Comentario de Nicky Pío: Empezamos
una nueva oportunidad que otros ya la han perdido. ¿Y quién sabe que nos deparará el futuro en este lapso de tiempo que
llamamos “Año”? Dios nos da tiempo en esta vida, sí, pero ¿Quién puede medirlo? Nada más “cierto” que la “muerte”, pero nada más “incierto”
el ¿Cuándo? Y después el juicio y, quien sabe, ¿Salvación eterna o condenación eterna?
No dejes de leer este artículo, el tiempo que te tomes en hacerlo será bien
aprovechado. Dios nos de la perseverancia final.
VALOR DEL TIEMPO
Hijo, guarda el tiempo. (Ecl. 4, 23)
PUNTO PRIMERO
Procura, hijo mío –nos dice el Espíritu Santo–, emplear bien el tiempo, que es la más
preciada cosa, riquísimo don que Dios concede al hombre mortal. Hasta los
gentiles conocieron cuánto es su valor. Séneca
decía que nada puede equivaler al precio
del tiempo. Y con mayor estimación le apreciaron los Santos.
San Bernardino
de Siena afirma que
un instante de tiempo vale tanto como Dios, porque en ese momento, con un acto
de contrición o de amor perfecto, puede el hombre adquirir la divina gracia y
la gloria eterna.
Tesoro es el tiempo que sólo en esta vida se
halla, más no en la otra, ni el Cielo, ni en el infierno. Así es el grito de
los condenados: “¡Oh,
si tuviésemos una hora!…” A toda costa querrían una hora para
remediar su ruina; pero esta hora jamás les será dada.
En el Cielo no hay llanto; más si los
bienaventurados pudieran sufrir, llorarían el tiempo perdido en la vida mortal,
que podría haberles servido para alcanzar más alto grado de gloria; pero ya
pasó la época de merecer.
Una
religiosa benedictina, difunta, se apareció radiante en gloria a una persona y
le reveló que gozaba plena felicidad; pero que si algo hubiera podido desear,
sería solamente volver al mundo y padecer más en él para alcanzar mayores
méritos; y añadió que con gusto hubiera sufrido hasta el día del juicio la
dolorosa enfermedad que la llevó a la muerte, con tal de conseguir la gloria
que corresponde al mérito de una sola Avemaría.
¿Y tú, hermano mío, en qué gastas el
tiempo?… ¿Por qué lo que puedes hacer hoy lo difieres siempre hasta mañana?
Piensa que el tiempo pasado desapareció y no es ya tuyo; que el futuro no
depende de ti. Sólo el tiempo presente tienes para obrar…
“¡Oh infeliz! –Advierte San Bernardo–,
¿por qué presumes de lo venidero, como si el Padre hubiese puesto el tiempo en
tu poder?” Y San Agustín dice: “¿Cómo puedes prometerte el día de mañana, si no
sabes si tendrás una hora de vida?” Así, con razón, decía Santa Teresa:
“Si no te hayas preparado para morir, teme tener una mala muerte…”.
AFECTOS Y SÚPLICAS
Gracias
os doy, Dios mío, por el tiempo que me concedéis para remediar los desórdenes
de mi vida pasada. Si en este momento me enviarais la muerte, una de mis
mayores penas sería el pensar en el tiempo perdido…
¡Ah, Señor mío, me disteis el tiempo para
amaros, y le he invertido en ofenderos!… Merecí que me enviarais al infierno
desde el primer momento en que me aparté de Vos; pero me habéis llamado a
penitencia y me habéis perdonado. Prometí no ofenderos más, ¡y cuántas veces he
vuelto a injuriaros y
Vos a perdonarme!… ¡Bendita sea eternamente vuestra misericordia! Si no fuera
infinita, ¿cómo hubiera podido sufrirme así? ¿Quién pudiera haber tenido
conmigo la paciencia que Vos tenéis?…
¡Cuánto
me pesa haber ofendido a un Dios tan bueno!… Carísimo Salvador mío, aunque sólo
fuera por la paciencia que habéis tenido para conmigo, debería yo estar
enamorado de Vos. No permitáis nuevas ingratitudes mías al amor que me habéis
demostrado. Desasidme de todo y atraedme a vuestro amor…
No,
Dios mío; no quiero perder más el tiempo que me dais para remediar el mal que
hice, sino emplearle todo él en amaros y serviros. Os amo, Bondad infinita, y
espero amaros eternamente.
