lunes, 2 de octubre de 2017

CONFESIONES DIABÓLICAS – Por Monseñor Cristiani.






   Pero lo que asombra, lo que hasta entonces no se había visto sino muy raramente, son los testimonios del mismo demonio sobre la misión que ha recibido y la cual tiene que cumplir de buena o mala gana.

   No es una vez al pasar, sino diez veces por día que vuelve sobre el tema y que lo proclama: “¡Me veo forzado a alabarte, oh, Maestro Soberano!” exclama—. ¡Las criaturas están obligadas a reconocerte y reconocer tu poder, tu bondad y también tu justicia terrible! “Soy yo, Isacaron, príncipe de los demonios impuros, que está obligado por orden de Aquel que es todo, a hacer escribir cantidad de cosas.”

   “Estoy obligado a decir cosas que parecen asombrar a los hombres más sabios: las digo para gloria del Todopoderoso, para vergüenza y confusión del Infierno.”

   “La voluntad de Aquel delante del cual todo se doblega en el Cielo es que yo, el diablo Isacaron que poseo el cuerpo de Antoine Gay, hable por su boca, actúe por sus miembros y haga muecas horribles, lance gritos espantosos, yo, que me veo forzado por Dios a dar todos los días pruebas de la posesión de este hombre.”

“¡Oh, sublime Maestro! ¡Cuánto me haces sufrir! ¡Me obligas a demoler mis fuertes, mis bastiones! Que sea maldito el momento en que yo entré en este cuerpo. Nunca hubiese creído verme forzado a trabajar para gloria del Altísimo y trabajar en la conversión de las almas."
   Existen muchas pruebas de que Isacaron deseaba que lo relevaran de su tarea, que hubiera querido el exorcismo para poder partir ¡que sentía que no lo hicieran! (…)

   (…) Pero, cuando se esperan escenas de ira, he ahí que se produce un nuevo cambio. Los ojos se llenan de lágrimas. La voz del demonio se suaviza. La misma boca que profería injurias comienza una predicación y se le oyen decir propósitos como los siguientes:

   “El malo no es feliz. Si se está lleno de sí mismo, se está lleno del espíritu del demonio. ¡Es por lo sentidos que perdemos al hombre!”

   “Dios se sirve de los hombres para probarlos. Si están afligidos reciban esto como una gracia. ¡La cruz es preferible a todo! ¡Dios la ha llevado para la salvación de los hombres y la hace llevar a los que ama!”

   “El mundo cree que la humildad es debilidad e incapacidad; ¡y yo les digo que la humildad es poder y grandeza!”

   “Si ustedes conocieran la desgracia de los reprobados serían todos santos. No hay idioma para expresar los tormentos de los condenados; no hay espíritu humano capaz de comprenderlos.”

   “¡El que ama a los hombres más que a Dios no será de ningún modo amado de Dios!”

   “Dios permite los reveses por el bien espiritual de los hombres, a fin de hacerlos entrar en sí mismos y que vuelvan a Él.”

   “¡No olviden jamás que las cruces son preferibles a los honores!”

   “Es preciso comprender que la vida es corta y que se deben soportar las penas con espíritu de penitencia como provenientes de Dios.”

   “No se puede amar a Dios sin amar a su prójimo. ¡Felices los que saben abandonar todo por Dios!”

   “¡Ah! ¡Si los hombres pudieran ver la belleza de un hombre en estado de gracia!”

   “La felicidad no está aquí abajo; ¡el que posee a Dios posee todo!”

   “El rico debe ser el ecónomo del pobre. Dios le ha puesto la riqueza en la mano para ayudar a sus semejantes: ¡es el hombre de negocios de Dios!”

   “El rico debe despreciarse a sí mismo y seguir las lecciones del Salvador cuando dice: <<Es más difícil para un rico salvarse que para un camello pasar por el ojo de una aguja>>”

   Pero lo más extraño era que Isacaron no había terminado de pronunciar todas estas sentencias edificantes, cuando se enfurecía y empezaba a blasfemar contra Dios, a injuriar a las criaturas, ¡a injuriarse a sí mismo!

   “¡Desdichados los orgullosos! —exclamaba—. ¡Desdichado yo, Isacaron! ¡Es el orgullo, la ingratitud y la desobediencia lo que han hecho de mí un ángel rebelde y reprobado!”


“PRESENCIA DE SATÁN EN EL MUNDO MODERNO”




CONFORMIDAD CON LA VOLUNTAD DE DIOS (3° parte final) –– Por San Alfonso María de Ligorio.





Del gran provecho que se saca de conformar nuestra voluntad con la de Dios.

   El que se ejercita en la práctica de esta virtud, no sólo se santifica, sino que también goza en la tierra de paz inalterable. Preguntaron cierto día a Alfonso el Grande, rey de Aragón y príncipe sapientísimo, quien, en su concepto, era el hombre más feliz del mundo. “El que se abandona, contestó, a las disposiciones de Dios y de igual manera recibe de su mano las cosas prósperas y adversas.”

   Para los que aman a Dios, dice San Pablo, todas las cosas se tornan en bien (Rom., VIII, 28). Los que aman a Dios viven siempre contentos, porque ponen todo su gozo en cumplir su voluntad divina, aun en las cosas que contrarían la suya; y de esta suerte hasta los mismos trabajos se convierten para ellos en puras alegrías, porque no ignoran que, aceptándolos rendidos, dan gusto a su amado Señor. Ningún acontecimiento, dice el Espíritu Santo, podrá contristar al justo (Prov., XII, 21). En efecto: ¿qué mayor contento puede experimentar un alma, que ver que le sale todo a la medida de su deseo? Pues bien, cuando uno no quiere más que lo que Dios quiere, llega a conseguir cuanto desea, pues que, a excepción del pecado, nada sucede en el mundo contrario a la voluntad de Dios.

