sábado, 10 de junio de 2023

“CON CRISTO O CONTRA CRISTO” por el R. P. Joaquín Sáenz y Arriaga. (Segunda parte “1 de 2”)


 



   Nota de Nicky Pío: Seguimos con la publicación de la Revista “LOOK” Por: JOSEPH RODDY. Hasta este punto de la lectura, quiero resaltar una táctica que se viene empleando contra la Iglesia de Cristo, desde su fundación hasta el presente, y que no falla. “LA QUINTA COLUMNA” Es decir la infiltración, tantas veces denunciado por el libro “Complot Contra la Iglesia”  de Maurice Penay.

 

“CON CRISTO O CONTRA CRISTO” por el R. P. Joaquín Sáenz y Arriaga.  (Segunda parte “1 de 2”)

 

COMO LOS JUDIOS CAMBIARON EL PENSAMIENTO CATÓLICO (2) Por: JOSEPH RODDY. Revista LOOK   25 Enero 1966.

 

   Cerca de dos semanas antes de esto, Mons. George Higgins de la National Catholic Welfare Conference de Washington D.C., prestó su ayuda para obtener una audiencia papal al embajador de las Naciones Unidas, Arthur J. Goldberg, quien era entonces Juez de la Suprema Corte de Justicia. El Rabino Heschel aleccionó a Goldberg antes de que éste discutiese con el Papa la Declaración.

   El Cardenal de Boston, Richard Cushing, quiso también ofrecer sus servicios. Por medio de su representante en Roma, consiguió otra audiencia papal para el rabino Heschel, cuyos recelos sobrepasaban a los del Cardenal. Teniendo como compañero a Shuster, del Comité Judío Americano, Heschel habló seriamente sobre el Deicidio y culpabilidad judaica en la muerte de Cristo, exigiendo también al Papa que presionase para obtener una declaración en la que se prohibiese a los católicos hacer labor de proselitismo entre los judíos. Paulo, algún tanto contrariado y molesto, no parecía estar de acuerdo. Shuster desazonado, se disoció de Heschel, empezando a hablar en francés, que el Papa entiende y habla, pero el rabino no. Todos estuvieron de acuerdo en que la audiencia no había terminado con la cordialidad con que habían empezado.

   Solamente Heschel y otros pocos opinaron que la audiencia había sido benéfica. Heschel invitó a un periódico israelita, para publicar que el texto de la próxima Declaración saldría libre de cualquier tono de controversia. Para el Comité Judío Americano aquella entrevista fue tan irritante como las anteriores. La audiencia del rabino con Paulo en el Vaticano, así como la reunión de Bea con los miembros del Comité Judío Americano en Nueva York, fueron concedidas bajo la condición de que serían conservadas en secreto.

   El descubrir estas secretas conferencias en la cima hizo que los conservadores empezasen a señalar a los judíos americanos como el nuevo poder detrás de la Iglesia. Pero dentro del Concilio las cosas aparecían todavía peores para los conservadores.

   En la Asamblea Conciliar, los conservadores tenían la impresión de que los Obispos estaban trabajando por los intereses judíos. Para su discusión tenían ahora los Prelados el nuevo esquema, algún tanto debilitado en comparación con los anteriores. Los Cardenales de San Louis y de Chicago, Joseph Ritter y el ya difunto Albert Meyer, pidieron volver al esquema más fuerte. Cushing exigía que la negación del Deicidio fuese de nuevo mencionada. El Obispo Steven Leven de San Antonio pidió que se limpiase el texto de todo argumento que pudiera ser controvertido y, sin darse cuenta, expresó una visión profética acerca del Deicidio. “Nosotros debemos arrancar esa palabra del vocabulario cristiano, dijo, para que así nunca pueda ser usada de nuevo en contra de los judíos”.

   Estas conversaciones inquietaron a los Obispos árabes, que afirmaban que una declaración favorable a los judíos, expondría a los católicos a una persecución, mientras los árabes estuviesen en lucha contra los israelíes. Deicidio, culpa hereditaria y expresiones de invitación a conversión de los judíos, parecían como otros tantos puntos de discusión para los árabes.   Ellos no querían ninguna declaración; su punto de vista invariable era que cualquier declaración tendría un valor político en contra de ellos.

