lunes, 16 de septiembre de 2024

MES DE SAN MIGUEL ARCÁNGEL – DÍA DECIMOSEXTO.

 



DECIMOSEXTO DÍA —16 de septiembre.

 

San Miguel, guía y apoyo de las almas piadosas.

 

   La piedad es uno de los tesoros más preciosos que Dios ha revelado a la tierra. No es, según Santo Tomás, otra cosa que la voluntad de entregarse a lo que concierne al servicio de Dios. Sirve para todo, tiene la doble ventaja de elevar nuestra alma a los esplendores de Dios y de hacernos partícipes de los méritos del Verbo Eterno en su plenitud y en su universalidad. Tiene, en una palabra, como dice San Pablo, las promesas de la vida presente y las de la vida futura. Ahora bien, según San Jerónimo, solo se adquiere con la observancia puntual y constante de todos los mandamientos de Dios y de la Iglesia y con la práctica de las virtudes cristianas. Partiendo de este principio indiscutible, ¿es de extrañar, como señala San Bernardo, que la tradición otorgue a San Miguel el título de guía y protector de las almas piadosas? Y esta tradición está fundada en razones justas, dejemos que San Cesáreo la explique: “La piedad es uno de los frutos más dulces y delicados que ha producido la Encarnación. Ahora bien, el ángel proclamador y defensor de la Encarnación debe tener una jurisdicción incuestionable sobre los frutos de este árbol de la vida, del que las almas piadosas son una de las ramas más bellas y fructíferas.” Por lo tanto, estas almas están por derecho y por hecho bajo su égida. La Sagrada Escritura y la Liturgia atribuyen también esta función a San Miguel: está ante el trono de Dios, lucha, intercede por las almas que quieren llevar una vida verdaderamente cristiana. Tertuliano y varios Padres de la Iglesia declaran que la Divina Providencia ha constituido a San Miguel como guía y apoyo de las almas devotas.

Del mismo modo, Orígenes utiliza el mismo lenguaje cuando habla de la Iglesia como un todo. Orígenes habla del mismo modo cuando escribe que las almas piadosas están siempre seguras de encontrar un firme apoyo en la poderosa protección de San Miguel, que tiene a toda la hueste celestial en sus fieles y victoriosas manos. Por eso, añade San Cirilo, desde la cuna de la Iglesia se ha invocado a San Miguel con el título de Auxilio de los cristianos y Protector de las almas piadosas. “En muchas circunstancias -dice San Basilio-, San Miguel ha demostrado con hechos sorprendentes la protección que concede a estas almas privilegiadas.” “No nos extrañemos -dice San Bernardo-, San Miguel seguirá siempre su obra, su única ambición es procurar la gloria de Dios, y los justos (es decir, las almas sinceramente piadosas).” ¿No contribuyen alegremente aquí en la tierra a hacer surgir esta gloria de Dios, que es verdaderamente admirable en sus santos? No obligan al enemigo de Dios, el diablo, a confesar su debilidad e impotencia y a lanzar este alarido de rabia y desesperación: ¡Has vencido, galileo! Escuchemos de nuevo el razonamiento de San Pantaleón: “Del mismo modo que San Miguel, -dice-, por su amor y poder reunió bajo su glorioso estandarte a los Ángeles fieles a Dios, los confirmó en la gracia, y por su triunfo les aseguró la suprema beatitud; en la tierra regenerada, este valiente Arcángel reúne bajo su estandarte victorioso a los cristianos fieles a la ley de Jesucristo, los rodea de su sana protección, y los hace perseverar en el estado de gracia y de santidad, hasta el momento en que pueda introducirlos en la dicha eterna.” Si las almas piadosas, añade Viegas, no reciben toda la ayuda y el consuelo que podrían obtener, es porque se olvidan de rezar a San Miguel, o porque le rezan mal. Escribamos, pues, con San Lorenzo Justiniano: ¡Que todos lo saluden como su protector, que canten sus alabanzas al unísono y que sus oraciones incesantes se eleven a él! ¡Que lo rodeen con sus votos! Que se conviertan en su alegría y consuelo por la perfección de sus vidas. No, San Miguel no despreciará sus súplicas; no repudiará su confianza; no despreciará su amor, él, el defensor de los humildes y el amigo de la pureza, el guía de la inocencia y el guardián de la virtud. Nos apoyará en nuestras pruebas; sabrá conducirnos a nuestra patria. ¡Oh, San Miguel, haznos comprender los encantos de la virtud; enséñanos a practicarla; ¡que amemos a Dios como tú lo has amado siempre!

 

 

MEDITACIÓN

 