   Se lee a este propósito en las vidas de los Padres del desierto que las tierras de cierto labrador producían más sazonados frutos que las tierras de sus vecinos; y como le preguntaran la causa: “No os maravilléis de esto, respondió, porque yo tengo siempre el tiempo que quiero. — ¿Cómo es así? le dijeron. —Pues muy sencillo, contestó; porque yo no quiero otro tiempo distinto del que Dios me manda; y como yo deseo lo que Dios quiere, me da siempre los frutos como yo los quiero.”

   “Las personas resignadas al querer y voluntad de Dios, dice Salviano, son humilladas, es verdad, pero aman las humillaciones; padecen pobreza, pero se complacen en ser pobres; en suma, aceptan gustosas todo lo que les acaece, y así llevan vida feliz y dichosa.” Viene el frío, la lluvia, el calor, el viento; pero el alma que está unida con la voluntad de Dios dice: “Quiero este frío, acepto este calor, acepto si hay viento y que llueva, puesto que Dios así lo quiere. Le viene un revés de fortuna, la persigue, cae enferma, le acosa la muerte, y dice: Quiero ser pobre, y perseguida y estar enferma, quiero hasta morir, porque Dios así lo quiere”. Esta es aquella libertad tan admirable que gozan los hijos de Dios y que vale más que todos los reinos y señoríos del mundo.

   Esta es aquella paz que experimentan los santos, y que, según San Pablo, sobrepuja a todo encarecimiento (Phil IV, 7); paz que vence a todos los placeres de los sentidos, a todos los festines y banquetes, a todos los honores y satisfacciones que puede proporcionar el mundo, los cuales, si bien halagan nuestro cuerpo, en el momento de disfrutarlos, pero siendo como son vanos y perecederos, lejos de apagar nuestras ansias de gozar, afligen el espíritu, asiento del verdadero placer. Por esto Salomón, después de haber gustado la copa de toda suerte de placeres, exclamaba angustiado: Todo esto es vanidad y aflicción de espíritu (Eccl., IV. 6). El hombre santo, dice el Eclesiástico, permanece en la sabiduría como el sol, pero el necio cambia como la luna (Eccli., XXVII, 12). El necio, es decir, el pecador, muda como la luna, que hoy crece y mañana mengua; hoy lo veréis reír, mañana llorar; hoy está manso y tranquilo, mañana furioso como un tigre. Y ¿por qué? Porque su contento depende de las cosas prósperas o adversas que le acaecen, y por eso cambia según soplan vientos prósperos o adversos. Mas el justo es bien así como el sol, siempre igual, siempre sereno y tranquilo, porque su contento está fundado en la conformidad de su voluntad con la de Dios, y por eso goza de una paz imperturbable. Y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad, cantaban los ángeles en el nacimiento del Señor, cuando se aparecieron a los pastores. Y ¿quiénes son estos hombres de buena voluntad, sino los que viven siempre unidos a la ley de Dios, que es sumamente buena, agradable, perfecta, como dice San Pablo? (Rom., XII, 2). En efecto, Dios no quiere sino lo mejor y más perfecto.

CONFORMIDAD CON LA VOLUNTAD DE DIOS (2° parte) –– Por San Alfonso María de Ligorio






Debemos conformamos con la voluntad de Dios en la adversidad 
como en la prosperidad.


   La perfección de esta virtud exige que nuestra voluntad esté unida a la de Dios en todos los sucesos de nuestra vida, ya sean prósperos, ya adversos. Cuando se trata de sucesos prósperos, hasta los pecadores saben aceptar gustosos las disposiciones de Dios; pero los Santos saben identificarse con su voluntad santísima aun en las cosas adversas y contrarias a su amor propio; en éstas es donde se aquilata nuestra virtud y se aprecia el valor de nuestra perfección. Decía el B Padre Juan de Ávila “que vale más en la adversidad un gracias a Dios, un bendito sea Dios, que seis mil gracias de bendiciones en la prosperidad”.

   Además, no sólo debemos recibir con resignación los trabajos que directamente nos vienen de la mano de Dios, como las enfermedades, las desolaciones de espíritu, la pobreza, la muerte de los parientes, sino también las que nos vienen por medio de los hombres, como son los desprecios, las calumnias, las injusticias, los hurtos y toda suerte de persecuciones. No debemos perder de vista que cuando alguno nos ofende en la fama, en la honra o en la hacienda, si bien Dios no aprueba el pecado del ofensor, quiere, esto no obstante, nuestra humillación, nuestra mortificación y pobreza. Es cierto, y de fe, que nada sucede en el mundo sino por voluntad y permisión de Dios. Yo soy el Señor, dice por Isaías, que formó la luz y creó las tinieblas; yo soy el que hago la paz y envío los castigos (Is., XLV, 6). De la mano de Dios nos vienen todos los bienes y todos los males, es decir, las cosas que nos molestan y que falsamente llamamos males: porque en realidad son bienes, cuando las aceptamos como venidas de parte del Señor. ¿Descargará alguna calamidad sobre la ciudad, pregunta el profeta Amós, que no sea por disposición del Señor? (III, 6). De Dios vienen los bienes y los males, había ya dicho el Sabio, la vida y la muerte, la pobreza y la riqueza (Eccli., XI, 14).

