lunes, 24 de octubre de 2016

La viuda cristiana (Una carta muy recomendable)




   Querida Hermana mía, me ha venido a la memoria que los doctores señalan como la virtud más propia de las viudas la santa humildad. Las vírgenes tienen la suya, los apóstoles, mártires, doctores, pastores, cada uno la suya, como el orden de sus caballerías, y todos han debido tener la humildad, pues no habrían sido exaltados, si antes no hubieran sido humillados. Pero a las viudas pertenece sobre todo la humildad; pues ¿qué puede henchir a la viuda de orgullo? Ya no tiene su integridad..., ni lo que confiere el más alto precio a este sexo según la estima de este mundo; ya no tiene a su marido, que era su honra y de quien ha tomado el nombre. ¿Qué le resta para gloriarse sino Dios? ¡Oh, gloria bienaventurada! ¡Oh, corona preciosa!

  En el jardín de la Iglesia, las viudas son comparables a las violetas; flores pequeñitas y bajas, de un color nada llamativo, de olor poco penetrante, pero que son, sin embargo, maravillosamente suaves. ¡Oh, qué hermosa flor es la viuda cristiana! Pequeña y baja por la humildad, ya no es llamativa a los ojos del mundo, pues los rehúye y no se prepara ya para atraer su mirada. ¿Para qué desearía los ojos de los que ya no quiere el corazón? El Apóstol manda a su querido discípulo que honre a las viudas que son realmente viudas. Y ¿quiénes son las viudas que son realmente viudas, sino las que lo son de corazón y de espíritu, es decir, las que no tienen su corazón desposado con ninguna criatura?


   Carta de Francisco de Sales a  Juana Frémyot de Chantal (1 de noviembre de 1604)

San Rafael, arcángel. — 24 de octubre



   Los celestiales beneficios que  recibió del glorioso arcángel san Rafael, el santo patriarca Tobías, refiérense en el mismo sagrado libro de Tobías por estas palabras: Entonces Tobías llamó a parte a su hijo, y díjole: ¿Qué podemos dar a este varón santo que te ha acompañado? A lo que respondiendo Tobías, dijo a su padre: Padre mío, ¿qué recompensa le daremos? O ¿cómo podremos corresponder dignamente a sus beneficios? Él me ha llevado y traído sano y salvo: él mismo en persona cobró el dinero de Gabelo: él me ha proporcionado esposa, y ahuyentó de  ella al demonio, llenando de consuelo a sus padres: asimismo me libró del pez que me iba a tragar: te ha hecho ver a ti la luz del cielo; y hemos sido colmados por medio de él de toda suerte de bienes. ¿Qué podremos, pues, darle que sea proporcionado a tantos favores? Más yo te pido, padre mío, que le ruegues si por ventura se dignará tomar para sí la mitad de todo lo que hemos traído. Con esto padre e hijo le llamaron, y empezaron a rogarle que se dignase aceptar la mitad de todo lo que habían traído. Entonces díjoles él en secreto: Bendecid al Dios del cielo, y glorificadle delante de todos los vivientes, porque ha hecho brillar en vosotros su misericordia. Porque así como es bueno tener oculto el secreto confiado por el rey, es cosa muy loable el publicar y celebrar las obras de Dios. Buena es la oración acompañada del ayuno; y el dar limosna mucho mejor que los tesoros de oro: porque la limosna libra de la muerte, y es la que purga los pecados y alcanza la misericordia y la vida eterna. Más los que cometen el pecado y la iniquidad, son enemigos de su propia alma. Por tanto, voy a manifestaros la verdad, y no quiero encubriros más lo que ha estado oculto. Cuando tú orabas con lágrimas, y enterrabas los muertos,


