martes, 24 de septiembre de 2024

La Casa de la eternidad – Por Félix Sardá y Salvany.


 



   Irá el hombre, dice la Escritura, “a la casa de su eternidad” (Eclesiastés. Cap XII, 5). ¿Cuál será esta casa de la eternidad, y qué se entiende por irse el hombre a ella?, vamos a ponerlo en claro tú y yo, amigo lector, en este opúsculo. Paréceme que es punto que a  todos nos interesa muchísimo, y que entre, todos los que se pueden tocar es el que merece principalmente más atención.

   Se va, pues, el hombre, a la casa de su eternidad. El hombre, es decir, tú y yo y aquel y el otro y el de más allá. El hombre, esto es, todo hombre, o sea todos los hombres, que el término es absoluto y los abraza a todos sin excepción. Todo hombre, sin consideraciones de categorías o posición social; todo hombre por el mero hecho de ser hombre, como si la idea de humanidad ya llevara consigo implícitamente esta idea de mortalidad. Es el sello de una sentencia general e irrevocable, como si se dijese redondamente: «¿Eres hombre? Luego has de morir.»

 

   Repárese empero lo que aquí se dice: «Irá el hombre.» El morir se nos pinta como un viaje forzoso que hemos de hacer, o mejor que a todas horas estamos haciendo. Es expresiva la palabra, y se presta a profundísima reflexión. Vamos a morir, es decir, que en rigor estamos ya muriendo.

 

   Vamos allá, aun cuando presumimos estar parados; cuando dormimos, como cuando estamos en vela; a toda hora y en todo minuto; en todo momento no cesamos de andar. Así como el viajante que va en una embarcación, va haciendo su viaje lo mismo cuando está acostado que cuando pasea sobre cubierta o discurre en su camarote o contempla el curso del buque desde su torre; así el hombre, tripulante del barco de la vida, no cesa de andar y andar con dirección al fin de ella, aun en aquellos mismos instantes en que más lejos está de tal pensamiento. «Anda,» se le ha dicho al nacer, y andará sin reposo; ¿hasta dónde? Claro lo dice el texto: «Hasta la casa de su eternidad.»

 

   ¿Y cuál es esta casa a la que sin cesar va caminando el hombre con tan forzoso cuanto precipitado viaje? El primer lugar es el sepulcro, que puede llamarse casa de la eternidad, porque de él no se vuelve ya en modo alguno. Y aunque parece impropia aquí la palabra eternidad, es no obstante la más adecuada para significar el definitivo desenlace que tienen allá, por lo que toca a la presente vida, todas las cosas humanas.

 

   Sí, porque de allá no se vuelve, y es por tanto eterna la ausencia, que entrando allá, se hace de todo lo presente. No hay retorno de ese viaje, no, no lo hay. Para siempre dejamos el dulce hogar en que nos hemos criado, los deudos y amigos que tan gratos nos fueron, los bienes que adquirimos, los puestos que con tantas fatigas y quizá con tantos delitos alcanzamos, las mil ilusiones que encantaron nuestro breve sueño sobre la tierra.

 

   “Que poco más que soñar es vivir, y poco menos que despertar es la muerte.”

 

   Y los bienes que ésta nos arrebata vienen a ser para cada uno de los mortales como las riquezas fantásticas que se sueñan, las cuales con toda realidad “creemos poseer”, lo que no impide que al despertar (allá) nos hallemos con las manos vacías.

 

   El sepulcro, he aquí, pues, la casa perpetua para el hombre en cuanto a su ser material, hasta que le llame de ella la voz del Juez supremo; he aquí hasta entonces su instalación, siquiera no sea definitiva. No hay otra (casa) para el rey, como para el mendigo; iguales son para el sepulcro; porque si desde afuera los distingue algún tanto los adornos de la vanidad humana, por dentro las iguala la misma corrupción.

 

   Mas ésta es la casa del hombre por la parte que mira acá (a este mundo), si es lícito hablar así; hay otra parte de ella que mira allá, es decir, a los inmensos e ilimitados horizontes de la verdadera, y propiamente dicha que se llama eternidad. Es la que desde el morir aguarda al alma, y después de la resurrección al cuerpo también. Es la verdadera y definitiva casa de la eternidad de que habla el texto que exponemos aquí. Es lo que llama el Credo vida eterna; eterno vivir de dicha para los buenos, eterno vivir de pena para los condenados, pero de todos modos: eterno vivir, casa de la eternidad.

