Dos
hombres, dijo Jesús a sus discípulos, subieron al templo a orar. Uno de ellos
era fariseo, esto es, de aquella secta que hacia profesión de observar más fiel
y escrupulosamente que todos los demás hebreos la Ley mosaica; secta que se
creía la depositarla de las tradiciones de Israel y cumplidora exacta de los
divinos mandamientos. Los fariseos eran muy populares en Judea y Galilea; la
muchedumbre los tenía por santos. No todos ellos eran hombres moralmente malos;
los había de bonísima fe que creían servir a Dios rectamente, cumpliendo con
exactitud nimia las prácticas y costumbres farisaicas; otros, muchos de ellos,
eran unos bribones de marca mayor que, se arrimaban al fariseísmo
hipócritamente, para deslumbrar sencillas con el aparato externo y vano de una
santidad o perfección aparentes. Pero como sectarios, todos eran detestables;
para ellos el amor a la religión no se fundaba en amar a Dios sobre todas las
cosas y al prójimo como a ellos mismos; su afectada piedad era orgullo; su celo
por la Ley era un espíritu de intolerancia, de ridícula intransigencia, de odio
feroz a todo lo que no sea israelita, a todo lo que no sea farisaico. Porque ellos
se figuraban neciamente que eran los únicos buenos, los únicos a quienes Dios miraba
con cariño y complacencia, los únicos que Abraham reconocía como suyos, pues fuera
de su gremio no había, según los fariseos, salvación para los individuos, ni
para las sociedades.
El otro hombre que subió al templo a orar era
un publicano, o sea uno de los recaudadores de contribuciones que había en
Judea. Los israelitas pagaban con gusto la contribución que, según su Ley,
debían al templo para el sostenimiento del culto y del orden sacerdotal; pero
los tributos al César, o sea al poder temporal, considerábanlos como un odioso
impuesto, como un signo de servidumbre que sólo satisfacían por la fuerza. De
aquí que odiasen y despreciasen, hasta el extremo de no querer alternar con
ellos, a los que se prestaban a servir el oficio de recaudador de
contribuciones. Y consecuencia de este desprecio era que ninguna persona regular,
de las que en algo se estiman, tomase aquel oficio. Los publícanos se reclutaban
en la hez de la población. No había crimen, ni bajeza de que no se reputase capaces
a tales desgraciados que por un pedazo de pan arrostraban el encono
despreciativo de todo un pueblo.
El fariseo y el publicano subieron al
templo, y oraron. El fariseo, puesto en pie, oraba en su interior, diciendo: «Gracias te doy, Dios mío, porque yo no soy
como los otros hombres, que son injustos, ladrones, adúlteros, asi como es este
publicano, sino que, por el contrario, ayuno dos veces por semana, y de todo lo
que poseo, pago mis diezmos al templo.»
Pero el publicano oraba, sin fijarse para nada
en aquel fariseo que tenía delante. Habla buscado para prosternarse el lugar
más escondido del templo; no se atrevía ni aun a levantar los ojos, se golpeaba
humildemente el pecho, y sólo decía: «Dios,
muéstrate propicio a mi pecado.»
Jesús, después de pintarnos con su divina palabra
este contraste, pronunció la sentencia siguiente: «Os digo que el publicano, y no el fariseo, descendió justificado a su
casa; porque todo hombre que se ensalza será humillado, y el que se humilla
será ensalzado.»
¡Qué sublime lección! |Qué divina enseñanza!
Aquí puede decirse que por un acto de su infinita misericordia, Jesús nos
muestra con deslumbradora claridad el hondo misterio de la esencia de la
religión, el espíritu de todos los preceptos religiosos. En el pozo de la Samaritana
nos enseñó que al Padre hay que adorarle en espíritu y en verdad; en el atrio
del templo arroja s latigazos a los que comercian con las cosas santas; en la parábola
del fariseo y del publicano arroja para siempre de su casa a los soberbios, a los
hombres de espíritu mezquino que convierten la religión en vana rutina, en
motivo de orgullo, para despreciar a sus hermanos, que se creen perfectos;
porque son soberbios, que creen amar a Dios; porque odian a sus semejantes.
En esta parábola puede decirse que Jesús nos
muestra todo el fondo de piedad, de amor, de dulzura, de humildad, de
misericordia de su Corazón sacratísimo. Ese, ese es el Corazón de nuestro
divino Maestro; dentro de ese Corazón no cabe el fariseo, aunque ayunase dos
veces por semana, y pagase religiosamente los diezmos, y cabe el publicano, aunque
pecador; porque el fariseo era soberbio y el publicano era humilde; porque el
fariseo quería ensalzarse y el publicano se humillaba.