   Según los maestros de la vida espiritual, la verdadera piedad o el desarrollo sólido consiste en hacer del deber un mérito en relación con Dios, del placer en relación con uno mismo y del honor en relación con el mundo. ¿Es así como lo entendemos? ¿Es siempre el sentimiento del deber lo que nos hace actuar? Sin duda nos horrorizan ciertos vicios que podrían separarnos de Dios; observamos o queremos observar los puntos esenciales de la moral evangélica, pero ¿renunciamos a las vanas diversiones del mundo, despreciamos la pompa y los honores, nos entregamos, tanto como deberíamos, a las buenas obras, a la oración, a la visita a los altares, a la frecuentación de los Sacramentos? Tal vez, pero ¿es pura nuestra intención? ¿Lo hacemos solo por Dios? ¿No hay algún orgullo secreto escondido detrás de estos actos de piedad? ¿No es el deseo de hacerse notar, de ser completado por algo, de atraer la estima y la confianza de nuestros semejantes, lo que nos hace llevar una vida cristiana? ¿No es así? ¿Por motivos demasiado naturales, por inclinación o por interés que practicamos la virtud? Y si, por casualidad, estas reflexiones llegaran a los ojos de las almas no iluminadas o confundidas que a veces hacen de la piedad un tráfico vergonzoso, les diríamos, con San Francisco de Sales: “Dios ve los corazones, no se deja engañar.” Que nuestra piedad sea, pues, sincera. Que todos se pregunten si son por dentro lo que parecen por fuera. Meditemos seriamente estas palabras, porque Dios quiere que le sirvamos con sencillez y sinceridad de corazón. Recordemos siempre lo que dijo Jesucristo sobre los fariseos y la terrible sentencia que les impuso. Asegurémonos de que Dios no pueda decir de nosotros: “Este pueblo me honra con sus labios, pero su corazón está lejos de mí.”

 

 

ORACIÓN.

 

   Oh San Miguel, Protector de los verdaderos Adoradores del Verbo Encarnado, tú que has sido el apoyo de tantas almas que se han elevado a tan alta perfección, echa una mirada compasiva sobre nosotros, ve cuán lejos estamos de la perfección cristiana. Enséñanos a amar y a practicar la verdadera devoción, purifica nuestras intenciones, presérvanos de todas las ilusiones en este punto, intercede por nosotros ante Dios para que busquemos sólo su gloria y seamos dignos de seguir al Cordero allá donde vaya, es decir, hasta los pies de su Padre en la morada celestial. Amén.


MES DE SAN MIGUEL ARCÁNGEL – DÍA DECIMOQUINTO.

 



DECIMOQUINTO DÍA —15 de septiembre.

 

San Miguel, poderosa ayuda de los cristianos contra el diablo.

 

   Después de haber explicado la victoria de San Miguel sobre Lucifer y los Ángeles rebeldes, el Apóstol San Juan nos advierte que este gran Dragón, esta antigua serpiente que se llama Diablo y Satanás, que engaña a todos, fue arrojado a la tierra y sus Ángeles con él. Para prevenirnos contra las seducciones del enemigo de nuestra salvación, el Discípulo Amado añade inmediatamente después: Ay de la tierra y del mar, porque el diablo ha bajado a vosotros lleno de ira, sabiendo el poco tiempo que le queda para obrar para destruiros. Por desgracia, no vemos demasiado bien la realidad de esta profecía, porque, como un león rugiente, el diablo siempre está merodeando a nuestro alrededor, buscando a quién devorar. ¡Qué perspectiva tan aterradora! Pero tranquilicémonos, ya que San Anselmo, en su Comentario al Apocalipsis, señala que el Apóstol, después de haber enumerado los peligros a los que se enfrentan los cristianos y las artimañas de las que se sirve el diablo para arrastrarlos con él al abismo, indica claramente el invencible defensor que Dios ha dado a los adoradores del Verbo Encarnado: Es, clama, “el vencedor del mismo Satanás”. Su adversario perpetuo, como lo llama San Judas, es este formidable Ángel que tiene el poder de atarlo por mil años; es San Miguel, el jefe de la milicia celestial, que tiene el don de hacer temblar a Satanás y de ponerlo en fuga. No hay nada más racional; San Miguel, de hecho, al acudir al rescate de los cristianos no hace más que continuar con su papel. Lucifer quería ocupar el lugar de Dios en el cielo, derrocarlo de su trono: la Encarnación suscitó su revuelta, pues no quería admitir, como ya hemos dicho, la exaltación de la naturaleza humana, quería impedir a toda costa la realización de los decretos divinos. Derrotado en el cielo y precipitado a la tierra, este ángel apóstata retoma sus criminales proyectos. Busca ocupar el lugar de Dios en el mundo y destruir su reinado en las almas. Persigue la Encarnación con su odio implacable y trata por todos los medios de hacerla inútil, y redobla sus esfuerzos para impedir que el cristiano disfrute de los frutos de la Redención. Ahora bien, San Miguel, defensor de los sagrados derechos del Altísimo, vengador intrépido de la Encarnación y de la Redención, no puede permanecer inactivo en presencia de esta maquiavélica nación. ¿Acaso no es el apoyo de la humanidad caída, el defensor de la fe de todos los que creen en Jesucristo, el escudo vivo de los que quieren luchar contra el diablo para salvar sus almas? Su fuerza invencible no sólo está al servicio de la Soberana Majestad, está al servicio de todos los hijos de la Iglesia de Cristo. Miguel se levanta triunfante y hace resonar toda la tierra con aquel grito victorioso que una vez llenó la inmensidad de los cielos: ¿Quis ut Deus? ¿Quién es como Dios? En vano buscará el diablo perder al género humano con él, en vano se ufanará de arrastrarlo tras de sí como a un esclavo al que cree haber cargado ya con cadenas indisolubles: será una orgullosa presunción que se suma a tantas otras. ¡Tonto! ¿Acaso olvidas tus antiguas defecciones? ¿No contarás con el héroe inmortal que te expulsó de las cortes celestiales y que siempre te cubrirá de confusión? ¿Oyes cómo te sigue lanzando este desafío desdeñoso?: ¡Mide tus fuerzas, concentra tus tropas, entra en combate; el enemigo al que atacas no está solo, tiene por escudo al que te aplastó y cuyo valor y poder estarás obligado a reconocer en el tiempo y en la eternidad! Yo soy Miguel, el Ángel Protector de los Adoradores del Verbo. Nunca triunfaréis, en la tierra como en el cielo seréis los más débiles. Podréis arrastrar a muchas víctimas tras vosotros, pero siempre quedarán suficientes elegidos para proclamar la sabiduría de Dios en la Encarnación, para celebrar eternamente las glorias y la grandeza de Dios hecho hombre y de su Santísima Madre. Todavía te sonrojarás de vergüenza a la vista de tu extravagante orgullo y te verás constantemente obligado a adorar a pesar tuyo la infinita Majestad del Dios al que has vuelto a insultar en sus hijos adoptivos, hasta que seas de nuevo arrojado con tus secuaces al estanque de fuego y azufre que, junto con tus víctimas, te atormentará día y noche por los siglos de los siglos.