Gracias
mil os doy, Virgen María, que habéis sido mi abogada para alcanzarme este
tiempo de vida. Auxiliadme ahora y haced que le invierta por completo en amar a
Vuestro Hijo, mi Redentor, y a Vos, Reina y Madre mía.
PUNTO SEGUNDO
Nada hay más precioso que el tiempo, ni hay
cosa menos estimada ni más despreciada por los mundanos. De ello se lamentaba San Bernardo, y añadía: “Pasan los días de salud, y nadie piensa
que esos días desaparecen y no vuelven jamás”. Ved aquel jugador que pierde
días y noches en el juego. Preguntadle qué hace, y os responderá: “Pasando el tiempo”. Ved aquel
desocupado que se entretiene en la calle, quizá muchas horas, mirando a los que
pasan, o hablando obscenamente o de cosas inútiles. Si le preguntan qué está
haciendo, os dirá que no hace más que pasar el tiempo. ¡Pobres ciegos, que pierden tantos días, días que nunca volverán!
¡Oh
tiempo despreciado!, tú serás lo que más deseen los mundanos en el trance de la
muerte… Querrán otro año, otro mes, otro día más; pero no les será dado, y
oirán decir que ya no habrá más tiempo (Ap. 10, 6). ¡Cuánto no daría cualquiera
de ellos para alcanzar una semana, un día de vida, y poder mejor ajustar las
cuentas del alma!… “Sólo por una hora más –dice San Lorenzo Justiniano–
darían todos sus bienes”. Pero no obtendrán esa hora de tregua… Pronto dirá el
sacerdote que los asista: “Apresúrate a salir de este mundo; ya no hay más
tiempo para ti”.
Por
eso nos exhorta el profeta (Ecl. 12, 1-2) a que nos acordemos de Dios y
procuremos su gracia antes que se nos acabe la luz… ¡Qué angustia no sentirá un
viajero al advertir que perdió su camino cuando, por ser ya de noche, no sea
posible poner remedio!…Pues tal será la pena, al morir, de quien haya vivido
largos años sin emplearlos en servir a Dios. Vendrá la noche cuando nadie podrá
ya operar (Jn. 9, 4). Entonces la muerte será para él tiempo de noche, en que
nada podrá hacer. “Clamó contra mí el tiempo” (Lm. 1, 15).
La conciencia le recordará cuánto tiempo
tuvo, y cómo le gastó en daño del alma; cuántas gracias recibió de Dios para
santificarse, y no quiso aprovecharse de ellas; y además verá cerrada la senda
para hacer el bien.
Por eso dirá gimiendo: “¡Oh, cuán loco fui!… ¡Oh tiempo perdido en que pude santificarme!… Mas no lo hice, y ahora ya no es tiempo…” ¿Y de qué servirán tales suspiros y lamentos cuando el vivir se acaba y la lámpara se va extinguiendo, y el moribundo se ve próximo al solemne instante de que depende la eternidad?
AFECTOS Y SÚPLICAS
¡Ah,
Jesús mío! Toda vuestra vida empleasteis en salvar mi alma; ni un solo momento
dejasteis de ofreceros por mí al Eterno Padre para alcanzarme perdón y
salvación… Y yo, al cabo de tantos años de vida en el mundo, ¿cuántos he
empleado en serviros? ¡Todos los recuerdos de mis actos me traen remordimientos
de conciencia! El mal fue mucho. El bien, poquísimo y lleno de imperfecciones,
de tibieza, amor propio y distracción. ¡Ah, Redentor mío, he sido así porque
olvidé lo que por mí hicisteis! Os olvidé, Señor, pero Vos no me olvidasteis, sino que vinisteis a
buscarme y me ofrecisteis vuestro amor repetidas veces, mientras yo huía de
Vos.
