jueves, 18 de mayo de 2023

“CON CRISTO O CONTRA CRISTO” por el R. P. Joaquín Sáenz y Arriaga. (Primera parte “2 de 2”)

 




Nota de Nicky Pío: Después de estas dos publicaciones de la primera parte, vendrán si Dios quiere, dos publicaciones de la segunda parte completando así el pensamiento anti-Católico expuesto por la revista LOOK. Luego vamos a publicar los comentarios (refutaciones contra el error) del R. P. Joaquín Sáenz  y Arriaga a dicha publicación. Por último siempre que María Santísima nos ampare, voy a terminar con un comentario final y un material adicional.

 

   Si la inviolabilidad de la Sagrada Escritura era el problema más grave de la polémica en Roma, la guerra entre “Árabes e Israelíes” planteaba en el Oriente otro grave problema. El Israel de Ben-Gurión, según el punto de vista de la Liga Árabe, así como la China de Mao en el mundo fuera de Taiwán, realmente no existe. O solamente existe como un hueso atorado en la garganta de Nasser. Si el Concilio se atrevía a hablar en favor de los judíos, los Obispos Árabes verían el orden espiritual comprometido y sojuzgado por el orden político.

   El siguiente paso sería luego el intercambio de diplomáticos, en una noche entre el Vaticano y Tel Aviv. Esta era una crisis que la Liga Árabe pensó poder superar con diplomacia. Los Estados Árabes, en contradicción con la política de Israel, tenían ya entonces algunos embajadores en la Corte Papal. Ellos tenían la consigna de recordar, de la manera más política, a la Santa Sede, que alrededor de 2.756,000 católicos romanos viven en las tierras árabes y mencionar también que 420 mil católicos Ortodoxos, separados de Roma, a los que el papado espera atraer, son también súbditos de los países árabes. Obispos de estas dos ramas del catolicismo podían ser asociados para representar sus intereses ante la Santa Sede. Era demasiado pronto para las amenazas. En vez de esas amenazas los árabes importunaron a Roma para hacerle ver que ellos no podían ser ni antisemitas ni antijudíos. Los árabes, decían, también somos semitas y, entre nosotros, viven y han vivido miles de judíos refugiados. Los patriotas Árabes son solamente anti-sionistas, porque, para ellos, el sionismo es un complot que pugna por establecer el estado judaico en el centro del Islam.

   En Roma, la opinión sostenida por el Medio-Oriente y los elementos conservadores era que cualquier declaración acerca de los judíos sería inoportuna. Pero en Occidente, en donde solamente en Nueva York, viven 225,500 judíos más que en todo el Estado de Israel, la opinión dominante era que el hacer a un lado esta declaración significaría para el mundo una gran calamidad. Y en este atolladero intervino la ingenua y corpulenta personalidad de Juan XXIII, no para zanjar la disputa, sino más bien para prolongarla. Con una manera de pensar muy suya, el Papa estaba jugando con una idea, que la Curia Romana consideraba grotesca: los credos no católicos deberían enviar sus observadores al Concilio.

   La perspectiva de ser invitados no causó ninguna crisis entre los protestantes, pero francamente no fue del agrado de los judíos. Para que acudiesen al llamado pontificio se sugirió a algunos judíos que la teología católica estaba relacionada con la teología judía; pero para permanecer afuera, después de esa invitación, se les hizo notar que los judíos no podían tener particular interés en ningún acercamiento a los católicos, mientras algunos católicos estrechasen las manos del anti-semitismo.

   Cuando se supo que la declaración de Bea, enviada para su votación en la Primera Sesión del Concilio, contenía una clara refutación del cargo del Deicidio, el Congreso Mundial Judío hizo correr en Roma la noticia de que el Dr. Haim Y. Vardi, ciudadano del Estado de Israel, asistiría al Concilio como un observador no oficial. Pudiera ser que estos hechos no estuviesen entre sí relacionados, pero es indudable que parecen estarlo. Con estas noticias, se escucharon, en tono más alto, otros reportazgos. Los árabes se quejaron a la Santa Sede. La Santa Sede respondió que ningún israelí había sido invitado. Los israelíes negaron que ellos hubiesen nombrado a ningún observador para el Concilio. Los judíos de Nueva York pensaron que un judío americano podría ser el observador. En Roma todo terminó con un cambio en la agenda que hiciese manifiesto a todos los hechos de que la declaración en favor de los judíos no sería puesta a discusión del Concilio en aquella sesión.