   Verdad es, como acabamos de decir, que cuando un hombre te ofende injustamente, Dios no quiere el pecado que el otro comete, ni aprueba la malicia de su voluntad, aunque el Señor presta su general concurso a la acción material del que te injuria, te roba o te hiere; por tanto, el trabajo que padeces ciertamente lo quiere Dios y por su mano te lo envía. Por eso dijo el Señor a David que Él era el autor de las injurias que debía causarle Absalón, hasta el punto de quitarles en su presencia a sus mujeres, en castigo de sus pecados. Yo, le dijo el Señor, haré salir de tu propia casa los desastres contra ti, y te quitaré tus mujeres delante de tus ojos, y dárselas a otro (II Reg., XII, 1). También predice a los hebreos que, en justo castigo de sus iniquidades, lanzará contra ellos a los asirios, para que los despojen y arruinen. ¡Ay de Asur! , dice el Señor por Isaías, vara y bastón de mi furor, enviarle he contra un pueblo fementido, y daréle mis órdenes para que se lleve sus despojos, y le entregue al saqueo y le reduzca a ser pisado como el polvo de las plazas (Is., X, 5). La impiedad de los asirios era como un hacha en manos de Dios para castigar a los israelitas. Y el mismo Jesucristo dijo a San Pedro que su Pasión y Muerte no tanto le venía de la malicia de los hombres, como de la voluntad de su Padre, El cáliz que me ha dado mi Padre, le dijo, ¿he de dejar yo de beberlo? (Jo., XVIII, 11).

   Cuando el mensajero (algunos quieren que sea un demonio) fue a anunciar al santo Job que los sabeos le habían robado toda su hacienda y que habían sido muertos todos sus hijos, ¿qué respondió? Estas muy expresivas palabras: El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó (Job., I, 21). No dijo, el Señor me ha dado los bienes y los hijos, y los sabeos me los quitaron; sino que, con mejor acuerdo, dijo: “El Señor me los dio, el Señor me los quitó”; porque sabía muy bien que la pérdida sufrida era conforme a su soberana voluntad, y por eso añadió: Se ha hecho lo que es de su agrado; bendito sea el nombre del Señor.

CONFORMIDAD CON LA VOLUNTAD DE DIOS (1° parte) –– Por San Alfonso María de Ligorio.







Excelencia de esta virtud


   Toda nuestra perfección está cifrada en amar a nuestro amabilísimo Dios, según aquello de San Pablo: Tened caridad, que es vínculo de perfección (Col., III, 14). Pero toda la perfección del amor está fundada en conformar nuestra voluntad con la voluntad de Dios; porque este es el efecto principal del Amor, dice San Dionisio Areopagita, unir la voluntad de los amantes de suerte que no tengan más que un solo querer y no querer. Por consiguiente, tanto más amará el alma a Dios cuanto más unida esté con su divina voluntad. Verdad, es que agradan al Señor las mortificaciones, las meditaciones, las comunicaciones, las obras de caridad que ejercitamos con el prójimo; pero solamente cuando están conformes con su voluntad santísima; de lo contrario, lejos de ser de su agrado, las detesta y las juzga dignas de castigo.

   Si un amo tuviera dos criados y uno de ellos trabajara sin tregua ni descanso, pero siempre a su gusto y según su capricho, y el otro, aunque se afanara menos, se esmerase en hacerlo todo conforme a la obediencia, a buen seguro que el amo tuviera en más aprecio al segundo que al primero. Si nuestras obras no están hechas según el beneplácito del Señor, ¿cómo podrán redundar en gloria suya? No quiere Dios los sacrificios, sino que se acate su santísima voluntad. ¿Por ventura el Señor, dijo Samuel a Saúl, no estima más que los holocaustos y las víctimas el que se obedezca a su voz? Es como crimen de idolatría el no querer sujetarse al Señor (1 Reg., XV, 22. (2) Hebr. X, 5).

   El hombre que quiere obrar por propio antojo, con independencia de Dios, comete una especie de idolatría, porque en este caso, en vez de adorar la voluntad de Dios, adora en cierto modo la suya.

viernes, 29 de septiembre de 2017

La fiesta de San Miguel, arcángel. — 29 de septiembre.




   Celebra hoy la santa Iglesia fiesta particular, no sólo de san Miguel que es el príncipe de toda la milicia celestial, sino también en honra de todos los santos ángeles. Estos soberanos espíritus, cuya muchedumbre excede, como dicen algunos doctores, al número de las estrellas del cielo y de las gotas del mar y de los átomos del aire, fueron criados antes que todas las criaturas o con las primeras de todas, y son incorruptibles e inmortales. Su inteligencia entiende sin discurso todas las cosas que naturalmente se pueden saber: su voluntad es tan constante que, según dice Santo Tomás, nunca se aparta de lo que una vez escogió; su memoria nunca se olvida de lo que una vez aprendió; su poder es grande sobre toda fuerza de la naturaleza corpórea, y su agilidad es tan admirable, que no hay velocidad en la tierra ni en los cuerpos celestes que con la suya pueda compararse. Enseña el doctor angélico que no hay ningún ángel que no difiera en especie de todos los demás; y con todo, están distintos en tres jerarquías, suprema, media e ínfima, y cada jerarquía dividida en tres coros, como se saca de las divinas Letras y santos doctores. En la suprema jerarquía hay tres órdenes: Serafines, Querubines y Tronos; en la segunda hay tres coros, Dominaciones, Virtudes y Potestades; en la tercera, Principados, Arcángeles y Ángeles. Llámanse todos estos soberanos espíritus con el nombre de ángeles, porque como dice san Pablo, son ministros del Señor para bien de los que han de heredar la bienaventuranza eterna. Todos ellos están vestidos de la estola de la gracia que nunca perdieron, y son la familia lucidísima de criados que sirven a Dios, y de ministros que ejecutan su voluntad soberana en la gobernación del mundo y en la particular providencia que tiene de la Iglesia, y también de cada uno de los hombres, así fieles y cristianos, como infieles y pecadores, pues todos tienen su ángel de guarda. Por estas excelencias de los santos ángeles y por los beneficios que de sus manos recibimos, los debemos honrar, y señaladamente al gloriosísimo príncipe de ellos, San Miguel, que es soberano protector de la Iglesia. Su nombre significa ¿Quién como Dios? porque cuando el príncipe de los ángeles Lucifer, envanecido con la grandeza de sus dones y gracias, se negó a adorar el misterio de la humana naturaleza tan ensalzada en la persona de Cristo, y atrajo a su rebelión a muchos ángeles, el fidelísimo san Miguel volvió por la honra de Dios, y de su Unigénito, y con gran poder arrojó de los cielos a los ángeles rebeldes. Entonces fué exaltado San Miguel al trono que perdió Lucifer, y recibió el principado de todos los ejércitos celestiales, y la representación de la divina autoridad en la tierra, y la protección de la Iglesia de Cristo a la cual defenderá de todos los poderes del mundo y del infierno, hasta el fin de los siglos.

