miércoles, 23 de julio de 2025

EL FARISEO Y EL PUBLICANO (San Lucas. XVIII, 9 y sig.) – Del Apostolado de la Prensa (Año 1894).


 

   Dos hombres, dijo Jesús a sus discípulos, subieron al templo a orar. Uno de ellos era fariseo, esto es, de aquella secta que hacia profesión de observar más fiel y escrupulosamente que todos los demás hebreos la Ley mosaica; secta que se creía la depositarla de las tradiciones de Israel y cumplidora exacta de los divinos mandamientos. Los fariseos eran muy populares en Judea y Galilea; la muchedumbre los tenía por santos. No todos ellos eran hombres moralmente malos; los había de bonísima fe que creían servir a Dios rectamente, cumpliendo con exactitud nimia las prácticas y costumbres farisaicas; otros, muchos de ellos, eran unos bribones de marca mayor que, se arrimaban al fariseísmo hipócritamente, para deslumbrar sencillas con el aparato externo y vano de una santidad o perfección aparentes. Pero como sectarios, todos eran detestables; para ellos el amor a la religión no se fundaba en amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ellos mismos; su afectada piedad era orgullo; su celo por la Ley era un espíritu de intolerancia, de ridícula intransigencia, de odio feroz a todo lo que no sea israelita, a todo lo que no sea farisaico. Porque ellos se figuraban neciamente que eran los únicos buenos, los únicos a quienes Dios miraba con cariño y complacencia, los únicos que Abraham reconocía como suyos, pues fuera de su gremio no había, según los fariseos, salvación para los individuos, ni para las sociedades.

 

   El otro hombre que subió al templo a orar era un publicano, o sea uno de los recaudadores de contribuciones que había en Judea. Los israelitas pagaban con gusto la contribución que, según su Ley, debían al templo para el sostenimiento del culto y del orden sacerdotal; pero los tributos al César, o sea al poder temporal, considerábanlos como un odioso impuesto, como un signo de servidumbre que sólo satisfacían por la fuerza. De aquí que odiasen y despreciasen, hasta el extremo de no querer alternar con ellos, a los que se prestaban a servir el oficio de recaudador de contribuciones. Y consecuencia de este desprecio era que ninguna persona regular, de las que en algo se estiman, tomase aquel oficio. Los publícanos se reclutaban en la hez de la población. No había crimen, ni bajeza de que no se reputase capaces a tales desgraciados que por un pedazo de pan arrostraban el encono despreciativo de todo un pueblo.

 

   El fariseo y el publicano subieron al templo, y oraron. El fariseo, puesto en pie, oraba en su interior, diciendo: «Gracias te doy, Dios mío, porque yo no soy como los otros hombres, que son injustos, ladrones, adúlteros, asi como es este publicano, sino que, por el contrario, ayuno dos veces por semana, y de todo lo que poseo, pago mis diezmos al templo.»

 

   Pero el publicano oraba, sin fijarse para nada en aquel fariseo que tenía delante. Habla buscado para prosternarse el lugar más escondido del templo; no se atrevía ni aun a levantar los ojos, se golpeaba humildemente el pecho, y sólo decía: «Dios, muéstrate propicio a mi pecado.»

 

   Jesús, después de pintarnos con su divina palabra este contraste, pronunció la sentencia siguiente: «Os digo que el publicano, y no el fariseo, descendió justificado a su casa; porque todo hombre que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado.»

 

   ¡Qué sublime lección! |Qué divina enseñanza! Aquí puede decirse que por un acto de su infinita misericordia, Jesús nos muestra con deslumbradora claridad el hondo misterio de la esencia de la religión, el espíritu de todos los preceptos religiosos. En el pozo de la Samaritana nos enseñó que al Padre hay que adorarle en espíritu y en verdad; en el atrio del templo arroja s latigazos a los que comercian con las cosas santas; en la parábola del fariseo y del publicano arroja para siempre de su casa a los soberbios, a los hombres de espíritu mezquino que convierten la religión en vana rutina, en motivo de orgullo, para despreciar a sus hermanos, que se creen perfectos; porque son soberbios, que creen amar a Dios; porque odian a sus semejantes.

 

   En esta parábola puede decirse que Jesús nos muestra todo el fondo de piedad, de amor, de dulzura, de humildad, de misericordia de su Corazón sacratísimo. Ese, ese es el Corazón de nuestro divino Maestro; dentro de ese Corazón no cabe el fariseo, aunque ayunase dos veces por semana, y pagase religiosamente los diezmos, y cabe el publicano, aunque pecador; porque el fariseo era soberbio y el publicano era humilde; porque el fariseo quería ensalzarse y el publicano se humillaba.

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