Aquí estoy, ¡oh buen Jesús!, no quiero
resistir más, ni pensar que me abandonaréis. Duélome, ¡oh Soberano Bien!, de
haberme separado de Vos por el pecado. Os amo, Bondad infinita, digna de
infinito amor. No permitáis que vuelva a perder el tiempo que vuestra
misericordia me concede. Acordaos siempre, amado Salvador mío, del amor que me
tenéis y de los dolores que por mí padecisteis.
Haced
que de todo me olvide en esta vida que me queda, excepto de pensar sólo en
amaros y complaceros. Os amo, Jesús mío, mi amor y mi todo. Y os prometo hacer
frecuentísimos actos de amor. Concededme la santa perseverancia, como espero
confiadamente, por los merecimientos de vuestra preciosa Sangre… Y en vuestra
intercesión confío, ¡oh María, mi querida Madre!
PUNTO TERCERO
Preciso es que caminemos por la vía del
Señor mientras tenemos vida y luz (Jn. 12, 35), porque ésta luego se pierde en
la muerte. Entonces no será ya tiempo de prepararse, sino de estar preparado
(Lc. 12, 40). En la muerte nada se puede hacer: lo hecho, hecho está…
¡Oh
Dios! ¡Si alguno supiese que en breve se había de fallar la causa de su vida o
muerte, o de su hacienda toda, con cuanta diligencia buscaría un buen abogado,
procuraría que los jueces conociesen bien las razones que le asistieran, y
trataría de allegar medios de obtener sentencia favorable!… Y nosotros, ¿qué
hacemos? Nos consta con incertidumbre que muy en breve, en el momento menos
pensado, se ha de fallar la causa del mayor negocio que tenemos, es, a saber,
del negocio de nuestra salvación eterna… ¿y aún perdemos tiempo?
Quizá diga alguno: “Yo soy joven ahora; más
tarde me convertiré a Dios”. Pues sabed –respondo– que el Señor maldijo aquella
higuera que halló sin frutos, aunque no era tiempo de tenerlos, como lo hace
notar el Evangelio (Mc. 11, 13).
Con lo cual Jesucristo quiso darnos a
entender que el hombre en todo tiempo, hasta en el de la juventud, debe
producir frutos de buenas obras; de otro modo será maldito y no dará frutos en
lo porvenir. Nunca jamás coma ya nadie
de ti (Mc. 11, 14). Así dijo a aquél árbol el Redentor, y así maldice a quien
Él llama y le resiste…
¡Cosa
digna de admiración! Al demonio le parece breve el tiempo de nuestra vida, y no
pierde ocasión de tentarnos. Descendió el diablo a vosotros con grande ira,
sabiendo que tiene poco tiempo (Ap. 12, 12). ¡De suerte que el enemigo no
desaprovecha ni un instante para perdernos, y nosotros no aprovechamos el
tiempo para salvarnos!
En el día del juicio, Jesucristo nos pedirá
cuenta de toda palabra ociosa. Todo tiempo que no se emplea por Dios es tiempo
perdido. Otro preguntará: “¿Qué mal hago
yo?…” ¡Oh Dios mío! ¿Y no es ya un mal perder el tiempo en juegos o
conversaciones inútiles, que de nada sirven a nuestra alma? ¿Acaso nos da Dios
ese tiempo para que así le perdamos? No, dice el Espíritu Santo; la partecita
de un buen don no se te pase (Ecl. 14, 14). Aquellos operarios de que habla San
Mateo no hacían cosa alguna mala; solamente perdían el tiempo, y por ello les
reprendió el dueño de la viña: ¿Qué hacéis aquí todo el día ociosos? (Mt. 20,
6).
