Entró
en cierto convento un hombre muy rico, honrado y criado en regalos; y luego que
el demonio vio la mudanza de su vida, le acometió representándole la aspereza
de la Orden y le tentaba fuertemente para que la abandonase y volviese al
siglo. Tan violenta fue la tentación que el fraile determinó salirse de la Orden;
y estando en esta resolución, pasó delante de un crucifijo y se encomendó a su
misericordia. Aparecióle en esto nuestro Señor y le preguntó:
– ¿Por qué te vas hijo?
– Señor, respondió, yo me crié en el mundo
en mucho regalo y así no puedo sufrir la aspereza de esta Religión,
especialmente en el comer y vestir.
EI Señor, levantando el brazo derecho,
mostróle la llaga de su costado manando sangre y díjole:
– Extiende el brazo, y pon aquí tu mano, y
úntala con la sangre de mi costado, y cuando te viniere a la memoria algún
rigor o aspereza, mójala con esta sangre, y todo, por dificultoso que sea, se
te hará fácil y suave.
Y haciendo el novicio lo que el Señor le
mandó, a cualquier tentación que le venía, traía a su memoria la pasión de
Cristo, y luego se le convertía todo en gran suavidad y dulzura. ¿Qué cosa
puede parecer áspera a un hombrecillo y vil gusano, mirando a Dios coronado de
espinas y enclavado en una cruz por su amor? ¿Qué no sufrirá y padecerá por sus
pecados el que ve padecer tanto por los ajenos al Señor de la majestad?
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— San Pedro de Alcántara, uno de los santos
más penitentes, se apareció después de muerto a Santa Teresa de Jesús y le
dijo: ¡Oh dichosa penitencia, que tanta gloria me ha valido!
— Los que no quieren hacer penitencia en
este mundo, tendrán que hacerla, mal de su grado, en el otro, por toda la
eternidad, como dice el Evangelio: “Si no hiciéreis penitencia, todos
pereceréis” Luc. Xlll, 5).
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