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jueves, 25 de mayo de 2017

LOS SACRIFICIOS DEL CORAZÓN – Por Augusto Saudreau (canónigo honorario de Angers)



   Es también voluntad de Dios que nuestro corazón sea muy suyo, y para que ame perfectamente a Dios se le exigen sacrificios que purifiquen y sobrenaturalicen mucho las afecciones más legítimas. Es tan dulce el amar; es la gran necesidad de toda naturaleza inteligente, porque Dios que es amor: Deus charitas est, formó a su semejanza las más nobles de sus criaturas. Amar será la gran felicidad del cielo; es también la verdadera dicha en la tierra: amar a un padre, a su madre, a los hermanos, a  las hermanas, amar aquellos a los cuales hemos hecho algún bien o que nos lo han hecho, amar a su patria, ¿hay cosa mejor, y quien no es feliz y se enorgullece sintiendo en su corazón estas dulces afecciones? Sólo los corazones depravados por el egoísmo o corrompidos por el vicio quieren deshacerse de esos afectos y siempre consiguen disminuirlos. Pero tales sentimientos no deben menoscabar el amor divino. “El que ama a su padre, a su madre, a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí”, dice el Salvador (Mat. X, 37).

   El amor es el principio de todas nuestras acciones; obramos o por amor de Dios o por amor de uno mismo o por amor del prójimo; si pues queremos que nuestra vida sea en todo de Dios es necesario que ordenemos por entero nuestro amor, que esté dominado e inspirado por el amor divino. Debemos amar a Dios con todo nuestro corazón; para cumplir perfectamente este mandamiento, no será necesario que lo que existe de más íntimo, de más ardiente, de más delicado en los sentimientos del corazón humano pertenezca a Dios, lo dirijamos a Dios. ¿No es menester que la gracia insinuándose en el fondo de esta facultad del alma que es la potencia amativa se apodere de ella, la transforme, la sobrenaturalice enteramente? Pero esto no será posible sino después de purificar el corazón, o cuando lo que hay en él demasiado natural sea destruido. Una afección muy viva por legítima que sea produce fácilmente actos que no son irreprochables, como procurar con ahínco satisfacciones personales que desagradan al Dios de la santidad, y dificultan la operación de la gracia. Se quiere gozar con exceso de la afección (apego) de un ser querido, nos complacemos sin medida en las diversiones con perjuicio del deber; y así con estos sentimientos legítimos de un afecto querido por Dios, nacen y se confunden y barajan juntamente otros muy humanos, los cuales arraigan, y no se pueden desarraigar sino como despedazando al alma que ama. Toda persona ferviente pues debe imponer a su corazón generosos sacrificios, pero Dios que la ama y quiere su santificación no se contentará con eso: será preciso que las penas del corazón ocasionadas por las separaciones, los duelos, las desgracias de los que amamos, o también por sus resistencias a los buenos consejos, por sus flaquezas y caídas, destruyan lo demasiado humano que hay en el afecto que entrañan, y que en lugar de sentimientos imperfectos reine un amor más puro y muy sobrenatural.

   Despojándose por estos sacrificios y privado con estas pruebas de los goces humanos de la afección, el alma fiel se despega de ellos; ya no ama para gozar, no quiere ya amar sino según Dios y para Dios; su amor desinteresado, es por eso mismo más fuerte. Abrahán no amó menos a Isaac después de consentir en sacrificarlo, su amor fué un amor más santo, más puro y más fuerte que hasta entonces.



“EL IDEAL DEL ALMA FERVIENTE”

miércoles, 26 de abril de 2017

EL AMOR DE LOS SANTOS A NUESTRO SEÑOR Y A SU SANTÍSIMA MADRE



   Los bienaventurados ven sin celajes (con claridad) las tres Personas divinas, ven también en Dios la unión personal del Verbo y de la Humanidad de Jesús, la plenitud de gracia, de gloria, de caridad de su santa Alma, los tesoros de su Corazón, el valor infinito de sus actos humano-divinos (teándricos), de sus méritos pasados, el valor de su Pasión, de la mínima gota de su Sangre, el valor desmedido de cada Misa, el fruto de las absoluciones; ven también la gloria que irradia del Alma del Salvador sobre su Cuerpo después de la Resurrección, y cómo después de su Ascensión al Cielo está El en la cúspide de toda la creación material y espiritual.