Y el
Señor nos dice (Ecl. 9, 10): Cualquier cosa que pueda hacer tu mano, óbrala con
instancia; porque ni obra, ni razón de sabiduría, ni ciencia, habrá en el
sepulcro, adonde caminas aprisa…
La venerable Madre
Sor Juana de la Santísima Trinidad, hija de Santa Teresa, decía que en
la vida de los Santos no hay día de mañana; que solamente la hay en la vida de
los pecadores, pues siempre dicen: “Luego, luego”, y así llegan a la muerte. He
aquí ahora el tiempo favorable (2 Cor. 6, 2). Si hoy oyereis su voz, no queráis
endurecer vuestros corazones (Sal. 94, 8). Hoy Dios te llama para el bien; hazle hoy mismo, pues mañana quizá no
sea ya tiempo, o Dios no te llamará.
Y si, por desgracia, en la vida pasada has
empleado el tiempo en ofender a Dios, procura llorarlo en el resto de tu vida
mortal, como se propuso el rey Ezequías: Repasaré delante de ti todos mis años
con amargura de mi alma (Is. 38. 15).
Dios
te prolonga la vida para que repares el tiempo perdido: Redimiendo el tiempo,
porque los días son malos (Ef. 5, 10); o bien, según comenta San Anselmo:
“Recuperarás el tiempo si haces lo que descuidaste hacer”.
San Jerónimo dice de San Pablo, que, aunque era
el último de los Apóstoles, fue el primero en méritos por lo que hizo después
de su vocación.
Consideremos siquiera
que en cada instante podemos granjear mayor acopio de bienes eternos. Si nos
concediesen tanto terreno como caminando en un día pudiéramos rodead, o tanto
dinero como alcanzásemos a contar en un día, ¡con cuánta prisa procederíamos! Pues si podemos en un momento
adquirir eternos tesoros, ¿por qué hemos
de malgastar el tiempo? Lo que hoy puedas hacer, no digas que lo harás
mañana, porque el día de hoy le habrás perdido y no volverá más.
Cuando San Francisco de
Borja oía hablar de cosas
mundanas, elevaba a Dios el corazón con santos afectos, de suerte que si le
preguntaban luego su sentir acerca de lo que se había dicho, no sabía qué
responder. Reprendiéronle por ello, y contestó que antes prefería parecer
hombre de rudo ingenio que perder el tiempo vanamente.
AFECTOS Y SÚPLICAS
No,
Dios mío; no quiero perder el tiempo que me habéis concedido por vuestra
misericordia… He merecido verme en el infierno, gimiendo sin esperanza. Os doy, pues, fervorosas gracias
por haberme conservado la vida. Deseo, en los días que me restan, vivir sólo
para Vos.
Si estuviese en el infierno, lloraría
desesperado y sin fruto. Ahora lloraré las ofensas que os hice, y llorándolas,
sé de cierto que me perdonaréis, como lo asegura el Profeta (Is. 30, 19). En el
infierno me sería imposible amaros; ahora os amo y espero que siempre os amare.
En el infierno jamás podría pedir vuestra gracia; ahora oigo que decís: Pedid y
recibiréis (Jn. 16, 24).
Y
puesto que aún me hallo en tiempo útil para pediros gracias, dos voy a
demandaros: ¡oh Dios mío!, concededme la perseverancia en vuestro santo
servicio, dadme vuestro amor, y luego haced de mí lo que quisierais. Haced que
en todos los instantes de mi vida me encomiende siempre a Vos, diciendo: “Ayudadme,
Señor… Señor, tened piedad de mí; haced que no os ofenda; haced que os ame…”
¡Virgen Santísima y Madre mía, alcanzadme la gracia de que siempre me
encomiende a Dios y le pida su santo amor y la perseverancia!
“PREPARACIÓN PARA LA MUERTE”
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