MEDITACIÓN

 

   Es una verdad incontestable que el diablo busca perdernos, lo acabamos de ver. Pero, ¿cuál es el arma que utiliza para impedirnos disfrutar de la Redención? ¿No es la tentación, es decir, la solicitación a una acción culpable, ya sea que el demonio actúe por sí mismo, o excite nuestra propia carne, o se valga de criaturas u objetos externos? Por eso nuestra vida en la tierra es una tentación continua, y por eso debemos luchar sin descanso para vencer a tantos adversarios vigilantes cuyos asaltos triunfan sin interrupción. ¿Entendemos esto? ¿Estamos convencidos de que Dios permite estas tentaciones sólo para nuestro bien y sabemos aprovecharlas? ¿Nos preparamos para resistir los ataques del enemigo, según el consejo del Espíritu Santo? ¿Estamos siempre en guardia? ¿No llevamos una vida blanda y sensual, que hace que el diablo se apodere de nosotros y embote nuestro valor? ¿Buscamos adquirir virtudes capaces de desconcertar todos los designios del tentador? ¿Siempre nos mantenemos en la desconfianza? ¿Recurrimos con frecuencia a la oración, ese gran medio que Jesucristo indicó a sus Apóstoles para alejar las tentaciones? ¿Recitamos a menudo la oración dominical, repitiendo con fervor esta hermosa petición: Et ne nos inducas in tentationem? ¿Lo repetimos cuando nos acosa la tentación? ¿Y, en ese momento, levantamos los ojos al cielo, contemplando en espíritu la recompensa eterna prometida a los vencedores? ¿Luchamos con seriedad, no nos cansamos de luchar? ¿Ocupamos nuestra mente con pensamientos serios, nos dedicamos a la lectura o a trabajos que requieren toda nuestra atención, para desviar nuestra alma del objeto de la tentación? ¿No nos desanimamos cuando tenemos la mala suerte de haber triunfado? Y si tenemos la suerte de ganar, ¿sabemos que se lo debemos sólo a Dios? ¿Le damos las gracias por ello, pidiéndole ayuda para otra ocasión? Recemos con confianza, luchemos con valor, el cielo es el premio.

  

ORACIÓN.

 

   Oh vencedor celestial de Satanás, glorioso San Miguel, nos refugiamos bajo tus alas, nos cobijamos tras tu escudo, guárdanos, protégenos contra las acometidas del enemigo de nuestra salvación, ve nuestras almas redimidas y tantas veces purificadas por la sangre de Jesucristo, ¿las dejarás caer en manos del diablo? Redobla tu solicitud para preservarlos, si es posible, y para hacerlos triunfar siempre sobre los ataques del Espíritu infernal. Se trata todavía de la gloria de Dios y del Verbo Encarnado, así que haced que Jesucristo, por vuestra intercesión, reine como dueño absoluto en la tierra, para que les conceda la gracia de reinar con él en este país que no conoce enemigos. Amén.


sábado, 14 de septiembre de 2024

MES DE SAN MIGUEL ARCÁNGEL – DÍA DECIMOCUARTO.

 



DECIMOCUARTO DÍA —14 de septiembre.

 

San Miguel, consejero y vengador del Soberano Pontífice.

 

