domingo, 16 de junio de 2024

Arrojo contra timidez del Caballero Cristiano – Por Manuel García Morente.


 


   Otra consecuencia del “ser” caballeresco es la preferencia del arrojo a la timidez o de la valentía al apocamiento. El caballero cristiano es esencialmente valeroso, intrépido. No siente miedo más que ante Dios y ante sí mismo. Pero ¿qué sentido tiene esta valentía? O dicho de otro modo: ¿por qué no conoce el miedo el caballero cristiano?

 

   Lo característico, a mi juicio, de la intrepidez hispánica es, en términos generales, su carácter espiritualista o ideológico, o también podríamos decir religioso. En efecto, se puede ser valiente —o por lo menos dar la impresión de la valentía— de dos maneras: por una especie de embotamiento del cuerpo y de la conciencia al dolor físico, o por un predominio decisivo de ciertas convicciones ideales. En el primer caso situaríamos la valentía de los primitivos, de los hombres toscos, rudos, endurecidos, encallecidos física y psíquicamente; es una valentía hecha en su mayor parte de inconsciencia y de anestesia fisiológica; es una propiedad —¿cualidad o defecto?— de la raza, de la fisiología, de la constitución somática. En el segundo caso situaríamos la valentía de los que van a la lucha y a la muerte sostenidos por una idea, una convicción, la adhesión a una causa. Éstos saben bien lo que sacrifican; pero saben también por qué lo sacrifican. Tipo supremo: los mártires. Sin duda alguna, este segundo modo de la valentía es la que merece más propiamente el nombre de humana. La primera es animal; está en relación con el sexo, con la fisiología, con la anatomía, con la especie o la variedad biológica. La segunda, la humana, es superior a esas limitaciones o condicionalidades “naturales”; es superior al sexo, a la edad, a la efectividad fisiológica y anatómica. Depende exclusivamente del poder que la idea —la convicción— ejerza sobre la voluntad —la resolución.

 

   Ahora bien; una de las características esenciales del caballero cristiano —y, por consiguiente, del alma hispánica— es la tenacidad y eficacia de las convicciones. Precisamente porque el caballero no toma sus normas fuera, sino dentro de sí mismo, en su propia conciencia individual, son esas normas acicates eficacísimos y tenaces, es decir, capaces de levantar el corazón por encima de todo obstáculo. La valentía del caballero cristiano deriva de la profundidad de sus convicciones y de la superioridad inquebrantable en su propia esencia y valía. De nadie espera y de nadie teme nada el caballero, que cifra toda su vida en Dios y en sí mismo, es decir, en su propio esfuerzo personal. Escaso y escueto, o abundante y rico en matices, el ideario del caballero tiene la suprema virtud de ser suyo, de ser auténtico, de estar íntimamente incorporado a la personalidad propia. Por eso es eficaz, ejecutivo y sustentador de la intrépida acción. El caballero no conoce la indecisión, la vacilación típica del hombre moderno, cuya ideología, hecha de lecturas atropelladas, de seudocultura verbal, no tiene ni arraigo ni orientación fija. El hombre moderno anda por la vida como náufrago; va buscando asidero de leño en leño, de teoría en teoría. Pero como en ninguna de esas teorías cree de veras, resulta siempre víctima de la última ilusión y traidor a la penúltima. El caballero, en cambio, cree en lo que piensa y piensa en lo que cree. Su vida avanza con rumbo fijo, neto y claro, sostenida por una tranquila certidumbre y seguridad, por un ánimo impávido y sereno, que ni el evidente e inminente fracaso es capaz de quebrantar.

 

   Esa seguridad en sí mismo del caballero cristiano es, por una parte, sumisión al destino, y por otra parte, desprecio de la muerte. Ahora bien; la sumisión del caballero a su destino no debe entenderse como fatalismo. Ni su desprecio de la muerte como abatimiento. (…) Se debe observar que esa sumisión al destino no se basa en una idea fatalista o determinista del universo, sino que, por el contrario, se funda en la idea opuesta, en la idea de que el destino personal es obra personal, es decir, congruente con el ser o esencia de la persona, que “hace” su propio destino. Cada caballero se forja su propia vida; pero no una vida cualquiera, sino la que está en lo profundo dé su voluntad, es decir, de su índole personal. Y de su congruencia entre lo que cada cual es y lo que cada cual hace, o entre la índole personal y los hechos de la vida, responde en el fondo la Providencia, Dios eterno, juez universal e infinitamente justo. La fe tranquila, sin nubes, del caballero cristiano es el fundamento de su tranquila y serena sumisión a la voluntad de Dios.