 

   ¿Y por qué llama la Escritura «casa» a este paradero final? Sin duda no carece de rigurosa propiedad esta palabra, ni está ella aplicada al azar y a la ventura.

 

   Lo que tiene el hombre más propio suyo y más identificado, por decirlo así, con su propia persona, es lo que llama él «su casa.»

 

   Tanto es así, que «casa» se toma muchas veces por familia, linaje, generación, herencia; viene a considerarse como una extensión de la misma personalidad humana. Puede, pues, significar el uso de la palabra «casa» aplicada a la eternidad, que nada es tan propio del hombre como este su destino eterno; esta es su herencia, este su patrimonio, esto está como vinculado a su propia condición.

 

   Y también puede encerrarse aquí espantoso reproche. ¡Ah! ¡Quizá el llamar «casa nuestra» a la eternidad es para reprendernos el que tan fácilmente llamemos «casas nuestras» a los miserables cobertizos que un momento nos sirven acá abajo para guarecernos! Sí, porque cuando alzamos nuestras humildes o suntuosas viviendas, cuando compramos cabañas o palacios, ¿qué hacemos sino levantar para un rato, como una tienda de campaña al borde del camino por donde viajamos, hacia la casa verdadera de la eternidad? Las más deliciosas quintas, los más ricos palacios, los tenemos como prestados un solo momento. No como propios, que si propios fuesen, no se nos desposeería de ellos con tan triste facilidad. No, que lo propio nuestro es la eternidad; de ésta sí que nadie nos puede desposeer. Esta es casa verdaderamente nuestra, no ajena, ni prestada, ni temporal, sino definitiva.

 

   ¡Oh! ¡Qué cúmulo de reflexiones brotan espontáneamente de esta sola consideración! Bien podemos decir que en ella está encerrado cuanto tiene de más fundamental el ascetismo cristiano. Porque si la casa propia del hombre es la eternidad, y las casas de acá abajo y el mundo entero, que todo él puede llamarse casa del hombre, no lo tiene sino como prestado e interino, dicho se está cómo debemos servirnos de él, con qué desapego, con qué indiferencia, con qué soberano desdén. Prestado es, ¿y quién será tan necio que ponga su corazón en cosa prestada y de que luego, muy luego, le van s privar? Y si en eso pone su corazón, ¿cómo evitará se lo desgarren y despedacen, cuando le arranquen, quiera o no quiera, estos vanos tesoros en que puso su ilusión? No nos sería menester más que la aplicación práctica de estas ideas para que de plano fuésemos santos los que en teoría las profesamos. ¡Lástima grande que los que ve como cierto e incontestable el entendimiento, no lo guarde asimismo como única regla de bien vivir y de bien obrar la voluntad!

   Pero... demos un paso más.

 

   Esta casa del hombre, esta casa eterna y en consecuencia definitiva, no se llama simplemente la «casa de la eternidad,» sino la «casa de su eternidad.» De suerte que cada cual viaja en dirección a la casa de la eternidad suya, de lo que se saca que no hay una eternidad común para todos. No hay una sola: hay dos eternidades. Hay la eternidad feliz, y hay la eternidad desventurada; hay la eternidad premio, y hay la eternidad castigo; hay la eternidad para los justos, y hay la eternidad para los condenados. Cada hombre no va, pues, a cualquier eternidad, sino a su eternidad, á la que es propia suya, a la que se ha hecho suya con las obras suyas. Y no irá el bueno a la eternidad del malo, ni el malo a la eternidad del bueno, sino cada cual a la que se ha hecho propia suya con su especial modo de vivir y de morir.