   Los aliados, en esta guerra santa, eran los conservadores italianos, españoles y sudamericanos. Estos conservadores veían la estructura de la fe sacudida por los teólogos liberales, quienes pensaban que las doctrinas de la Iglesia podían cambiar. Para los conservadores esto estaba cerca de la herejía, mientras que para los liberales esto era pura fe. Más allá de la fe, los liberales tenían los votos, y devolvieron la Declaración al Secretariado para que fuese reforzada. Mientras la Declaración estaba siendo reestructurada, los conservadores querían que fuese reducida a un párrafo en la Constitución de la Iglesia.

   Pero, cuando la Declaración apareció, al fin de la Tercera Sesión del Concilio, era enteramente un nuevo documento llamado: “Declaración de la Relación de la iglesia con las Religiones No-Cristianas”. Con esta redacción, la Declaración fue aprobada por los Obispos con una votación de 1770 votos en favor, contra 185 votos en contra. Gran regocijo provocó esta votación entre los judíos de los Estados Unidos, al saber que finalmente su Declaración había sido aprobada.

   En realidad esto no era cierto. La votación solamente se refería a la substancia del texto en general. Pero, dado que muchos votos iban condicionados, (placet iuxta modum, es decir: sí, pero con modificación), el tiempo que pasó entre la Tercera y Cuarta Sesión fue empleado en hacer las modificaciones, que los 31 miembros del Secretariado pensaron que eran aceptables. Según las reglas del Concilio estas modificaciones, después de la votación ya hecha, sólo podían referirse a expresiones del lenguaje, pero no a la substancia del texto. Mas el problema, que preocupaba a los filósofos entonces, consistía en determinar lo que realmente era substancial o meramente accidental al texto. Y los mismos teólogos también tenían sus incertidumbres en este punto.

   Pero, al principio, había menos obstáculos ocultos a los que enfrentarse. En Segni, cerca de Roma, el Obispo Luigi Carli escribió, en el número de su revista diocesana de febrero de 1965, que los judíos del tiempo de Cristo y sus descendientes hasta nuestros días, eran colectivamente culpables de la muerte de Jesucristo. Unas semanas más tarde, el domingo de Pasión, en una Misa al aire libre en Roma, el Papa Paulo habló de la crucifixión diciendo que los judíos fueron los principales actores de la muerte de Jesús. El jefe de los rabinos de Roma Elio Toaff respondió con desencanto: “Hasta las más distinguidas personalidades católicas hacían resurgir los prejuicios de la Pascua que se aproximaba”.

   El 25 de abril de 1965, el corresponsal del “New York Times” en Roma, Robert C. Doty, desconcertó a todo el mundo. La Declaración sobre los judíos se encontraba en aprietos: ésta era, en esencia, su información; y decía además que el Papa la había entregado a cuatro de sus consultores para que la limpiaran de toda contradicción contra las Escrituras y para que fuera lo menos objetable para los árabes. Este reportaje fue refutado, como todos los anteriores que el “Times” había publicado, pues tres días después llegó a Nueva York el Cardenal Bea e hizo que el sacerdote, su Secretario, negara la información de Doty, diciendo que su Secretariado por la Unidad Cristiana tenía todavía pleno control sobre la Declaración acerca de los judíos y dando una disculpa por el sermón del Papa: “Tengan Uds. la seguridad que el Papa predicó para gente sencilla y piadosa y no para gente instruida” dijo el sacerdote.

   Por lo que toca al antisemita Obispo de Segni, el enviado del Cardenal dijo que la manera de pensar de Carli definitivamente no era la del Secretariado. Morris B. Abram, del Comité Judío Americano, fue al aeropuerto a recibir a Bea y calificó como alentadora la opinión de su Secretario.

