Mi
padre era hombre cabal, honrado, y cristiano viejo a pedir de boca; pero poco
versado en disciplinas literarias.
Esta
circunstancia no le perjudicó; porque poseía tan buen sentido y obraba con
tanta prudencia y rectitud, que parecía saberse de memoria los más famosos
tratadistas de moral y conocer los secretos y profundidades de esa ciencia,
pomposamente titulada la sociología.
¿Que dónde aprendió todo esto?
Indudablemente en los ejemplos de mis abuelos
primero, y después a los pies de Jesucristo.
Pero no vayan a creer que mi padre se pasaba
el día en el templo: en honor de la verdad debo declarar que toda su piedad
ostensible consistía en oír Misa todos los días muy temprano y rezar una parte
del Rosario en familia.
Un día, de triste recuerdo para mí, consentí
en acompañar a unos amiguitos y condiscípulos a cierta casa de campo cercana a
la población. Éramos todos tan jovencitos, que el mayor tenía once años, y
entre otras cosas que aprendí aquella tarde, aprendí a fumar. El primer cigarro
me causó tales ansias y angustias, que no son para recordarlas; creí morir y
formé propósito serio de no repetir la gracia. Pero el ejemplo que un día y
otro me dieron mis condiscípulos, venció mis repugnancias, y algunas semanas
después fumaba como un carretero.
No tardó mi madre en enterarse de la novedad
que me valió un sermón de primera, acompañado de ciertas caricias inolvidables.
Mi padre tardó en saberla poquísimo tiempo,
y me temía una segunda zurra corregida y aumentada, cuando, con gran asombro
mío, supe por mi hermana mayor que nuestro padre no dio importancia a la cosa.
Con lo cual excuso decir que mis bríos crecieron hasta un extremo que Dios me
lo perdone; pero fué la única vez que miré a mi madre por encima del hombro.
Algunos años después abandoné a mis padres. Dios
sabe hasta cuándo. Momentos antes de salir de aquella casita blanca que llevo enclavada
en el alma, me llamó aparte mi padre. Entre otras advertencias que me hizo,
esta última fué la que, por su novedad, quedó más grabada en mi alma:
—Hijo mío —me dijo, enjugando las lágrimas que cubrían sus ojos—quiero que me prometas una cosa antes de separarnos.
—Se la prometo; por costosa que me sea.
—No es sino muy fácil y hacedera.
—Pues mucho mejor, padre mío.
—Que el último cigarro del día lo dediques examinar
tu conciencia.
—No entiendo...
—Me explicaré más; he observado que antes de
acostarte y después de rezar tus oraciones fumas tu último cigarro. Supongo que
en esas oraciones de la noche recuerdas al por mayor las obras del día; pero
quiero más de ti: quiero que te tomes algún tiempo para pensar detenidamente en
el mal que has hecho y en el bien que hubieras podido hacer y que dejaste por desidia y
distracción. No es mucho exigir si te pido que ese tiempo sea el del último
cigarro. Viendo disiparse las nubecillas de humo, se aclararán más de una vez
las nubes que levantan en tu alma las tempestades de las pasiones.
No es esta ocasión de decir si cumplí o no el
encargo de mi padre; pero sí que he de añadir que el último cigarro ha sido
varias veces para mi destello de la Providencia que avivó el remordimiento,
despertó el temor perdido y esclareció los pasos más difíciles de mi vida.
XAVIER.
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