   Cuando Nuestro Señor Jesucristo subió gloriosamente al Cielo para volver al seno de su Padre, no dejó huérfanos a sus Discípulos, sino que les dio, según la expresión de Orígenes y Tertuliano, un Padre y una Cabeza que se constituye en su Vicario en la tierra y en su Representante sensible y notorio, y que debe permanecer allí por derecho de sucesión hasta la consumación de los siglos. Esta cabeza visible de la Iglesia, que la tradición llama Papa o Sumo Pontífice, está revestida del mismo poder que Jesucristo recibió de su Padre para gobernar la Iglesia. De ahí que tenga plena jurisdicción en la sociedad de los fieles, tiene una supremacía incuestionable; de él fluye la jerarquía de poderes, da o niega el ejercicio de las funciones sagradas; en una palabra, por medio de Jesucristo, tiene poder soberano sobre los Pastores y los fieles: Pasce oves, Pasce agnos (Alimenta a las ovejas, alimenta a los corderos). A él le corresponde iluminarlos, dirigirlos, confirmarlos en la Fe: Confirma fratres tuos (Fortalece a tus hermanos). Es él quien tiene en sus manos el timón de la barca de Pedro. En él descansa la fuerza, la solidez, la fecundidad de la Iglesia. ¿Es de extrañar, entonces, que el Papado haya tenido que soportar los más terribles asaltos en todos los siglos y en todas las partes del mundo conocido? Satanás, una vez más, quiere destruir el reino de Jesucristo, está atacando furiosamente a la Iglesia, y esta Iglesia tiene una Cabeza, a la vez centro de la unidad y Doctor infalible. ¿No debe, en consecuencia, perseguir incesante y airadamente a este Pastor supremo para desbaratar más fácilmente su rebaño? Golpear al Jefe, ¿no es, de hecho, poner en fuga a un ejército? Por eso la historia de la Iglesia tiene el dolor de registrar cada año, por así decirlo, nuevas persecuciones contra el papado. Por esta razón, dice Cornelius Lapierre, los Sumos Pontífices deben vigilar de manera muy especial, porque tienen que librar una terrible y perpetua batalla contra el Príncipe de las Tinieblas. Además, Lucifer es su adversario, su enemigo acérrimo, y cuando suben a la Cátedra de Pedro, lo desafían a un duelo, se miden con él. Pero en este espantoso combate, en esta espantosa lucha, ¿estará solo el sucesor de Pedro? ¿Tendrá un Patrón, un Consejero, un Defensor, un Vengador? Ciertamente, responde San Basilio, pues Dios ha constituido a San Miguel como el Ángel guardián de la Cabeza visible de la Iglesia, y en el transcurso del tiempo se nos presenta siempre como el Protector, Consejero y Vengador del Papado. Esta es también la opinión de los comentaristas. Por lo tanto, que los Pontífices estén tranquilos, que tomen coraje y que los mismos fieles no tengan preocupaciones, San Miguel siempre ayudará al Vicario de Jesucristo con sus consejos, luchará por él y con él, lo apoyará en sus pruebas, lo hará triunfar sobre sus enemigos. Además, los Anales de la Iglesia nos proporcionan una clara prueba de ello. Es San Miguel quien libera a San Pedro de sus ataduras; es él quien ilumina y fortalece a San Clemente, San Melquíades, San León, San Gregorio VII y muchos otros; es él quien aplasta a los enemigos del Papado y bendice a sus defensores. ¿Cómo no contar aquí las numerosas e irrefutables pruebas de la existencia del papado?

 

   Citemos sólo dos hechos: San Miguel, con San Pedro y San Pablo a su lado, se aparece a Atila cuando asediaba Roma bajo el pontificado de San León Magno y pone en fuga al que era conocido como el Azote de Dios. Cuando los sarracenos amenazan los Estados de la Iglesia, el Papa León IV proclama que ha obtenido una rotunda victoria sobre ellos por el brazo de San Miguel. Varias cartas papales nos muestran la confianza que los Papas, desde San Pedro hasta León XIII, han tenido siempre en San Miguel, al que llaman su Patrón, y el celo que han mostrado al invocarlo y hacerlo invocar para obtener por su intercesión la luz y el valor que necesitaban en el gobierno de la Iglesia. Allí donde los Sumos Pontífices han fijado su morada, también han erigido un templo u oratorio a su Protector celestial. Por eso, en Roma hay muchas iglesias y capillas dedicadas a San Miguel. Y un famoso Papa hizo representar a este Santo Arcángel sosteniendo en sus manos el timón de la barca de Pedro e hizo grabar debajo estas palabras: San Miguel, sé mi Protector y Defensor como lo fuiste de todos los que me precedieron en la Cátedra de Pedro.

  

MEDITACIÓN.

 

   El Sumo Pontífice es la cabeza visible de la Iglesia, el sucesor de Pedro; como él, tiene el poder de atar y desatar, y sostiene el edificio y el espíritu de toda la cristiandad. ¿Es así como consideramos al Papa? ¿Lo consideramos como la base, el fundamento de la Iglesia, como el Jefe, el director y el juez de los Pastores y de los fieles? ¿Lo respetamos como aquel de quien proviene la jurisdicción de todos los Ministros de la Iglesia y por quien reciben el poder de ejercer las funciones de su Orden? ¿Recordamos que Jesucristo le prometió la asistencia continua del Espíritu Santo para gobernar la sociedad de los cristianos y enseñar la verdad? ¿Lo consideramos el Representante de Jesucristo y el principio de la unidad de la Iglesia? ¿Admitimos que sus derechos, sus poderes y su autoridad se extienden no sólo por toda la tierra, sino también por el purgatorio y el cielo? ¿Confesamos que cuando habla como Doctor universal, definiendo ex Cathedra, es decir, en virtud del poder supremo dado a Pedro y a sus sucesores para enseñar a la Iglesia, es infalible para decidir las controversias de fe y de moral? En una palabra, ¿reconocemos esta autoridad suprema de la que está investido? ¿Nos sometemos a sus decisiones sin dudar, seguimos fielmente sus opiniones y consejos? ¿No los discutimos, no los acusamos de exageración o moderación, no los acusamos de inoportunidad? Sin embargo, por muy inteligentes que seamos, por mucho que conozcamos las necesidades de la Iglesia (aunque fueran, imposiblemente, superiores a las del Sumo Pontífice), recordemos que no hemos recibido del Cielo la misión de gobernar la Iglesia, de evaluar sus necesidades, y que no tenemos ni tendremos nunca la asistencia del Espíritu Santo para resolver estas cuestiones. Por lo tanto, sólo tenemos que recibir y observar, por amor a nuestro Divino Salvador, los mandatos del Vicario de Jesucristo, su presente en la tierra.