   Sin embargo, los Obispos tuvieron, fuera del Concilio, abundante lectura relacionada con los judíos. Una agencia publicitaria, suficientemente cercana al Vaticano para tener la dirección en Roma de los 2,200 Cardenales y Obispos que de afuera habían acudido al Concilio, entregó a cada uno de ellos un libro de 900 páginas “Il Complotto contra la Chiesa” (El Complot contra la Iglesia). Entre las infamatorias páginas del libro, había algunos vestigios de verdad. La afirmación que dicho libro hace de que la Iglesia había sido infiltrada por los judíos, era una intriga eficaz para los anti-semitas; pero, es un hecho innegable que muchos judíos, ordenados de sacerdotes, estaban trabajando en Roma para obtener esa declaración en favor de los judíos. Entre ellos estaba el Padre Baum, como también Mons. Juan Oesterreicher, miembros del Secretariado de Bea. Y el mismo Cardenal Bea, según el Diario del Cairo “Al Gomhuria”, era un judío llamado Behar.

   Ni Baum ni Oesterreicher se hallaban con Bea al declinar la tarde del 31 de mayo de 1963, cuando un limousine estaba estacionado, en frente del hotel plaza de Nueva York, esperándole. El “ride” terminó seis calles más adelante, en las afueras de las oficinas del Comité Judío Americano. Allí, un Sanhedrín contemporáneo estaba esperando para dar la bienvenida al Jefe del Secretariado por la Unidad Cristiana. La reunión fue guardada en secreto para la prensa. Bea deseaba que ni la Santa Sede ni la Liga árabe supiesen que él estaba allí para recibir las preguntas que los judíos deseaban que fuesen contestadas. “No tengo autorización, les dijo Bea, para hablar oficialmente”. “Por lo tanto yo solamente puedo decir lo que en mi opinión puede y debe, en verdad, acaecer”.

   Entonces él explicó el problema. “En términos redondos, dijo, los judíos son acusados de ser culpables del Deicidio y se supone que pesa sobre ellos una maldición”. “Él refutó ambas acusaciones”. Porque, según las narraciones de los Evangelios, solamente los jefes de los judíos que estaban entonces en Jerusalén y un grupo muy pequeño de seguidores (de la Ley Mosaica) gritaron pidiendo la sentencia de muerte para Jesús: por lo tanto, los ausentes y las generaciones de judíos que han nacido después, en manera alguna, dijo Bea, pueden estar implicados en el Deicidio. Por lo que se refiere a la maldición, raciocinó el Cardenal, no puede, en manera alguna, recaer sobre los crucificadores, porque las palabras de Cristo moribundo fueron una oración por su perdón.

   Los rabinos presentes en el salón querían saber si la declaración, que el Cardenal Bea estaba preparando, especificaría el Deicidio, la maldición y el repudio divino del pueblo judío, como errores en la doctrina cristiana. Esta pregunta implicaba el problema más delicado del “Nuevo Testamento”. La respuesta de Bea no fue directa. El hizo ver a sus oyentes que una Asamblea tan heterogénea y difícil de manejar de Obispos, no podía descender a los detalles, a lo más podía convenir en las líneas generales; pero que esperaba lograr presentar de una manera simple lo que era muy complejo.    Actualmente, añadió, es un error buscar la causa principal del anti-semitismo en las solas fuentes religiosas, en los relatos evangélicos, por ejemplo. Estas causas religiosas, como son mencionadas, con frecuencia no son verdaderas causas; son solamente una excusa o un velo para encubrir otras razones más eficientes de la enemistad.

   El Cardenal y los rabinos brindaron después de la charla con un vino de honor. Uno de los rabinos preguntó al Prelado sobre Mons. Oesterreicher, a quien muchos judíos consideran demasiado apostólico para conquistarlos. “Eminencia, dijo un reportero judío a Bea, Ud. sabe que los judíos no consideran a los judíos conversos al cristianismo como sus mejores amigos”. Bea contestó gravemente: “tampoco nosotros a los cristianos convertidos al judaismo”.

   No mucho tiempo después de esta entrevista, apareció la obra teatral de Rolf Hochhutz “El Vicario”, que presenta a Pío XII como al Vicario de Cristo que permaneció silencioso, mientras Hitler llevó a término la Solución Final.