   Días después, parte de los miembros del Secretariado se reunieron en Roma para votar sobre las sugestiones hechas por los Obispos. Entre esas sugestiones, algunas habían nacido y habían sido enviadas del cuarto piso del Vaticano, bajo la firma del Obispo de Roma. Se ignora si ese Obispo en particular fue ciertamente el que urgió el que fuese suprimido la negación de la “Culpabilidad del Deicidio”; pero la alternativa posibilidad de que la frase hubiera sido suprimida, aunque él hubiese indicado lo contrario, no tenía ya importancia ahora.

   En el Secretariado, todos coinciden en que la votación sobre el Deicidio fue muy pareja, después de un largo día de debates. Eliminada la palabra Deicidio, quedaba en pie la sugestión del Obispo de Roma, según la cual la cláusula que comienza “deplora y en verdad condena el odio y la persecución contra los judíos”, tendría una redacción mejor si se omitiesen las palabras “en verdad condena”. Esta omisión dejaría el odio y la persecución de los judíos “todavía deplorada”. Esta sugestión papal no ocasionó ningún debate, sino que fue fácil y prontamente votada. Era ya muy tarde, y nadie deseaba ya seguir discutiendo sobre menudencias.

   Esa reunión tuvo lugar del 9 al 15 de mayo, y durante esa semana el New York Times publicó una nueva historia, cada tercer día desde el Vaticano. El 8 de mayo, el Secretariado volvió a negar que gente extraña hubiese puesto la mano en la Declaración judía. El día 11 de ese mismo mes, el Presidente de Líbano, Carlos Helou, árabe de raza y maronita católico de religión, tuvo una audiencia con el Papa. El día 12 la oficina de prensa del Vaticano anunció que la Declaración Judía permanecía invariable. Si esto era para alentar a los judíos, parecía como si la prensa oficial declarase demasiado.

   El día 15 el Secretariado cerró sus reuniones y los Obispos se fueron cada quien por su lado, unos tristes y otros satisfechos, pero todos con los labios sellados por el secreto. Algunos pocos se preguntaban extrañados si algo fuera de orden había sucedido y si, a pesar de las reglas del Concilio, un documento conciliar había sido substancialmente cambiado fuera de las sesiones.

   El “Times” siguió provocando mayor confusión. El 20 de junio, Doty dejó entender entre líneas que la Declaración en favor de los judíos bien pudiera ser que fuese al fin del todo rechazada. El día 22 Doty publicó otro reportazgo que vino a convertirse en un golpe dado a su propia nariz. Comentando este reportazgo de Doty, una fuente cercana al Cardenal Bea dijo que: “estaba tan carente de toda base que no merecía siquiera el ser negado”.

   Para quienes habían hecho de las refutaciones un arte refinado, este mentís, era algo de lo que debían sentirse orgullosos, porque precisamente era verdadero lo que trataba de ocultar completamente. Doty había escrito que la Declaración estaba en estudio, cuando, en realidad, el estudio había sido ya terminado; el daño estaba ya hecho y existía en verdad lo que muchos consideraban como una Declaración, substancialmente nueva, en relación a los judíos.

   En Génova, el Dr. Willem Visser'tHoof, cabeza del Concilio Mundial de las Iglesias, manifestó a dos sacerdotes americanos que si los relatos de la prensa eran verdaderos, el movimiento ecuménico sería frenado. Sus opiniones no fueron un secreto para los Jerarcas de los Estados Unidos.

   Por su parte, el Comité Judío Americano en manera alguna se mantuvo inactivo. El Rabino Tanenbaum presionó con recortes periodísticos de airados editores judíos a Monseñor Higgins. Este Monseñor comunicó sus temores al Cardenal Cushing y el Prelado de Boston hizo una delicada indagación con el Obispo de Roma.

   En Alemania, un grupo que trabaja en favor de la amistad judeo-cristiana mandó una carta a los Obispos en la que se alegaba: “Hay ahora una crisis de confianza vis-a-vis (cara a cara) hacia la Iglesia Católica”. Para el “Times” nunca había habido una crisis de confianza vis-a-vis en sus reportazgos desde Roma. Pero si hubiera habido alguna vez, esta hubiera debido ocurrir el 10 de septiembre.