 

 

ORACIÓN.

 

   Oh San Miguel, en la hora en que el Soberano Pontífice está siendo atacado por los embates y asechanzas de tus adversarios, vela por él de manera especial, fortalécelo, consuélalo y véngalo de nuevo; vela también por todos los que queremos ser sus hijos devotos; Obtén de Jesús y María luz para los que se han desviado de este centro de unidad, para que todos nosotros, Pastor y rebaño, habiendo sido firmes en la fe y valiente en la lucha, podamos por los méritos de Jesucristo llegar felizmente al puerto de la salvación. Amén.

 


viernes, 13 de septiembre de 2024

MES DE SAN MIGUEL ARCÁNGEL – DÍA DECIMOTERCERO.

 



DECIMOTERCER DÍA —13 de septiembre.

 

San Miguel, patrón y defensor de la Iglesia de Jesucristo.

 

   La Iglesia de Jesucristo, nos dicen los autores más estimados, existe desde Adán, practicando la creencia y observancia de la ley natural, la ley no escrita y la ley revelada a Moisés. Es decir, la revelación hecha a Adán, las promesas anunciadas a los Patriarcas y los preceptos del Decálogo. Desde el comienzo del mundo terrestre San Miguel se presenta como el delegado supremo de Dios. Bajo la ley mosaica es reconocido y venerado como el Ángel del pueblo judío y Patrón de la Sinagoga. Los textos del Antiguo Testamento así lo establecen irrefutablemente. Ya a día de hoy los judíos reconocen a San Miguel como su patrón y sus plegarias solemnes se terminan con esta invocación: San Miguel, príncipe de la misericordia, ruega por el pueblo de Israel, para que reine en los cielos y se siente a la luz que emana de la cara del Rey sobre el trono del perdón. Pero la sombra desapareció cuando el Sol de Justicia se elevó sobre la tierra y la clarificó con sus rayos divinos. La ley de la gracia reemplaza a la ley del miedo, la Iglesia de Cristo sucede a la Sinagoga. ¿Ha cambiado o disminuido esta divina sustitución el papel de San Miguel? ¿Su sublime misión ha concluido? Al contrario -responde el Cardenal Pie- la acción de San Miguel en la Iglesia es grandísima, e inmenso su crédito. Él está, según San Bernardo, constituido Patrón y Ángel de la Guarda de la nueva familia del Salvador. Ha sido constituido -nos recuerda Corneille Lapierre- presidente, príncipe y comandante de la Iglesia de Cristo. Es decir, que no solo es su Patrón, sino que la preside, dirige y gobierna en nombre de su cabeza divina, es su Príncipe como lo es de la Milicia Celestial. Sin duda -añade Mons. Germain-, es Jesucristo quien dirige la Iglesia y El Espíritu Santo quien la vivifica, pero San Miguel es su brazo, el ejecutor de sus triunfos: Operarius victoriae Dei (Trabajador de la victoria de Dios). ¿Quieres saber la razón de este asombroso poder de San Miguel? Escucha a San Gregorio: “La rabia de Satanás no ha hecho sino aumentar tras la venida del Mesías, el establecimiento de la Iglesia Católica la revuelve todavía más que la propia Encarnación, y la intervención de San Miguel ha resultado así más necesaria, y su papel más importante que nunca.” Por otra parte, San Juan nos pinta esta furia de Lucifer contra la Iglesia en este versículo del Apocalipsis: “El Dragón, irritado contra la mujer -es decir, María, a la que persiguió como a su Adorable Hijo, el fundador de la Iglesia-, guerreará contra los otros hijos que guardan los mandamientos de Dios y permanecen en la confesión de Jesucristo” -en otras palabras, los hijos que Jesucristo entrega a su Santísima Madre al pie de la Cruz y que componen la Iglesia o asamblea de los fieles-. ¿No se ve en estas palabras la inmensa rabia de Satanás contra la Iglesia Católica? Los comentaristas del Apocalipsis, y, en particular, el Venerable Holzhauser y Hugo de San Víctor, nos dicen que, en aquellas palabras y las que las siguen, San Juan revela el papel preponderante asigna a San Miguel en el gobierno, desarrollo y exaltación de la Santa Iglesia. Satanás no se afana solo contra Jesucristo, sino contra todos aquellos que abrazan su santa religión, ataca a la Iglesia en todos los puntos de su fe, pelea contra cada uno de sus miembros individualmente, el universo entero tiene miedo de su odio implacable, y, en este nuevo y terrible combate, si no queda todo reducido a un montón de ruinas es porque el Maligno se topa con el brazo vengador de su Vencedor, el cual despliega un celo y actividad crecientes en proporción a la gravedad de la agresión, celo y actividad siempre eficacísimos, gracias al poderío del que se encuentra investido y del que sabe servirse maravillosamente para procurar a la Iglesia unas deslumbrantes victorias cuando el enemigo ya se regocija en la ilusión de haber acabado por fin con ella.