y te levantabas de la mesa a medio comer, y escondías de día los cadáveres en tu casa, y los enterrabas de noche, yo presentaba al Señor tus oraciones. Y por lo mismo que eras acepto a Dios, fué necesario que la tentación o la aflicción te probase. Y ahora el Señor me envió a curarte a ti, y a libertar del demonio a Sara, esposa de tu hijo. Porque yo soy, el ángel Rafael, uno de los siete espíritus principales que asistimos delante del Señor. Al oír estas palabras, se llenaron de turbación, y temblando cayeron en tierra sobre sus rostros. Pero el ángel les dijo: La paz sea con vosotros, no temáis, pues que mientras he estado yo con vosotros, por voluntad o disposición de Dios he estado: bendecidle, pues, y cantad sus alabanzas. Parecía, a la verdad, que yo comía y bebía con vosotros; mas yo me sustento de un manjar invisible, y de una bebida que no puede ser vista de los hombres. Ya es tiempo de que me vuelva al que me envió: vosotros empero bendecid a Dios, y anunciad todas sus maravillas. Dicho esto, desapareció de su vista, y no pudieron ya verle más. Entonces, postrados entierra sobre sus rostros por espacio de tres horas, estuvieron bendiciendo a Dios; y levantándose de allí, publicaron todas sus maravillas.

   Reflexión: Es el arcángel san Rafael, singular protector de los enfermos; como su mismo nombre lo significa, pues Rafael vale lo mismo que Medicina de Dios. Por esta causa se han puesto debajo de su amparo todos los hospitales de san Juan de Dios, y todos los fieles deberíamos invocar en nuestras enfermedades su celestial patrocinio.

   Oración: ¡Oh Dios! que diste por compañero para el camino de tu siervo Tobías al bienaventurado arcángel san Rafael; concédenos que seamos siempre protegidos con su custodia y fortalecidos con su auxilio. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.



“FLOS SANCTORVM”

domingo, 23 de octubre de 2016

LA TRAICIÓN DE JUDAS (Sobre la comunión sacrílega)




Discípulo. –– ¿Por qué se llama a la comunión sacrílega “la traición de Judas”?

Maestro. —Ya sabes que Judas, arrastrado por la avaricia y fascinado por las ofertas de los escribas y fariseos, tomó la determinación de vender a Jesús por el irrisorio y vil precio de treinta monedas.

D. —Sí, Padre, ya lo sé.

M. —Pues bien, tramado el infame convenio, se ofreció a acompañar a los esbirros que debían prender al Divino Maestro, y así, entregárselo.

Sabiendo que estaba rezando en el Huerto de los Olivos, se mezcló con los esbirros y entró diciéndoles: — ¡Ojo con equivocarte! Aquél a quien yo bese en la frente es Jesús: prendedlo y atadlo.

Jesús, en tanto, oyendo el ruido, se adelanta, y Judas, el traidor Judas, aunque sentía allá en sus adentros el remordimiento de la conciencia que le amenazaba, se acerca también, le abraza y le besa, diciendo:—Ave, Rabí, Salud, Maestro!
¡Estaba consumado el más grande sacrilegio que vieron los siglos! Judas se retira y, desesperado, se ahorca en la rama de un árbol.

D. –– ¡Oh, qué maldad la de Judas!

M. — Sí, Judas fué un malvado; pero aún son mucho peores los que se acercan a comulgar indignamente; porque Judas cometió sacrilegio una sola vez mientras que éstos lo repiten con frecuencia, y por ello son mucho peores que Judas.

D. — ¿Qué dice, Padre? ¡Usted me asusta!

M. —Es para horrorizarse; pero es la realidad. Mira, la mayor parte de las veces, aquellos que han cometido el primer sacrilegio, casi instintivamente se acostumbran, y cuando ya han traicionado una vez a Jesucristo, le traicionan dos, tres, cien veces, y tal vez años enteros, y quién sabe si hasta la muerte, imitando a Judas al pie de letra.

Ellos, como Judas, no ignoran que Jesucristo está verdadera y realmente presente en la Santísima Eucaristía; entran en la iglesia, se aproximan al comulgatorio, como Judas se acercó a Jesús; esperan que por manos del sacerdote se acerque y después, con una conciencia sumida en terrible inquietud por un remordimiento desgarrador, dan a Jesús el beso del sacrilegio.