   Los elegidos ven también, en el Verbo, a María corredentora, la eminente dignidad de su Maternidad divina, la cual, por su fin, pertenece al orden hipostático, superior a los órdenes de la naturaleza y de la gracia: contemplan la grandeza de su amor al pie de la Cruz; su elevación sobre las jerarquías angélicas, la irradiación de su mediación universal.

   Esta visión, in Verbo, de Jesús y de María, se une a la bienaventuranza esencial, como el objeto secundario más elevado se une, en la visión beatífica, al objeto principal (Al contrario, la visión extra Verbum y, con mayor motivo, la visión sensible de Cristo y del cuerpo glorioso de María, pertenecen a la felicidad accidental. Hay una gran diferencia entre estos dos conocimientos: el más elevado es llamado por San Agustín la visión de la mañana, el otro, la visión de la tarde, porque ésta descubre las criaturas, no en la luz divina, sino en la luz creada, que es como la del crepúsculo. Se identifica mejor esta diferencia si se consideran los dos conocimientos que se pueden tener de las almas sobre la Tierra: se pueden considerar a sí mismas, por lo que dicen o escriben, como haría un psicólogo; y se pueden considerar en Dios, como hacía, por ejemplo, el Santo Cura de Ars, cuando oía en confesión a los que se dirigían a él; fué el genio sobrenatural del confesonario, porque escuchaba a las almas en Dios, permaneciendo en oración; y por eso, bajo la inspiración divina, les daba una respuesta sobrenatural, no solo verdadera, sino inmediatamente aplicable; y la gente iba a él porque tenía el alma rebosante de Dios.)

miércoles, 30 de noviembre de 2016

LAS DOS TENDENCIAS CONTRARIAS DE NUESTRA VOLUNTAD




En el cielo seremos semejantes a Dios, dice el Evangelista San Juan: Símiles ei erimus (I, Juan, III, 2). Y añade, todo el que tiene esta esperanza debe procurar santificarse como Dios es santo. “Sed santos porque yo, vuestro Dios, soy santo” (Lev. XIX, 2,11, 44), dice el Señor varias veces a su pueblo. Asi la semejanza con Dios que será nuestra gloria y la suprema felicidad eternamente debe ser ante todo una semejanza de santidad; la cual se consigue primeramente por la fusión de nuestra voluntad en la divina, anonadando todos los deseos humanos que no son santos, y por la aceptación amorosa de todas las voluntades divinas que son esencialmente santas. Cuando lleguemos a querer todo lo que Dios quiere y sólo lo que Dios quiere, El mismo perfeccionará esta semejanza que quiso establecer entre Él y nosotros; en esta vida nos colmará de gracias, pero aún mejor en el cielo nos dará una abundante participación de su infinita belleza, nos comunicará con ancha medida su infinita felicidad.

   Desterrar de la voluntad todo querer que no sea santo, tal debe ser el objeto de nuestros constantes esfuerzos; debemos despojarnos, como predica San Pablo, del hombre viejo, viciado por las codicias falaces, y revestirnos del hombre nuevo, el cual es totalmente justo y divino, renunciar a Adán, a sus deseos, a sus inclinaciones desordenadas para cubrirnos con las virtudes de Jesús (Eph., IV, 22-24; Col., III, 2-10; Rom., XIII, 14).

   Impresionaba vivamente al gran apóstol esta oposición de tendencias en nuestra alma, las cuales, hacen que en cada uno existan como dos adversarios encarnizados, dos combatientes perpetuamente en guerra; el hombre viejo que es la reproducción de Adán pecador, y el hombre nuevo, el hombre divino, que es la reproducción de Jesús. Después del pecado original, los malos instintos, de los cuales hasta entonces la bondad divina había preservado a la humanidad, aparecieron muy vivos, y en el hombre hizo presa el egoísmo, la sensualidad, el orgullo, la avaricia; pero Jesús vino a devolvernos la gracia que perdió Adán, a hacernos posible la práctica de las virtudes; siendo El mismo el gran modelo y ejemplar de ellas. Adán, por desgracia, vive siempre en nosotros, pero también Jesús vive en las almas. Luchar contra Adán, hacer morir todo lo que queda en el hombre de sus tendencias pecaminosas, de sus defectos, de sus pasiones, y aumentar más y más las perfecciones cuyo germen depositó Jesús en nosotros y que son sus propias perfecciones, ved ahí nuestra empresa.