 

   No lloréis, pues, hijos de la Iglesia, San Miguel está con vosotros, que os tema el enemigo a vosotros más bien. ¿No iréis a ser vosotros los llamados hombres de poca fe? Repetíos a vosotros mismos que este Primado de los Ángeles precipita y ata a los abismos al Dragón infernal y sustrae de su seducción a las naciones y los fieles que respetan la autoridad de la Iglesia. Descenderá del Cielo, recorrerá la tierra con sus legiones, desmantelará los pérfidos complots de los enemigos del pueblo fiel de Cristo, derribará los tronos, hará temblar los pueblos, devolverá a las ovejas descarriadas al redil e inaugurará una era de paz y prosperidad para la Santa Iglesia.

Nada -dice Bossuet-, nada de sorprendente hay en este trastrocamiento de todas las cosas bajo los pies del Príncipe de la Milicia Celestial, pues este Arcángel pone un freno a la perversidad de los demonios y los mercaderes para liberar a la Iglesia de Cristo. No hay lugar a dudas -continúa- en reconocer a San Miguel como protector de la Iglesia, como ya lo hacía el pueblo antiguo, desde los testimonios de Daniel a los de San Juan. Si el Dragón y sus Ángeles caídos combaten contra la Iglesia, no hace falta mencionar que es San Miguel quien la defiende. Por demás, desde los tiempos apostólicos hasta nuestros días es creencia universal que San Miguel es Patrón y Defensor de la Iglesia Católica. He aquí por qué en todos los siglos los Sumos Pontífices han recomendado la devoción a San Miguel, han celebrado su fiesta con la máxima solemnidad en Roma y toda Italia y en todos los países que lo han deseado y han hecho a esta ser precedida de un Triduo y una Novena solemnes. Más aún, Pío IX designó cada año para el Cardenal Vicario un Invicto-Sacro para pedir a los fieles que conjuraran con el mayor de los fervores a San Miguel Arcángel para que viniera en ayuda de los cristianos e hiciera triunfar a la Iglesia. Por último, León XIII ordenó, con el mismo objetivo, a todos los sacerdotes que recitaran cada día tras el Augusto Sacrificio de la Misa una oración especial en honor de San Miguel. Roguémosle, por tanto, roguémosle con confianza, no hay ninguna duda de que la victoria está próxima. ¡San Miguel, auxílianos!


  

MEDITACIÓN

 

   Cuando Jesucristo fundó su Iglesia, le dijo a sus Apóstoles: “Me ha sido dado todo el poder sobre el Cielo y la Tierra. Como mi Padre me ha enviado, así os envío Yo a vosotros. Id y predicad a todas las naciones, que Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin de los siglos. Aquel que os escuche, me escucha a Mí; y aquel que os rechace me rechaza a Mí, y aquel que me rechaza a Mí rechaza a Aquel que me ha enviado.” Ante unas afirmaciones tan claras, tan formales, ¿quién podría tener la sangre fría de desobedecer a la Iglesia, de sustraerse de sus leyes?

 

   Sin embargo; es esto lo que presenciamos cada día. Que los hombres, en efecto, se rebelan contra la Iglesia y la persiguen encarnizadamente. Sin duda, no pertenecemos nosotros a ese grupo, reprobamos esa conducta, pero ¿podemos testificar que nuestra obediencia a la Iglesia es irreprochable? Reconocemos firmemente que es la depositaria y el órgano de interpretación infalible de la Verdad, pero ¿confesamos esto en la práctica? La Iglesia es nuestra madre, ¿la obedecemos con un temor filial? ¿Nunca discutimos sus prescripciones? ¿No tenemos la temeridad discernir algunas cosas por nosotros mismos y de dividir nuestra sumisión en algunas circunstancias o rechazarla directamente en otras? ¿No somos a veces proclives a aquellos que rechazan admitir la autoridad de la Iglesia y, como dice Santiago, caer por un pecado en todos? ¡Qué injuria lanzamos así contra Jesucristo! ¡Qué ingratitud hacia este supremo Salvador! Al no escuchar a la Iglesia, no lo perdamos nunca de vista, despreciamos al propio Jesucristo, sus derechos sobre nosotros, sus buenas obras y sus promesas, su sangre y su adopción. Y, así, este desprecio asciende hasta el trono del mismo Dios nuestro Padre. Qui vos spernit, spernit eum qui missit me (Quien a vosotros rechaza, rechaza al que me envió) Observemos pues puntualmente todos los mandamientos, todas las decisiones de la Santa Iglesia, si amamos a Jesucristo y queremos tomar parte en su herencia.

 

 

ORACIÓN

 

   Oh San Miguel, con qué alegría y confianza te saludamos como Príncipe y Patrón de la Iglesia Católica. Ya que una vez tu brazo victorioso disipado a sus enemigos, muéstrate ahora que la persecución es terrible, conjura a Jesús y María para que se apresuren en su triunfo, y, entretanto, devuelve al redil a las ovejas descarriadas, dígnate pedir a Dios, para todos aquellos que imploran tu protección, la gracia de la obediencia fiel a nuestra Madre la Santa Madre Iglesia y de la consolación en el Sagrado Corazón de Jesús para que podamos tener la felicidad de regocijarnos con Él en la Iglesia triunfante. Amén.

 


MES DE SAN MIGUEL ARCÁNGEL – DÍA DUODÉCIMO.

 



DUODÉCIMO DÍA —12 de septiembre

 

San Miguel, Ángel de la Oblación o del Santísimo Sacrificio.