 

   ¡Válganos el cielo! ¡Qué otra reflexión más abrumadora nos está saliendo al paso! Cuando decimos que Dios condena, casi podríamos decir que hablamos impropiamente. No; al réprobo le condenan sus propias obras; él mismo con ellas se labra su condenación. ¡Ah! La eternidad cada cual se la está haciendo buena o mala ya desde este mundo. ¡Grave responsabilidad saber que al fin la eternidad no será para cada uno de nosotros más que lo que cada uno de nosotros haya querido que sea, porque solamente de este modo será su eternidad! ¡Y a la vez gran consuelo saber que todo eso de nuestra salvación depende de nosotros mismos, siempre con el auxilio de Dios! Sí, y puesto que a la eternidad la hemos llamado casa, sigamos la alegoría del Texto Sagrado, y digamos que la casa de la eternidad será tal como la vayamos edificando nosotros con los materiales buenos o malos que alleguemos desde ahora. Piedras para este edificio son todos y cada uno de los actos de la vida. Cuando doy una limosna, recojo una piedra para esta construcción; cuando recibo los Santos Sacramentos; cuando oigo la Misa; cuando practico la oración; cuando mortifico mi cuerpo; cuando doy luz y buen ejemplo a mis prójimos; cuando, en una palabra, ejecuto cualquier obra digna, estoy labrando pilares para levantarme un día el palacio de la feliz eternidad, palacio cuyo cimiento puse en el Santo Bautismo y cuya piedra angular es Cristo mi Salvador. Y a su vez, cuando cedo al impulso de mis pasiones; cuando soy liviano, codicioso, iracundo o negligente; cuando alimento, sueños de ambición o de orgullo; cuando quebranto de cualquier modo que sea la ley severa que me ha dado Dios, estoy alzándome con cada uno de estos pecados el horrible muro de la cárcel en que he de gemir eternamente. ¡Ha Tengámoslo presente y no lo olvidemos jamás. «De ti procede tu condenación.»

 

   Recójase ahora cada uno de mis lectores en su interior, y vea ¡por Dios! a la luz de estas verdades lo que le trae más a cuenta. Si de nuestra diligencia y buen acuerdo dependiese la salud corporal, ¿quién no andaría muy sano? Si a nuestro arbitrio estuviese el adquirir fortuna, ¿quién no fuera muy rico? Si el bienestar y el saber y la gloria humana y los dones todos de que tanto caso hacen los mortales, se lograsen con sólo extender la mano para cogerlos, ¿quién quedaría privado de ellos?

 

   Pues bien. Tan fácil es la salvación, tan asequible es la vida eterna. Trátase de quererla de veras y nada más. Y si necio y loco llamaríamos al que, pudiendo ser rico, sabio y sano con sólo quererlo, se quedase el infeliz pobre, rudo y achacoso, ¿cómo se llamará la necedad e insensatez del que, pudiendo a poca costa hacerse con un paraíso eterno, se procura a fuerza de grandes sacrificios la eterna perdición?

 

 

   Porque otra parte no menos curiosa acontece aquí. Si no costase mucho el cielo y se diese de balde, al contrario del infierno, no sería grande la necedad de querer lo malo a lo bueno. Y si fuera lo malo barato y  lo bueno caro. Mas para vergüenza nuestra sucede aquí al revés. Pero con la mitad, con mucho menos de lo que trabaja un pecador para condenarse, tuviera se tiene bastante para adquirirse la salvación. Da lástima ver tan afanosa a gran porción del género humano; contemplar sus fatigas y sudores; presenciar sus rabiosas querellas; ver sus inquietudes y desasosiegos; cómo sufren, se cansan, se sacrifican, y todo ¿para qué? Para servir al diablo y ganarse su compañía. No quisiera yo, por cierto, la mitad de la mitad de los sinsabores que le ha costado a cualquier revolucionario moderno vivir y morir enemigo de su Dios. Ni le ha costado jamás a ningún justo el respeto a la divina ley lo que a tantos malvados y corrompidos les está costando el guerrear contra ella y el obedecer como esclavos a sus viles concupiscencias.

 

   ¡Animo, pues, amigos míos! Vamos todos con pie derecho a la «casa de nuestra eternidad.»

 

   Poco cuesta lo de acá, y rápido se acaba ese poco qué cuesta. Mucho empero vale lo de allá, y eternamente dura. ¡Espero que mis lectores enderecen sus caminos  cuando estas líneas acaben de leer, trocando dicha eterna por desdicha sin fin!

 

A. M. D. G.

 

 “LA CADA DE LA ETERNIDAD”

 

 

 


No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.