 

   El desprecio a la muerte tampoco procede ni de fatalismo ni de abatimiento o embotamiento fisiológico, sino de firme convicción religiosa; según la cual el caballero cristiano considera la breve vida del mundo como efímero y deleznable tránsito a la vida eterna. ¿Cómo va a conceder valor a la vida terrenal quien, por el contrario, percibe en ella un lugar de esfuerzo, un seno de penitencia, un valle de lágrimas, hecho sólo para prueba de la santificación creciente? Así la fe religiosa del caballero cristiano, compenetrada estrechamente con su personal fe y confianza en sí mismo, es la que sirve de base a la virtud de la valentía o del arrojo.

 

“IDEA DE LA HISPANIDAD”


sábado, 8 de junio de 2024

¡Liberalismo y Absolutismo! Son lo mismo, (analogía entre el gobierno de la familia y del Estado) – Por el Pbro. Félix Sardá y Salvany.


 



   Nota de Nicky Pío: En esta obrita “LIBERALISMO CASERO” cuyo fragmento transcribo, el autor hace una brillante analogía entre el “Gobierno de la familia” y el “Gobierno del estado”. Cuando preparaba el material para publicarlo, no podía dejar de pensar en nuestros gobernantes, la claridad de este autor ya conocido por su monumental obra “EL LIBERALISMO ES PECADO” pone en esta obrita una doble enseñanza, tanto para el que quiere gobernar cristianamente a su familia, cómo para el que quiere gobernar cristianamente su Patria. La obrita está a manera de dialogo. No se pierdan esta lectura, la recomiendo encarecidamente…

 

   Gran verdad dejáis asentada en el capítulo anterior, cuando decís que en muchas casas a la moderna, el padre ha dejado de ser el jefe verdadero de ella, reduciéndose todo su papel a mera presidencia honoraria o ha reinado de rey constitucional. Sin embargo, juzgo que no andáis tan exacto, cuando afirmáis que ése es achaque general de las casas del día. En muchas, no lo dudéis, se manda todavía duro y recio como en el antiguo régimen. A ésas no las podréis ciertamente acusar vos de vicio de Liberalismo:

   —Más que a las otras tal vez, según sea por ese modo duro y recio de gobernar a que estáis aludiendo.

   —Pues no os comprendo, a fe.

   —No se me hace extraño, porque en esta materia andan más que en otra alguna, en miserable confusión las ideas, aun entre personas que como vos presumen, y no sin razón, de más que medianamente ilustradas.

   —Gracias por el obsequio, pero explicaos de una vez.

   —Todo el toque de la explicación o clave del enigma está en tener noción exacta (cristianamente hablando, que es como debemos hablar siempre los cristianos), de lo que se entiende o entenderse debe por gobernar. Para el vulgo de las gentes, y son aquí vulgo muchas que ciertamente no se lo figuran, gobernar es sencillamente imponer uno a muchos su propia voluntad, y creen se es tanto más liberal cuanto por más flojitos o suavizados procedimientos se verifica tal imposición, y que se es tanto menos liberal cuanto más a palo limpio se verifica. ¿No es verdad que así suele entenderse por el común de los mortales la diferencia entre Liberalismo y absolutismo?

   —Sí, en efecto.

   —Pues hay en eso grosera equivocación.

   No son verdaderos opuestos entre sí ¡Liberalismo y absolutismo! Al revés, un consecuente liberal suele resultar casi siempre un perfecto absolutista, y el más brutal absolutista no es al fin y al cabo más que un perfecto liberal.

   —Aquí sí que os pierdo la pista.

   —Voy a poneros en ella en un santiamén.

   Liberal es todo aquel que ha erigido en criterio y norma de gobierno su propia razón y voluntad, con independencia más o menos franca de la razón y voluntad divinas.