 

   El Apóstol San Juan vio a un Ángel de pie ante el altar, llevando un incensario de oro y recibiendo una gran cantidad de incienso, que iba ofreciendo a Dios. El Antiguo y el Nuevo Testamento hablan a menudo de este Ángel presentando las oraciones de todos los santos en el Altar de oro ante el trono del Todopoderoso; y el humo de los perfumes compuestos por las oraciones de los justos se eleva ante la Santísima Trinidad por el ministerio del Ángel que preside la oración. La Iglesia Católica ha reconocido que este Ángel es San Miguel, ya que durante el Ofertorio hace recitar al Sacerdote esta expresiva oración, que es como un verdadero acto de Fe en la misión particular o especial de San Miguel: “Que el Señor se digne bendecir este incienso y recibirlo como un dulce perfume por la intercesión del Bendito Arcángel San Miguel, que está a la derecha del Altar, de los perfumes y de todos los Elegidos.” Por eso los comentaristas no temen afirmar que todas nuestras oraciones, ofrendas y sacrificios u oblaciones pasan por las manos de San Miguel. Pero lo que resalta aún más la grandeza y preponderancia de San Miguel es esta hermosa oración del Canon de la Misa. Inmediatamente después de la Elevación, en el momento en que el cuerpo de Jesucristo acaba de descender sobre el altar, cuando el celebrante se inclina para pedir a Dios que acepte la inmolación de la Santa Víctima, la Iglesia pone en labios del Sacerdote esta conmovedora invocación: “Te suplicamos e imploramos, oh Dios todopoderoso, ordena que estos misterios inefables sean llevados por las manos de tu Santo Ángel a tu sublime altar en presencia de tu divina Majestad, para que, después de haber participado en estos celestiales Misterios y haber recibido el santísimo cuerpo y la preciosísima sangre de tu adorable Hijo, seamos colmados de todas las bendiciones e inundados de todas las gracias del Cielo.” ¿Quién es ese Ángel -pregunta el obispo Germain- del que habla aquí la Iglesia? Bossuet no duda en responder: “Este ángel es San Miguel. Así, prosigue el elocuente Prelado, es tal el ascendiente de San Miguel sobre el corazón de Dios, es tal la influencia que ejerce, el crédito inefable del que goza, que para obtener con mayor seguridad la concesión de los dones celestiales, es a través de él, es a través de su ministerio, que la Iglesia desea haber ofrecido al Soberano Maestro lo que más aprecia, el cuerpo y la sangre de su divino Hijo”. Ah, que no haya duda, después de la afirmación de San Pantaleón, es efectivamente San Miguel, el Ángel del Señor, como lo llama siempre la Sagrada Escritura: per manus sancti Angeli tui (por las manos de tu santo ángel), es San Miguel quien presenta a Dios Padre la divina oblación del adorable Cuerpo y Sangre de Nuestro Señor Jesucristo en el Santísimo Sacrificio de la Misa, como lo hizo anteriormente en el Sacrificio Sangriento del Calvario. Esta es, además, la opinión de Clemente XIII y León XII.

  

   Benedicto XIV lo aclara, y San Ligorio está de acuerdo, pues declara que la ofrenda divina que, en nombre del pueblo cristiano, el Sacerdote hace diariamente a Dios en el santo altar para expiar las faltas y atraer las bendiciones celestiales, es llevada por el Arcángel Miguel al sublime Altar donde el Cordero de Dios permanece constantemente inmolado para aplacar la justa ira de su Padre, indignado por su ingrata criatura. ¡Oh! -grita Lacordaire-, ver a San Miguel sosteniendo aún la humanidad caída de Cristo en el nuevo Getsemaní, verle continuar su inefable papel en este otro Gólgota; quiero decir : Vedlo en el santo Altar donde Jesús consiente en renovar todas las escenas de su dolorosa pasión; vedlo, si es lícito usar esta palabra, despojando a Jesús de las mortajas de este nuevo sepulcro, pero sobre todo vedlo recibiendo de manos del Sacerdote, después de la inmolación, al divino Vencedor de la muerte, y llevándolo en sus alas triunfales al sublime Altar donde permanece inmolado día y noche para reconciliarnos con su Padre. Es una misión maravillosa del Príncipe de la Milicia celestial, que ha hecho que el cincel de los escultores más hábiles, el pincel de Rafael y tantos otros artistas famosos en las artes más variadas produzcan estas obras maestras que, al mismo tiempo que suscitan admiración, nos elevan al trono de Dios, donde podemos ver y sentir el poder de Dios.

  