   En su historia bajo el encabezado “NUEVO ESQUEMA VATICANO DE LA EXONERACION DE LOS JUDÍOS, YA REVISADO, OMITE LA PALABRA DEICIDIO”, Doty no quería que los lectores del “Times” pensasen que él había penetrado los secretos del Vaticano. Se contentaba en dar a entender que su fuente de información, “era una infiltración autorizada por el Vaticano”.

   Historias semejantes, publicadas en el “Times”, predijeron algunos otros deslices del Concilio, antes de que estos hubieran ocurrido. La mayoría de esas versiones del “Times” fueron substanciadas en libros y revistas publicadas más tarde, aunque algunas de esas publicaciones hagan referencia a otras fuentes de informaciones especiales.

   La intelectual revista mensual, “Commentary” del Comité Judío Americano había ya presentado el más frío reportazgo sobre el Concilio y los judíos, bajo la firma de un seudónimo. F. E. Cartus. En una nota marginal el autor remite al lector a un libro de 281 páginas, titulado “The Pilgrim” (El peregrino), escrito bajo el seudónimo de Michael Serafian, que confirmaba plenamente las afirmaciones de Cartus.

   Más adelante, en la revista “Harper's”, Cartus, todavía con mayor dureza, expresó sus dudas acerca del nuevo texto relacionado con los judíos. Para apoyar su opinión, reproduce pasajes del “Pilgrim” y hace mención a los reportazgos sobre el Concilio de la revista “Time”, cuyo corresponsal en Roma se había destacado como escrupuloso autor de un notable libro sobre el mismo Concilio.

   Por ese tiempo, la revista “Time” y el “New York Times” de Nueva York estaban satisfechos de tener dentro del Concilio un fiel informador. Sólo como una humorada periodística de las revelaciones del hombre infiltrado eran firmadas con el nombre de “Pushkin”, cuando estas informaciones eran secretamente dejadas en las puertas de algún corresponsal.

   Pero los lectores no vieron aparecer nunca más el nombre de Pushkin en las últimas sesiones del Concilio. La sotana había descubierto el doble agente, que nunca más pudo volver a trabajar. Resultó que Pushkin era el Michael Serafian del libro, el F. E. Cartus de las revistas y un traductor del Secretariado por la Unidad Cristiana, que cultivaba una cálida amistad con el Comité Judío Americano.

   Por este tiempo Pushkin-Serafian-Cartus estaba viviendo en el Instituto Bíblico, en donde él era bien recibido desde su ordenación en 1954, aunque allí su nombre era el de R. P. Thimoty Fitzharris O'Boyle, S. J. Para los periodistas los informes secretos del joven sacerdote y las fugas tácticas se ajustaban tan bien que el mismo autor no se resistía a adornarlos de vez en cuando con un lenguaje florido y creador. Una imprecisión o dos podrían ser atribuidas a haberse agotado la información que él tenía. Se sabía que estaba escribiendo un libro en el apartamento de una joven pareja. El libro fue terminado finalmente; pero también terminó o bajó en la mitad la amistad. El Padre Fitzharris O'Boyle se dio cuenta que había llegado el momento de emprender una marcha forzada antes de que su superior religioso pudiese averiguar cuidadosamente las razones de esa crisis de su camadería. Salió de Roma entonces, seguro de que ya no podía ser útil allí.

   Aparte de su gusto por los seudónimos, por las hermosas mujeres, y por los relatos sobre lo no existente, y, tal vez, siendo un real genio para hacer narraciones humorísticas, Fitzharris O'Boyle era eficiente trabajador en el puesto que tenía en el Secretariado del Cardenal Bea, muy valioso para el Comité Judío Americano y todavía es considerado por muchos en los círculos de Roma, como una especie de genuino salvador en la Diáspora (dispersión). Sin su intervención, la Declaración Judía pudo haber fracasado antes, porque fue Fitzharris O'Boyle quien mejor ayudó a la prensa para denunciar a los romanos que querían suprimirla. El hombre tiene muchas peticiones de sacerdotes.