   En las páginas de la revista “América” de los jesuitas, Oesterreicher habló claramente al Comité Judío Americano y a la B'nai B'rith. “Las agencias judías de relaciones humanas, escribió, tienen que hablar claramente en contra de “El Vicario”, con términos inequívocos; de lo contrario, ellas nulificarían su propio propósito”.

   En el “Tablet” de Londres, Juan Bautista Montini, el Arzobispo de Milán, escribió también un ataque a esa obra teatral, en defensa del Papa cuyo Secretariado Substituto de Estado él había sido. Pocos meses después, moría el Papa Juan XXIII y Montini era elegido su sucesor con el nombre de Paulo VI.

   En la Segunda Sesión del Concilio, en el otoño de 1963, la Declaración sobre los judíos circuló entre los Obispos como el capítulo IV de la más larga Declaración sobre “El Ecumenismo”.

   El Capítulo V, que venía en pos del anterior, contenía la igualmente discutida Declaración sobre la Libertad Religiosa. Como sucede con las añadiduras a los proyectos de ley en el Congreso Americano, cada uno de los disputados capítulos era como un pesado vagón enganchado al nuevo tren del Ecumenismo. Casi al fin de esta Sesión, cuando llegó el turno para la votación, sólo debía abarcar los tres primeros capítulos del esquema. De esta manera los dos últimos capítulos (el de los judíos y el de la Libertad Religiosa) quedaron hechos a un lado y esta decisión política evitó el alboroto de un Concilio que con grandes dificultades pretendía ser ecuménico.

   A los Obispos se les aseguró que la votación sobre la Declaración judía y la de la Libertad Religiosa vendrían pronto, en otra ocasión más favorable. Y mientras los Obispos esperaban ansiosos esta votación, tuvieron tiempo para leer el escrito “Los Judíos y el Concilio a la Luz de la Escritura y de la Tradición”, una obra más pequeña, pero más venenosa que, “Il Complotto”.

   Pero esta Segunda Sesión terminó, sin el voto sobre los judíos o la Libertad Religiosa, con una agria nota, claramente manifiesta, a pesar de la visita anunciada por el Papa a Tierra Santa. Esa peregrinación del Pontífice tenía que dar necesariamente amplio campo para los comentarios de la prensa, pero dejó sin embargo espacio para hacer importantes investigaciones sobre esas dos votaciones que habían sido pospuestas. “Algo ha sucedido detrás de bambalinas”, comentó el National Catholic Welfare Conference. “Este es uno de los misterios de la Segunda Sesión”.

   Dos caballeros judíos que reflexionaron profundamente sobre estos misterios, fueron Joseph Lichten de la B'nai B'rith, Liga Antidifamatoria en Nueva York, de 59 años de edad, y Zacarías Shuster, de 63 años de edad, miembro del Comité Judío Americano.

   Lichten que había perdido a sus padres, esposa e hija en Buchenwald, y Shuster, que también había perdido a unos de sus más cercanos parientes, estuvieron entrevistando en Roma a numerosos Obispos y a otros oficiales del Concilio. Estos dos “coyotes” o secretos agentes nunca aparecieron juntos cerca de San Pedro tomando un vino Rosso. Ambos tenían la consigna común de alcanzar la declaración más fuerte posible en favor de los judíos, pero cada uno pretendía el crédito de este triunfo para su propia organización. Esto, naturalmente, si se alcanzaba una declaración verdaderamente fuerte. Mientras tanto cada uno de ellos, independientemente entre sí, debía hacerse presente a la Jerarquía Americana, como el mejor barómetro en Roma para expresar el sentimiento de los judíos fuera de Roma, especialmente en los Estados Unidos.

   Para darse cuenta de la marcha del Concilio, muchos Obispos de los Estados Unidos en Roma dependían de lo que podían leer en el periódico “New York Time”. Lo mismo sucedía al Comité Judío Americano y a la B'nai B'rith. Ese periódico era el más eficaz para formar la opinión. Lichten pensaba que Shuster era un genio para llenar las páginas de este diario, aunque sus conocimientos teológicos no eran suficientemente profundos. Algo semejante pensaba Shuster sobre Lichten. Ninguno de los dos tomaba en cuenta a Fritz Becker que estaba en Roma como delegado del Congreso Mundial Judío y, sin buscar publicidad, había conseguido alguna.