   Muestran a San Miguel ofreciendo con el Sacerdote la Santa Víctima, y en consecuencia transmiten a las sucesivas generaciones la creencia de nuestros padres. Además, este sublime ministerio del Arcángel no es más que el corolario del Ángel de la Redención, y fue al pie de la Cruz, el Viernes Santo, cuando Jesús encargó a Miguel, el Ángel guardián de todos sus prodigios, que presentara a Dios su inmolación diaria, o más bien perpetua. Y desde entonces, según el testimonio de San Francisco, Dionisio el Cartujo, Mansi, M. Ollier y otros, San Miguel ha dado pruebas palpables y sorprendentes de su misión divina. Citemos un hecho entre mil: San León, ofreciendo el Santísimo Sacrificio de la Misa, informa un autor fiable, vio un día, en esta parte del Canon del que acabamos de hablar, al Arcángel San Miguel descender sobre el Altar donde estaba celebrando, y tomar la Santa Hostia, llevarla al Cielo, colocarla en el altar donde Jesús se inmola constantemente ante su Padre, y después de una media hora volver a colocarlo en el altar con estas palabras de consuelo para el sacerdote que ofrece la Santa Víctima y para los fieles que participan en el Santísimo Sacrificio de la Misa: Lo que acabo de hacer ostensiblemente a tus ojos, lo hago todos los días y tantas veces que Jesús mi Maestro se inmola con la espada de su palabra que ha puesto en manos de sus ministros. Se dice que fueron visiones similares las que inspiraron la inquebrantable devoción de Pío IX por este glorioso Primado de los Corazones Angélicos. ¿No es entonces muy consolador para todos nosotros pensar que el Arcángel Supremo lleva en nuestro nombre ante el Altísimo la santa oblación, la Hostia inmaculada, el pan de vida, el cáliz de salvación? ¡Cuánto debe elevar este pensamiento, nos dice el Padre Noël, al sublime altar donde San Miguel ofrece nuestra adorable Víctima, cada vez que participamos, de cualquier manera, en la oblación del augusto sacrificio de la Misa! Sacerdotes y fieles -añade el cardenal Bona-, cuando os inclinéis en este momento, rogad a Dios que ordene que este sacrificio sea llevado por la mano de su Ángel; exhortad a una gran humildad, rogad a San Miguel por su nombre y ardientemente para que venga en vuestra ayuda por medio de él y de los Espíritus benditos que tiene bajo sus órdenes. Y Bossuet invita a los cristianos a ser agradecidos, recordando que nuestro presente asciende pronta y más agradablemente al Altar celestial porque se presenta de nuevo en compañía del Santo Arcángel Miguel, que preside la oración y compone una misma oblación, que se hace así de todo punto agradable a Dios, tanto por parte de Jesucristo que se ofrece como por parte de los que lo ofrecen y se ofrecen con él. Si esto es así -exclama monseñor Germain-, dilatemos, dilatemos nuestros corazones para abrirlos a una confianza absoluta e ilimitada. El cuerpo de Jesucristo y su adorable sangre están presentes cada hora del día en miles de altares de todo el mundo. Convoquemos, pues, al Altísimo para que ordene a San Miguel presentar la Víctima Augusta en este altar de oro ante el trono, para ofrecerla por la gloria de Dios, por la gloria de Jesucristo, por la prosperidad de su Esposa aquí abajo, por el bien de la patria, por la salvación de las almas. Unamos nuestros corazones y nuestras voces. Si tus faltas te asustan, confiésalas al Santísimo Arcángel Miguel, Beato Michaeli Archangelo, para que interceda por ti ante el Señor nuestro Dios. Entonces, según la expresión de San Juan, el humo de los partos, compuesto por nuestras oraciones, subirá al cielo. Confía, pues, en San Miguel de forma inquebrantable.


 

MEDITACIÓN.

 

   Desde el pecado siempre ha habido sacrificios y son necesarios para rendir a Dios el homenaje que le corresponde, para agradecerle, para aplacar su ira, para expiar el pecado y para obtener las gracias que necesita la humanidad caída. Cuando Jesucristo vino al mundo, el sacrificio del Calvario sustituyó a las oblaciones y holocaustos de la antigua ley. Pero después de esta sangrienta inmolación, los cristianos necesitaban un sacrificio que complaciera a Dios. Jesucristo, al fundar su Iglesia, no lo olvidó, e instituyó la Santa Misa, que es la representación y continuación del sacrificio del Calvario, el memorial de la Pasión y muerte de Jesucristo. ¿Pensamos en esto seriamente? ¿Reconocemos la necesidad del sacrificio? ¿Creemos que la Santa Misa reúne todas las condiciones para ello de forma excelente? Y puesto que es un artículo de fe, ¿basamos nuestra conducta en esta creencia? ¿Damos las gracias a Jesucristo por habernos dado este medio divino para devolver nuestros homenajes a Dios? ¿Participamos en la Santa Misa, es decir, la hacemos ofrecer a menudo, ya sea en acción de gracias, ya sea en expiación de nuestros pecados, ya sea para obtener los favores espirituales que necesitamos; asistimos a ella siempre que debemos o incluso podemos; y cuando asistimos, cuáles son nuestras disposiciones? Ah, pidamos perdón a Dios por nuestra indiferencia, y resolvamos unirnos a Jesucristo y al sacerdote que ofrece el Santísimo Sacrificio, para suplicar a Dios que nos conceda, por los ritos de la adorable Víctima, la remisión de nuestros pecados, la fuerza para luchar enérgicamente contra los enemigos de nuestra salvación, el aumento del reinado de Jesucristo, la gracia suprema de gozar de los torrentes de delicias reservados a los Elegidos.

   

ORACIÓN.

 

   Oh bendito Arcángel, que tienes la misión de llevar nuestras oraciones ante el trono de Dios y presentar la ofrenda del Santísimo Sacrificio en el sublime altar donde Jesús se inmola constantemente ante su Padre, despierta nuestra fe, fortalece nuestra esperanza y excita en nuestras almas los sentimientos del más ardiente amor, para que podamos participar cada vez más eficazmente en los Santos Misterios, y para que el Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo, nos aplique los méritos de su Pasión, nos lave completamente con su sangre y nos introduzca en su reino, donde podremos alabarle, bendecirle y glorificarle por siempre. Amén.