   En las primeras sesiones del Concilio, cuando la Declaración necesitaba ayuda, Fitzharris D'Boyle estaba en Roma; pero en la Cuarta y última sesión del Vaticano II, no había ayuda visible. Y las cosas iban sucediendo con gran rapidez. El texto había al fin salido debilitado, como lo había predicho el “Times”.

   Entonces, el Papa emprendió su viaje para pronunciar su discurso a las Naciones Unidas en el que su “Jamais Plus la Guerre” fue un triunfo. Después de ese discurso él recibió con afecto al presidente del Comité Judío Americano en una Iglesia del East Side. Este acontecimiento fue un buen augurio para la causa. En seguida, en la misa del Yankee Stadium, el lector del Papa entonó el texto que comienza “Por miedo a los judíos”. Y en la televisión esas palabras causaron ciertamente enorme sorpresa. En todas partes se comentaban las alzas y las bajas de la Declaración en favor de los judíos, y muchos de esos comentarios parecían preparar la eliminación final del documento.

   El rabino Jay Kaufman, vice-presidente ejecutivo de Lichten había advertido a sus oyentes su propia incertidumbre, “ya que el hado de la sección sobre los judíos se encuentra peloteado, como en un juego de Badmington clerical, entre una próxima declaración y una cierta refutación”. Shuster pudo escuchar esta opinión en el Comité Judío Americano. Él pudo también oír a la oposición. No contento con una declaración debilitada, él pretendía de nuevo o alcanzar una total victoria o que no se hiciese ninguna declaración. Por ese entonces las últimas palabras de los Árabes fueron respetuosamente presentadas en un memorándum de 28 páginas en el que se pedía a los Obispos salvar la fe del “comunismo y ateísmo y de la alianza con el Judaísmo comunista”.

   En Roma, se había señalado el 14 de octubre de 1965 para la votación de los Obispos sobre la Declaración Judía, y tanto Lichten como Shuster veían, casi sin esperanza alguna, el mejorar en lo más mínimo esa Declaración. Los sacerdotes habían introducido, con el texto repartido entre todos los Padres Conciliares de las modificaciones que los Obispos habían pedido, una copia de las secretas respuestas del Secretariado. El “modi” producía, al leerlo, una sensación de desconsuelo. En el antiguo texto, el origen judío del catolicismo estaba expresado en un párrafo que principiaba: “En verdad, con un corazón agradecido”. Dos obispos (pero, ¿cuáles dos?), sugirieron que las palabras “con un corazón agradecido”, fueron retiradas, porque temían que esas palabras pudieran ser entendidas como si los católicos estuvieran obligados a dar gracias a los judíos de ahora. “La sugestión fue aceptada”, decidió el Secretariado. Las respuestas del Secretariado siguieron ese camino por más de 16 páginas. En todas ellas, se dieron pocas razones para explicar por qué se quitó el calor al antiguo texto, haciendo al texto más legal que humano.

   Cuando Shuster y Lichten terminaron de leer el nuevo texto, llamaron por teléfono al Comité Judío Americano y a la B'nai B'rith de Nueva York. Pero ninguna de estas dos organizaciones pudo hacer nada. Fue Higgins el que primero trató de convencer a los dos desanimados “coyotes” para que recibiesen serenamente lo que ellos lograron conseguir. Todavía por uno o dos días, el Obispo Leven de San Antonio les dio alguna esperanza. Pensaba él que el nuevo texto estaba tan debilitado que los Obispos americanos se verían obligados a votar en bloque en contra de ese texto. Si eso hubiera sucedido, tal táctica hubiera sumado algunos centenares de votos negativos al bando de los conservadores y de los árabes y habría dado la impresión que el Concilio se hallaba tan dividido en este punto, que el Papa no podría atreverse a promulgar nada. Por eso se abandonó luego esa táctica de protesta en la votación.

 

“CON CRISTO O CONTRA CRISTO”

R.P. Joaquín Sáenz y Arriaga.


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