Cristo. Hijo mío, bajé del cielo para salvarte,
abrazando tus miserias movido de amor, no obligado de necesidad, para enseñarte
a sufrir con paciencia y sin repugnancia los males de la vida.
Desde
el punto en que nací hasta expirar en la cruz no me faltaron dolores. Fui muy
pobre en bienes de fortuna; oía con frecuencia quejas de mí; con paciencia
soportaba confusiones y oprobios; recibía ingratitud por mis beneficios;
blasfemias, por los milagros, y censuras, por mi doctrina.
El discípulo. Señor, puesto que tú fuiste tan sufrido
en tu vida cumpliendo así perfectamente el mandato de tu Padre, justo es que
también yo, pobrecillo pecador, sufra con paciencia conforme a tu voluntad y
que por mi salvación lleve el peso de esta vida mortal hasta que tú quieras.
Pues, aunque se sienta el molesto peso de la vida presente, ya tu gracia la hizo muy meritoria, y tu ejemplo y el de los santos la hacen más tolerable a nuestra fragilidad y más llena de luz. Pero, además, se tienen ahora muchos más consuelos que bajo la antigua ley, cuando las puertas del cielo estaban siempre cerradas, el camino que conduce a él no se veía tan claro, y eran tan pocos los que querían ganar el reino de Dios.
Pues
ni siquiera los justos y predestinados de entonces podían entrar en él antes de
que con tu sagrada pasión y muerte nos redimieras.
¡Cuánto
debo agradecerte, Señor, que a mí y a todos los fieles te hayas dignado
enseñarnos el camino llano y derecho que a tu reino eterno conduce!
Porque
tu vida es nuestro camino, y por la santa paciencia llegamos a ti, que eres
nuestra corona.
Si
tú no nos hubieras mostrado el camino verdadero y no nos hubieras precedido,
¿quién quisiera seguirlo?
¡Ay,
cuántos se quedarían atrás y lejos, si tus heroicos ejemplos no miraran!
Si
conociendo tus muchos milagros y enseñanzas somos tibios todavía, ¿qué sería si
tan viva luz para seguirte no nos alumbrase?
“LA IMITACIÓN DE CRISTO”
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