   Reflexión: Entiendan bien todos los católicos que esa actual rebelión de los hombres que ensoberbecidos por los progresos materiales, apostatan de la fe, no es otra cosa que una imitación de la rebeldía de los ángeles malos, que inspira Lucifer a los pobres hijos de Adán, para que no logren la dicha de reinar en el cielo con los ángeles buenos, sino que se condenen y padezcan eternamente con los demonios.

   Oración: ¡San Miguel Arcángel! Defiéndenos en la batalla: sé nuestra protección contra la malicia y las asechanzas del diablo. Reprímale Dios, suplicamos humildemente: y tú, oh príncipe de la milicia celestial, arroja a los infiernos a Satanás y a los otros espíritus malignos que andan sueltos por el mundo, para causar la perdición de las almas. Amén.




Flos Sanctorvm

martes, 26 de septiembre de 2017

¿QUIÉN HA VUELTO DEL OTRO MUNDO? - CAPÍTULO VIII Y FIN DE ESTA PUBLICACIÓN - (Diálogo entre dos amigos, Francisco que si cree en el infierno y Adolfo que no)




Observa los mandamientos, confiésate bien y... creerás en el infierno.

ADOLFO: Veo Francisco, que nos vamos acercando al término de nuestro viaje, y antes de despedirnos quiero descubrirte la lucha que experimenta mi pecho. Desde el sermón de ayer noche quedó herido mi corazón con la consideración de las eternas penas, que tan vivamente nos pintó el buen predicador en la iglesia del Corazón de Jesús. De esto debieran tratar a menudo los predicadores, porque es verdad importantísima. Y ahora, con las razones y argumentos que tú me acabas de exponer sobre la misma materia, estoy que no sé lo que me pasa.

FRANCISCO: —Algo he advertido en tu semblante, imagen de tu lucha interior...
ADOLFO: —Por una parte, brotan en mi alma vivos deseos de asegurar, cueste lo que cueste, mi salvación eterna como el negocio más importante de la vida; porque me digo en mis adentros: si me salvo, he sacado la lotería, está ganado el premio gordo; si me condeno, todo está perdido y para siempre jamás. Mas por otra parte me abruman otras mil dudas que quisiera ver desvanecidas, y el terrible temor de lo que dirán mis amigos, de las dificultades que me opondrán, y de sus sarcasmos y cuchufletas; en fin, me encuentro ahogado en un mar sin fondo, perdido en un laberinto sin salida.
FRANCISCO:¿Quieres seguir mi consejo, amigo?
ADOLFO: —En esto estoy, pues vivo convencido de la gran bondad de tu corazón.
FRANCISCO: —Pues proporción tienes en Tarragona de hallar luz en tus dudas y consuelo  en tu aflicción. Vete a la catedral o a otra iglesia, confiésate, y desaparecerán todas tus vacilaciones y temores.
ADOLFO:¿Confesarme yo?
FRANCISCO: —Sí, Adolfo; confesarte. Y ya que tan poco tiempo nos resta de estar juntos, quiero que medites el hecho histórico que te voy a referir por despedida.

   A principios del protestantismo, recorría algunos lugares de Alemania inficionados por la herejía el celoso beato Pedro Fabro, compañero de San Ignacio. En uno de los pueblos de sus apostólicas excursiones visitóle un cura contagiado del virus protestante, y le encontró que estaba rezando el Oficio divino. Con Todo, interrumpiendo su rezo, preguntó al señor cura:

   ¿Qué se le ofrece a Ud., señor mío?
—Padre Fabro, —le dijo— venía a proponer a Ud. gravísimas dificultades, que me oprimen contra la religión católica y a favor de las nuevas doctrinas.
—Tenga Ud. la bondad—le contestó el Padre, —de aguardar unos momentos a que concluya mi Oficio, y luego estaré a las órdenes de Ud.




   Sentóse el sacerdote para que el Padre diera fin a su ocupación sagrada, y el Padre, tan presto como concluyó su rezo, se dirigió al señor cura y le dijo:
— Estoy a sus órdenes., señor cura; pero le confieso que me parece inspiración de Dios lo que voy a proponerle antes que entablemos discusión para disipar sus dudas.
— ¿Qué inspiración es, Padre mío?
—Que antes se confiese Ud., —le contestó el santo varón.
—Pero, hombre de Dios, —repuso el sacerdote— si no venía para ello, ni tampoco estoy preparado.
—No importa—replicó el Padre—basta la buena voluntad, y Dios suplirá lo que falte.