   Es manifiesto que todos los deseos o gustos originados de la naturaleza viciada, y contrarios a los divinos, deben ser desechados, anulados; pero hay otros procedentes de la naturaleza, y en sí mismos legítimos; y también éstos deben ser absorbidos en la voluntad divina; y cuando no sean conformes con ella los debemos desaprobar y rechazar. “Padre, decía Jesús, muy cerca de su Pasión, líbrame de esta hora de crueles dolores: Pater, salvífica me ex hac hora. No, Padre, no me libréis, pues que he venido al mundo para padecer y morir. Padre, glorifica tu nombre” (Juan, XII, 27-28). Y horas después, en Getsemaní, aun oraba Jesús; “Padre mío, si es posible aparta de mí este cáliz. Pero no, Padre mío, hágase tu voluntad y no la mía”.

   No había lucha en el alma del Salvador; si sentía este horror al sufrimiento que el alma humana siente es porque lo quería de veras, pues la parte inferior estaba en Él admirablemente sometida a la parte superior. Aun cuando sintiese acerbamente pena por ello, Jesús quería el dolor; tenía dos voluntades, pero la voluntad santa dominaba enteramente su voluntad natural. En nosotros al contrario, existe la lucha, las voluntades inferiores no se someten así a la voluntad superior que es la de la gracia; deben ser rigurosamente vigiladas y las más veces con denuedo combatidas para practicar la perfecta sumisión al divino beneplácito.

   La voluntad natural del hombre es la de su comodidad, gozar, ser estimado, alabado, honrado, querido, libre de toda privación, sufrimiento, humillación, disfrutar las alegrías del espíritu, del corazón, seguir sus inclinaciones, obrar a su talante, que prevalezcan sus ideas; la voluntad divina que puesta en nuestras almas por la gracia se llama en nosotros voluntad sobrenatural, es que amemos a Dios, que procuremos su gloria por todos los medios, aún por los sacrificios y los sufrimientos que son los recursos más eficaces. ¡Cuán ardiente es en sus deseos nuestra voluntad natural, cuán tenaz, y en línea recta para conseguir su fin! “No podéis imaginaros, decía Taulero, la habilidad, las perfidias secretas de nuestra naturaleza para buscar en todas partes sus comodidades. Muchas veces encuentra su placer y su deleite cuando creíamos no darle más que lo necesario; por eso importa en gran manera que el hombre racional vigile atentamente y mantenga en su deber, dirija y gobierne con perseverancia la bestia que existe en nosotros” (Ed. Noel, t. V, p. 889, sermón primero de la dedic.)  No basta que nos esforcemos en dirigir siempre bien nuestras intenciones; la naturaleza es tan codiciosa, tan rebelde y testaruda, que una simple orden no bastará jamás para dirigirla con tino, y así añade Taulero: “Para llegar a la perfecta unión con Dios, no hay camino más breve como la perfecta mortificación” (T. II, p. 275, Sermón primero de Pascua).

   Las voluntades o gustos naturales y las sobrenaturales se encuentran en nuestra alma como en un jardín las buenas y malas hierbas; si el jardinero deja crecer las malas, éstas impiden el incremento de la hierba buena, y acaban por matarla. Así, si dejamos correr libremente a las primeras van siempre creciendo y terminan por ahogar a las segundas; pero si las resistimos, si las domamos, si las aniquilamos, éstas se hacen fuertes e irresistibles. San Francisco de Sales estaba tan convencido de esta verdad que era su deseo que todos se persuadieran de ella; su expresión favorita, dicen sus biógrafos, la que no se hartaba de repetir, era ésta: “El que más mortifica sus inclinaciones naturales, se atrae también más las inspiraciones sobrenaturales” (Espíritu, p. 10. S. 1).

   Y las hemos de combatir todas: es necesario refrenar la inteligencia con el recogimiento, anonadar el amor propio con la humildad, domar y sujetar con mortificación generosa su cuerpo, su corazón, su juicio, sus gustos, sus deseos, su voluntad.


“EL IDEAL DEL ALMA FERVIENTE”


Augusto Saudreau.

Canónigo Honorario de Angers.