   El Congreso Mundial Judío, según Becker, estaba interesado en el Concilio, pero no pretendía dominarlo. “Nosotros no tenemos los puntos de vista de los Americanos, dijo, para pretender llevarlos a la imprenta”.

   El que estos temas se llevasen a la prensa empezó, sin embargo, a complacer al Vaticano. Un experto en relaciones públicas hubiera dicho que la Santa Sede se había mostrado poco experta en Tierra Santa. Cuando Paulo oró a lado del Patriarca barbado ortodoxo Atenágoras (nota de Nicky Pío: este personaje era un prominente masón) en el sector de Jordania, la visita pareció muy bien. Pero, cuando entró en Israel, tuvo palabras tajantes para el autor del “Vicario” y un discurso encaminado a la conversión de los judíos. Su visita fue tan corta que ni siquiera llegó a mencionar públicamente al joven país que estaba visitando.

   Los observadores del Vaticano que estudiaron todos los movimientos de Paulo en Tierra Santa consideraron que había menos esperanza para una declaración en favor de los judíos. Las cosas se veían con más optimismo en el Waldorf-Astoria de Nueva York. Allí, con motivo del aniversario del Beth Israel Hospital, los invitados se enteraron de que el Rabino Abba Hillel Silver, años atrás, había expresado al Cardenal Francis Spellman los intentos hechos por Israel para obtener un asiento en las Naciones Unidas. Spellman había dicho que, para ayudar a esta causa, él personalmente se dirigiría a los gobiernos de Sud-América para invitarlos a que compartiesen con él el profundo deseo de que Israel fuera admitido. Más o menos por ese tiempo, el Papa americano (Spellman) dijo en una reunión del Comité Americano Judío que era “absurdo mantener que exista o pueda existir cualquiera culpabilidad hereditaria”.

   En Pittsburg, el Rabino Marc Tanebaum del Comité Americano Judío habló a la Asociación de Prensa Católica, sobre el cargo del Deicidio, y las respuestas editoriales de los periódicos católicos fueron abundantes.

   En Roma, seis miembros del mismo Comité Americano Judio lograron tener una audiencia con el Papa. Uno de ellos, Mrs. Leonard M. Sperry acababa de donar el Centro Sperry para la Cooperación de Grupo en la Universidad Pro-Deo de la Ciudad Santa. El Papa dijo a sus visitantes que él estaba de acuerdo con lo que el Cardenal Spellman había dicho acerca de la culpabilidad judía. Esta vez los observadores vaticanos no pudieron menos de cambiar su modo de ver el asunto, augurando ahora un futuro color de rosa para la declaración.

   El New York Times tuvo entonces su turno. El 12 de junio de 1964 informó que, en el último esquema de la Declaración, la negación del Deicidio había sido suprimida. En el Secretariado por la Unidad Cristiana del Cardenal Bea, uno de los dirigentes informó solamente que el nuevo texto era más fuerte. Pero ni la mayoría de los judíos, ni muchos católicos lo entendieron así. Antes de esta Sesión del Concilio y mientras el texto estaba todavía sub-secreto, apareció una mañana todo el esquema en el “New York Herald Tribune”. No se encontraba allí ninguna mención del cargo del Deicidio. En su lugar había un claro llamamiento para extender el espíritu ecuménico, porque “la unión del pueblo judío con la Iglesia es una parte de la esperanza cristiana”.

   Entre los pocos judíos, que no se preocuparon al leer esto, se hallaban Lichten y Shuster. Ellos podían ver el esquema de una manera profesional. Ese esquema se lee mejor en el periódico de la mañana tomando una taza de café, que si el Papa mismo estuviese promulgándolo como una enseñanza católica. A otros judíos les causó un efecto galvánico. Su decepción indignó a algunos de los Obispos americanos, y Lichten y Shuster pudieron comprender la causa de esta indignación. Las posibilidades de que una declaración, sin la cláusula de la negación del Deicidio y con la sugerencia o invitación velada para que los judíos se convirtiesen al cristianismo, fuese aceptada por los Cardenales y Obispos americanos en el Concilio, era lo que este par de buenos agentes encubiertos podían llamar falta de lógica.

 

“CON CRISTO O CONTRA CRISTO”

R.P. Joaquín Sáenz y Arriaga.


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