   Tanto hizo, tanto dijo y tanto suplicó el P. Fabro, que al fin recabó del señor cura que, arrodillado a sus pies, confesara humildemente sus culpas. Aquel apostólico y santo varón, penetrando las llagas de su penitente, consiguió con gran dulzura que le abriera toda su alma y concibiera eficaz propósito de mudar de vida. Terminóse la confesión con gran consuelo de su ministro y no poca satisfacción del penitente.

   Entonces invitó el P. Fabro al señor cura a que le propusiera todas sus dudas y dificultades, a lo cual contestó el otro:
—Padre mío, todas se me han desvanecido; gracias a Dios, veo clarísimo todo lo que antes me parecía obscuro; creo que la verdad sólo e íntegramente se encuentra en la Iglesia católica; fuera de ella no hay salvación.

ADOLFO: —Conque, Francisco, ¿quieres decirme con eso que con sólo confesarme bien también quedará ilustrado mi entendimiento para resolver las dificultades que me objeten mis compañeros?

FRANCISCO: —Tal vez sí; y en caso de que no consiguieras don tan precioso, por lo menos te hallarías mejor dispuesto para comprender la verdad; porque nada hay que obscurezca tanto el entendimiento y más lo extravíe del sendero del bien como el pecado y las pasiones.

¡Cuántos ejemplos pudiera referirte en confirmación de mi aserto!


Tomado de una publicación de “APOSTOLADO DE LA PRENSA” Año 1892.




¿QUIÉN HA VUELTO DEL OTRO MUNDO? - CAPÍTULO VII - (Diálogo entre dos amigos, Francisco que si cree en el infierno y Adolfo que no)




Pero eso es cruel… ¡Por un pecado… un infierno!

ADOLFO: Canario, que veo que en esto del infierno sabes más que el jesuita de anoche. No parece sino que has estado allí.
FRANCISCO: —Porque no quiero ir (al infierno), querido mío, por eso lo estudio. Otros, a fuerza de olvidarlo, se van a él de cabeza.
ADOLFO: — Pero otra objeción: ¿qué proporción hay entre los suplicios infernales y una cosa de tan pocos momentos cual es la culpa? ¿Dónde aparece el restablecimiento del orden trastornado por ella? Por más que profundice, no puedo alcanzar cómo se aviene la justicia de Dios con tan gran castigo. Vamos, es para volverse locos.
FRANCISCO: —He ahí otro de tus errores manifestados poco ha. ¿Dices que la culpa es cosa de poco peso? ¡Válgame San Crispín! ¡Si no hay mal en el mundo que iguale su malicia: el mayor mal de Dios y de la criatura...!
ADOLFO: —De la criatura lo comprendo, si es verdad que le acarrea penas insufribles, como tú dices; pero a Dios, ¿qué daño le puede causar la culpa, por grave que sea? Dios es inmortal é impasible. ¿Qué mal le hago yo a Dios con un mal pensamiento, o porque no me dé la gana de ir a misa un día de fiesta?
FRANCISCO: —Claro que, con que Tú no vayas a misa, Dios no deja de ser Dios; ni le quitas, ni le pones. Dios es invulnerable, no hay duda, y por esta parte no puede recibir herida ni daño interior; mas hay otro mal, que se llama insulto, ignominia, menosprecio, que un varón honrado siente más que la muerte, y este mal es el que irroga la criatura al Criador por el pecado, y por ello, en cuanto está de su parte, es el pecador deicida y reo de lesa divina Majestad. Lo entenderás por una comparación.

   Preséntase en público un poderoso monarca, blindado con vestido metálico, impenetrable a las balas; le sale al encuentro un asesino, y le dispara un tiro con ánimo de quitarle la vida. ¿No sería éste reo de regicidio y sentenciado como tal, por más que el soberano no hubiese recibido daño ninguno? Pues ahora aplica tú la semejanza. El pecador no mata a Dios, porque Dios es inmortal; pero, por lo que al pecador toca, menosprecia a Dios, digno de toda alabanza, se burla de su majestad y dice, siendo un gusano, a la majestad divina: “No quiero, no me da la gana de observar tu ley”. Quédate con tu cielo, que yo prefiero hacer mi gusto y dar oído a mis pasiones.”

ADOLFO: —Muy exagerado me parece todo eso; yo no veo cómo una sola culpa pueda encerrar tanta maldad.
FRANCISCO: —Escucha. ¿No es menosprecia del monarca pisotear en su presencia las disposiciones en que cifra el logro de sus planes, llenos de sabiduría y de bondad, y pisotearlas a pesar de las terribles amenazas con que conmina a los infractores?
ADOLFO: —No cabe duda.
FRANCISCO: —Pues eso hace el pecador en presencia o en la cara misma del Altísimo. Dice su divina ley: no jurarás el nombre de Dios en vano; y se levanta el blasfemo, y se encara con el supremo Legislador, y le escupe en el rostro, profiriendo esas blasfemias, que parecen inventadas en lo más profundo del infierno. Dice la divina ley: santificarás las fiestas; y se presenta el impío, y, burlándose de Dios, exclama con las obras: pues a mí no me da la gana; y en vez de descansar, como Dios manda para bien del obrero, se entrega a la labor con toda osadía. Dice la divina ley: no tomarás venganza, no fornicarás; y vienen el asesino, el duelista, el lascivo, y en presencia del mismo Dios, que penetra lo más secreto de los corazones y los amenaza con suplicios eternos, exclaman con sus hechos: no me amedrentan esos espantajos; quiero ser libre para hacer de mi capa un sayo.
ADOLFO: —Me voy convenciendo de que hasta ahora había caminado sin tiento al borde de un espantoso precipicio, poniendo en duda un dogma de tanta transcendencia. ¿No es preferible padecer todos los tormentos de la vida antes que ponernos a riesgo de condenarnos eternamente?

