempo que tengamos que pasar en el Purgatorio.

 

 

ORACIÓN

 

   Oh San Miguel, qué dulce es para nosotros pensar que, urgido por tu caridad hacia los siervos de Dios, desciendes al Purgatorio para aliviar y consolar a las pobres almas retenidas en ese lugar de expiación, y que incluso apresuras su liberación con tus oraciones, que son siempre eficaces. Concédenos la gracia de evitar todo aquello que pueda acarrear los castigos de la justicia divina, y de practicar aquellas obras que tienen la virtud de remitir las penas debidas por nuestros pecados, para que después de nuestra muerte no nos veamos privados por mucho tiempo de la vista de Dios, sino que entremos casi inmediatamente en su reino y en su gloria. Amén.