   ¿Comprendéis eso?

   —Paréceme que sí.

   —Por lo mismo comprenderéis también que esa manera de gobernar por criterio y razón propia sin sujeción alguna a la divina ley, lo mismo puede darse en una república democrática, que en una monarquía templada o en otra absoluta, si el rey o el presidente o la asamblea han erigido en principio que pueden legislar y por ende gobernar según a ellos se les antoje, sin limitación alguna por parte de otro poder superior del cual deban en todo reconocerse súbditos.

   —También eso comprendo.

   —Tenemos, pues, que no está el Liberalismo en que se gobierne con corona real o imperial, o con gorro frigio, o con sombrero de copa; ni en que dicte leyes una asamblea libre, o las dicte un príncipe más o menos asesorado o sin asesorar; sino en que tales príncipe o asamblea o caballero particular dejen de reconocer sobre sí el poder divino del cual son simples mandatarios, y sobre su ley humana otra ley eterna y revelada de la que deben ser mera traducción y aplicación las humanas legislaciones, y sobre su jurisdicción y temporal señorío otra jurisdicción y señorío sobrenaturales a quien deben rendir obediencia y de quien reconocerse a su vez  humildes vasallos. Dejar de reconocer eso, es ser liberal, sea cualquiera la forma de gobierno en que eso suceda. Reconocer tal divina jurisdicción y someterse a tal vasallaje, y a tenor de él gobernar en nombre de Dios a los hombres, es no ser liberal, es ser autoridad genuinamente cristiana.

   —Ciertamente. Lo veo claro.

   —Apliquémoslo ahora a lo que estamos tratando, o sea al gobierno de la familia. Además de los infelices padres calzonazos que no gobiernan en ella ni bien ni mal, porque han abdicado en sus súbditos este empleo, hay los otros que tomándolo en diverso sentido presumen de ser en casa el único rey, o mejor el único dios, para que a su querer se dobleguen todos sin más razón que la de ser querer suyo. Falsos padres o mejor...

   —¿Tiranos verdaderos, querréis decir?

   —Habéis acertado la palabra y completado la frase. Tiranos, que aman mucho, muchísimo la libertad, para monopolizarla toda en su provecho, y en daño y opresión de los demás. Tiranos, que erigen en cetro el palo, y en razón el capricho, y en ley de gobierno el todo el mundo boca abajo, por la sola fuerza de su voluntad despótica. Tiranos, que no merecen ser llamados padres de familia, sino cómitres de galeotes o capataces de esclavos, que no comprenden ni estiman para nada la nobleza de la obediencia y respeto filial, sino los terrores y vil abyección de la servidumbre. ¿Habéis conocido padres, digo mal, fieras domésticas de este jaez?

   —A docenas.

   —Pues yo también, y a todos he calificado de casos fulminantes de Liberalismo de la peor especie, liberalismo que, como en el de los Estados, consiste en declararse el padre libre y emancipado del freno de la ley de Dios, para más a sus anchas y con mayor libertad explotar y oprimir a sus infelices subordinados.

   —Sí, tenéis razón, muchísima razón.

   —Pues bien. Ni el miserable cobarde que se resigna a llevar sobre sí la imposición de cualquier antojo de su familia, ni el fiero dictador que como yugo de bestias quiere que aguante ella su propia imposición, nos ofrecen el verdadero ideal del jefe de familia según Dios, única autoridad legítima del hogar doméstico; del padre, en una palabra, digno de este nombre y con carácter y procedimientos de tal. Es, sí, todo eso, es verdadero padre cristiano, el que entiende que para mandar bien a los otros es preciso hacerse antes ejemplo vivo de la más exacta obediencia a la divina ley, como que gobernar no es en definitiva más que cumplirla el gobernante y hacerla cumplir a los gobernados. ¿No os parece sencilla esta fórmula?

   —Y clara y transparente como el agua…

   —A pesar de lo cual anda el mundo fatigándose en elaborar prolijas y penosas teorías de gobierno, que nacen y mueren en un día; cuando tan a mano tiene la tan sencilla y casera que os acabo de indicar.

 

“LIBERALISMO CASERO”

(Año 1897)