FRANCISCO: —Eso hicieron, Adolfo, todos los mártires, confirmando con su sangre la verdad de que no hay mal tan digno de ser aborrecido y llorado como el pecado, que tanta desgracia causa al infeliz que se endurece en él. Para que acabes de resolverte a romper las cadenas de tus errores y peligrosas amistades, admira la heroicidad y respuestas de dos piadosas mujeres.

   Corría el año 285 de la era cristiana, cuando Domnina y Teonila fueron prendidas como católicas y metidas en la cárcel, donde aguardaron la llegada del procónsul de Cilicia, llamado Lisias. Llegado allí, mandó que le presentaran a Domnina. Al momento compareció la santa llena de gozo, con la esperanza de padecer por Jesucristo. Con el fin de acobardarla e infundirle terror, habían hacinado allí muchos instrumentos de suplicio.


   — ¿Ves, — díjole el juez, — ese fuego abrasador y esos instrumentos de muerte? Para ti están preparados si rehúsas ofrecer sacrificio a los dioses.

lunes, 25 de septiembre de 2017

DEMONIOS – Por Cornelio Á Lápide. (Parte V)




El demonio está en todas partes; vigila sin cesar para perdernos.


   El demonio está en el aire, en las aguas, en la tierra, en el infierno...

   Nuestros perseguidores, dice Jeremías, han sido más rápidos que las águilas: nos han perseguido en las montañas; nos han tendido lazos en el desierto (Lamentaciones. IV, 19) En un abrir y cerrar de ojos están en donde quieren; andan más veloces que el pensamiento; todo lo ven sin ser vistos; todo lo oyen sin ser oídos ni apercibidos. El demonio está siempre en acecho, y da vueltas sin cesar al rededor nuestro, buscando víctimas: (I. Petr. V. 9).

   Estas idas y venidas, este círculo que forma al rededor nuestro, indican: que el demonio es un vagabundo entregado a la instabilidad, porque, al abandonar a Dios con el pecado, ha perdido la estabilidad de espíritu. El, que quería sentarse en el trono del Omnipotente, ha sido condenado a andar siempre errante, a no sentarse nunca, ni siquiera en el infierno. Jamás tendrá descanso ni sueño. Estas expresiones indican también la ira y el deseo insaciable de dañar que le animan. Pintan sus astucias, sus engaños y sus rodeos. Príncipe del mundo, recorre sin cesar su imperio. Ojea como un cazador. Las vueltas que da, son el emblema de su sagacidad y de sus exploraciones. Obliga a los hombres culpables a acabar de recorrer el círculo de sus iniquidades, a fin de caer entonces en el círculo de la desdicha eternidad...

Ciencia del demonio.


   Satanás, antes de atacar, examina el vicio, la inclinación, la parte débil de cada uno.

   Oíd a San León: Satanás, dice, conoce a quien ha de abrasar con el fuego de la codicia, a quien ha de coger por la gula, a quien ha de poseer por la lujuria, a quien ha de inocular el veneno de la envidia; conoce al que ha de turbarse por los pesares, excederse por la alegría, agobiarse por el temor, y dejarse seducir por la admiración.

   Tantea las inclinaciones de cada uno; descubre sus cuidados, escudriña sus afectos, busca los medios de dañar, explotando sobre todo las inclinaciones del hombre.

   Conoce todo lo que pasa en la tierra. Ve los pensamientos, los deseos, las palabras, los pasos, las acciones y las omisiones de todos los hombres Sabe y conoce todo lo qne ha sucedido desde el principio del mundo Sondea las entrañas y los corazones. Sabe todos los giros y rodeos, los pliegues y dobleces que tiene que seguir para insinuarse, seducir, vencer, derribar, asesinar y llevar al infierno...

   Todo en él se convierte en ojos, en oídos, en lengua, en espíritu, en inteligencia, en astucia, en ciencia. Aunque sumergido en las más profundas tinieblas, todo lo ve, todo lo comprende, todo lo nota, todo lo aprecia...


“Tesoros de Cornelio Á Lápide”








DIOS ENVÍA LOS CASTIGOS EN ESTA VIDA, NO PARA NUESTRA RUINA, SINO PARA NUESTRO BIEN – Por San Alfonso María de Ligorio.




“No os alegráis (Dios) de las desgracias con que nos agobiáis…” (Тоbías; III, 22.)

   Señor, decía Tobías (Tob., III, 21), el que os sirve tiene la certeza de que después de la prueba alcanzará la corona, y que después de la tribulación de esta vida quedará libre de la pena que había merecido. (Tob; III, 21-22.)

   Después de las tempestades y de los infortunios nos concedéis la calma, y después de los llantos nos enviáis la paz y la alegría. Digámosle, pues, y no cesemos de repetir: No nos envía Dios las desdichas de esta vida para nuestra ruina, sino para nuestro bien; es decir, a fin de que dejemos el pecado, y que, recobrando la gracia, podamos escapar de los castigos eternos.

   Dice el Señor que derrama el temor en nuestros corazones para que no nos hagamos esclavos de las delicias de la Tierra, y que para poseerlas no pensemos jamás en ser ingratos y en abandonarle. (Jerem., XXXII, 40.) ¿Qué hace el Señor para llamar a su gracia a los pecadores que le han abandonado? Muéstrese indignado, y les amenaza con castigos en esta vida. (Ps., LV, 8.) Cólmales Dios de tribulaciones, a fin de que la aflicción misma les impela a abandonar el pecado y a recurrir a Él. ¿Qué hace una madre que quiere destetar a su hijo? Pone hiel en su pecho. Esto mismo hace el Señor para atraer a él las almas, y despegarlas de los placeres de la Tierra, que les hacen olvidar la eterna salud; derrama amargura en sus placeres, en sus fiestas, en una palabra, sobre todo cuanto poseen, a fin de que, no hallando ya paz en las cosas terrestres, recurran a Dios, único que puede contentarles. (Os; VI, 1.)

   Si permito, dice el Señor, que los pecadores no dejen de deleitarse en el pecado, no cesarán de dormir en él: necesario es, pues, que les aflija para despertarles de su letargo y volverlos a Mí. Guando se vean afligidos exclamarán: ¿Qué hacemos? Si no abandonamos el vicio, Dios no se aplacará, y continuará, con justicia, castigándonos. Valor, pues, volemos a sus plantas, que Él nos curará de nuestras dolencias. Si nos ha afligido con sus castigos, nos consolará por su misericordia.

   En el tiempo de mis aflicciones, decía David, he buscado al Señor y no he quedado burlado en mi esperanza, porque Él me ha consolado. (Ps; XXVI, 3.)

sábado, 23 de septiembre de 2017

LA PIEDAD Y LAS VIRTUDES CRISTIANAS – Por Monseñor de Segur.




I

Que Jesús viviendo en nosotros es el origen de la verdadera piedad.

   Jesús, Criador, Señor y Salvador nuestro, que está presente en el cielo y en el santísimo Sacramento, vive también en nuestras almas y habita en ellas por medio de su gracia. “Yo estoy en vosotros, nos dice, y vosotros estáis en mí,.. Vivís en mí, y yo en vosotros. Aquel que en mí vive, lleva mucho fruto”.

   Él es la vid y nosotros somos sus racimos; el racimo está unido a la vid, y no vive sino por medio de esta unión. Nosotros también, por medio de la gracia del Bautismo, quedamos interiormente unidos a Jesús, nuestro Rey celestial, que de este modo está presente en nuestra alma; y nuestra alma le está también siempre presente, como el racimo de la viña está presente en la vid que lo sostiene. Es una inmensa gracia, y una gloria inmensa para nosotros, pobres y miserables criaturas, poseer tal suerte al Dios de bondad, ser su templo viviente, su muy amado tabernáculo y el vaso en que su amor le hace permanecer. Gracias a Jesús, el más pequeño niño cristiano es más grande a los ojos de Dios que el cielo y la tierra; y Dios quiere más a su alma que al universo entero.

   Así como la vida difunde en todos sus racimos la savia que a ella misma le da vida, del mismo modo Jesús, presente y viviendo en nuestras almas bautizadas, difunde en ellas el Espíritu Santo, que viene a ser la vida de nuestras almas. Y así como la savia difundida en él racimo lo hace vivir con la misma vida con que vive la vid, de la misma manera el Espíritu Santo difundido en nuestras almas por Jesús; en nombre de Dios Padre, hace vivir nuestra alma con la misma vida con que vive Jesús, con la misma vida con que Dios, vida toda santa, toda perfecta. Por esto nosotros tenemos que ser muy santos y muy buenos, parecidos en todo a Jesús, nuestro adorable y celestial modelo.

   La piedad cristiana no es otra cosa que la semejanza tan perfecta como posible sea con Nuestro Señor Jesucristo; es la unión de nuestro espíritu, de nuestros pensamientos, de nuestras afecciones, de nuestra voluntad, de todos nuestros sentimientos y de toda nuestra vida, con los sentimientos, los pensamientos y el espíritu de Nuestro Señor.

   Hazte bien cargo de esto, niño o niña que me lees, porque es una cosa de suma importancia. La piedad es Jesús que vive en ti, y tú que vives en Jesús; es la unión íntima que el Espíritu Santo establece entre ti y tu Salvador; es la comunicación que Jesús se digna hacerte de su filial amor para con Dios, de un fraternal y desinteresado amor para con el prójimo, y de todas las virtudes que llenan su sagrado Corazón. Te lo diré en otros términos: la piedad es Jesús que por medio de su gracia te cambia, te transforma en otro Él, de modo que sólo Él, Jesús, vive en ti. Un buen cristiano, una niña piadosa, es otro Jesús, que en todas sus acciones, en todas sus palabras y en todos los detalles de su vida, es una copia perfecta, una verdadera fotografía de Jesús.

   Jesús decía en aquellos tiempos: “el que a mí me ve, a mi Padre ve”. Un verdadero cristiano, una niña verdaderamente piadosa, debe poder también decir: “el que me ve a mí, a Jesús ve”. Esto no quiere decir que nosotros seamos un solo Dios con Jesús, como Jesús es un solo Dios con su Padre; esto solamente quiere decir que nosotros estamos unidos interiormente con Jesús, y que. Jesús vive en nuestra alma a la manera de la unión mucho más perfecta que existía entre su Padre y Él.

   Cuando San Edmundo de Cantorbery era todavía niño, tenía afición a pasearse solo para pensar con más libertad en Dios y unirse más fácilmente con Nuestro Señor. Cierto día que de esta suerte había sacrificado en aras de su piedad un recreo muy divertido, vió de pronto delante de él; y a algunos pasos, a un niño de su edad, de cara noble y hermosa, que se dirigió a él diciéndole con graciosa sonrisa:

   —Te saludo, amado mío.

   —De seguro que os equivocáis, —respondióle sumamente contrariado Edmundo—, pues lo que es yo no os conozco.

   — ¿No me conoces?, —repuso el niño— y sin embargo estoy contigo en la escuela, en la iglesia, en tu casa, en tus diversiones; estoy contigo y te acompaño siempre y por todas partes... ¡y dices que no me conoces!...

   Y como el joven Santo no sabía qué contestar, añadió el misterioso niño:

   —Levanta los ojos, y mírame en la frente. Y la faz del niño se transfiguró; y Edmundo leyó en ella estas dos palabras trazadas con caracteres luminosos: Jesús Nazarenus: Jesús Nazareno... Edmundo se arrodilló pegando al suelo la cara, y el Niño Jesús le dejó después de haberle bendecido.

   Así está siempre Jesús con todos los que le son fieles: es el compañero celestial de la vida de los cristianos en la tierra. Es para nosotros como una fuente de vida, y por medio de Él recibimos todos los dones y todas las gracias de Dios.

   Ya vez, pues, que toda la piedad cristiana reposa en Jesucristo que viene de Él, y que Él es su principio. Así como toda el agua de un riachuelo viene de la fuente donde nace, del mismo modo nuestra piedad viene de Jesús, que está presente y vivo en nuestros corazones.

   ¡Oh buen Jesús!, llenadme de vuestro Espíritu   Santo, y hacedme vivir con vuestra vida enteramente pura y celestial. Mi dulce y santo Jesús, cambiadme en Vos, a fin de que ya no haya en mí cosa alguna mala, y a fin de que me convierta en un segundo Hijo de Dios, en otro Vos mismo.



viernes, 15 de septiembre de 2017

Sólo el salvarse es necesario – Por San Alfonso María de Ligorio.




   Una sola cosa es necesaria (Lucas. X, 42). No es necesario que en este mundo tengamos riquezas, ni que alcancemos honores, ni que gocemos de salud, ni que disfrutemos de placeres: sólo es necesario que nos salvemos: porque no hay medio; si no nos salvamos, seremos condenados.

   Después de esta corta vida, o gozaremos eternamente de la bienaventuranza de la gloria, o para siempre durará nuestra desdicha en los infiernos.

   ¡Oh Dios mío! ¿Qué será de mí? ¿Me salvaré, o me condenaré? Una de estas dos cosas me ha de caber indispensablemente. Yo espero salvarme, ¿pero tengo de ello alguna seguridad? Después de saber que he merecido el infierno tantas veces, Jesús mío, mi Salvador, en vuestra muerte está cifrada mi esperanza.

   ¡Cuántos mundanos que se vieron en otro tiempo colmados de riquezas y de honores, elevados a grandes puestos y hasta colocados sobre el trono, se hallan ahora en el infierno, en donde todo su fausto, todas sus grandezas pasadas no les sirven sino para acrecentar sus tormentos y su desesperación!

   Ved aquí, no obstante, lo que les había dicho el Señor: No queráis atesorar para vosotros tesoros en la tierra... mas atesorad para vosotros tesoros en el cielo, en donde no los consume orín ni polilla (Mateo. VI, 19).  Todos los bienes terrestres los arrebata la muerte; pero los bienes espirituales son tesoros mil veces más preciosos, y duran eternamente.
   Dios nos hace saber que quiere la salvación de todo el mundo (I Timoteo, I, 4), y a todos nos da los socorros necesarios para que nos salvemos. ¡Desdichados de los que se pierden! Su perdición nace de ellos mismos: Tu perdición, Israel, de tí: sólo en mí está tu socorro (Oseas. XIII, 9) El más cruel tormento que padecen los condenados, es pensar que se han perdido por su propia culpa.

   El fuego y el gusano roedor, esto es, el remordimiento de la conciencia, serán los verdugos de los condenados en venganza de sus pecados (Ecle. VII, 9) Pero el gusano roedor les atormentará sin fin, y mucho más que el fuego. ¡Cuánta no es nuestra aflicción en la tierra si perdemos algún precioso objeto, un diamante, un reloj, un bolsillo lleno de oro, por nuestro descuido! Esta pérdida nos quita el apetito, y no nos deja con ciliar el sueño, pensando en ella aunque haya esperanza de repararla por otro camino. Ahora pues, ¿cuál será el tormento de un condenado, al considerar que ha sido por su culpa el perder a Dios y la gloria, sin esperanza de poderlos recobrar?

   Erramos, será el grito eterno de los condenados (Sap. V, 6). Nos hemos engañado, nos hemos perdido voluntariamente y nuestro yerro no tiene remedio. Mientras estamos en la vida, con el tiempo, con un cambio de estado, con una entera resignación a la voluntad divina, podemos poner remedio a las desgracias que nos acontecen; pero ninguno de estos remedios nos servirá cuando hayamos entrado en la eternidad, si hemos errado el camino del cielo.

   El apóstol San Pablo nos exhorta a que busquemos nuestra salvación eterna, con un continuo temor de perderla: Obrad vuestra salud con temor y con temblor (Filipenses. II, 12) Este temor nos hará caminar siempre con cautela, huir de las malas ocasiones, encomendarnos continuamente a Dios y así nos salvaremos. Roguemos, pues, al Señor se digne grabar en nuestra mente el pensamiento que de nuestro último suspiro depende nuestra felicidad eterna, o nuestra eterna desdicha sin esperanza de remedio.

   ¡Oh Dios mío! yo he despreciado a menudo vuestra gracia y no merezco compasión; pero el profeta me asegura que vos sois compasivo con los que os buscan: Bueno es el Señor para el alma que le busca.


   He huido de vos hasta ahora, pero ya ni busco, ni deseo, ni amo más que a vos solo. Por piedad, no me desechéis. Acordaos de la sangre que por mí derramasteis: y esta sangre y vuestra intercesión, ¡oh María! madre de Dios, son toda mi esperanza.