D. — ¡Desgraciados!

M. — ¡Desgraciadísimos!, querrás decir. Escucha:

Cuando, en la última cena reprendía Jesús a los apóstoles, diciéndoles que, dentro de poco, uno de los que se sentaban a la mesa con El, el que untaba el pan en su plato, le había de traicionar exclamó, refiriéndose a Judas: Más le hubiera valido no haber nacido.

Pues mejor, mil veces mejor que no hubieran nacido los sacrílegos, porque así no hubieran pisoteado el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, y hubiera habido menos condenados en el infierno.

Seguramente habrás leído en la Historia Romana aquel episodio del emperador Julio César. Este gran emperador, llamado señor de los pueblos, que tanto ensanchó y enriqueció su imperio, mientras planeaba mayores conquistas, acabó sus días víctima de una terrible conjuración, tramada contra él por aquellos a quienes más había favorecido. Cabecilla de aquella conjuración fué un tal Bruto, considerado por César como hijo, y a quien había distinguido con honores y recompensas.

Cuando César se vió asediado por los rebeldes que, puñal en alto, querían matarle, y sobresaliendo entre los primeros su querido Bruto blandiendo el puñal, exclamó:

—Bruto, ¿también tú, hijo mío?

Y, cubriéndose la cara con el manto, cayó atravesado por veintitrés puñaladas.

Pues bien; cada vez que Jesús ve a un sacrílego acercarse a la Sagrada Comunión, cubriéndose el rostro, exclama, terriblemente angustiado:

— ¿También tú, cristiano, mi redimido, precio de mi sangre, queridísimo hijo mío, también tú me traicionas?

— ¡Qué horror, Dios mío, qué horror!


Presbítero. José Luis Chiavarino


“COMULGAD BIEN”

EL PECADO DE LAS TERRIBLES CONSECUENCIAS (la deshonestidad)




Discípulo. —Padre, ha dicho usted que la deshonestidad es el pecado de más terribles consecuencias.

Maestro. —Exacto. La deshonestidad roba las fuerzas para toda obra generosa... Sansón, el más fuerte de los hombres, por haberle dotado Dios de una fuerza extraordinaria, se entrega a un amor impuro, queda reducido a juguete de Dalila, cómplice de sus pecados, la cual por tres veces lo entrega y vende a sus enemigos.
La deshonestidad entorpece el juicio. Salomón, el más sabio de los hombres, se deja dominar de las mujeres amalecitas, y abandonando al Dios verdadero, se da a la idolatría.

La deshonestidad corrompe al corazón. Enrique VIII, el más cristiano de los emperadores, enamorado de Ana Bolena, repudia a la reina su consorte, abandona la Iglesia Católica, convierte a Inglaterra en una nación protestante, y muere excomulgado por el Papa.

La deshonestidad acarrea la pérdida de la fe. Si un gran núcleo de cristianos no creen, han perdido la fe, ha sido a causa de la deshonestidad.

De hecho, ¿cuándo empieza la juventud a abandonar los rezos, a desertar de la Iglesia a no frecuentar a los Sacramentos? Desde el momento en que se da a conversaciones obscenas, a malas compañías, a la impureza. No hace mucho, me encontré con un médico conocido mío; habiéndole reprendido dulcemente por qué no practicaba ya la religión, me contestó: Mientras no me case, no seré creyente ni practicaré la religión. Con ello confesaba, y era la pura verdad, que si había perdido la fe era por la deshonestidad.

La deshonestidad ocasiona los más negros delitos.

¿Por qué Herodes hizo decapitar a San Juan Bautista? ¿Por qué tantos pobres suicidas, tantos desgraciados infanticidas, por qué tanta infancia abandonada? —Siempre la deshonestidad.

La deshonestidad consume la salud, disminuye las fuerzas, acorta la vida. El hecho de abundar en nuestros días los jóvenes enfermizos, las enfermedades secretas, la vejez prematura, el haberse multiplicado tanto los hospitales para los tísicos, raquíticos, dementes, las inclusas para niños abandonados por sus padres, da fe del mal que reporta a la salud el vicio de la deshonestidad.

En la América del Sur y en las Guayanas existe un animal, llamado vampiro que sorbe la sangre de los hombres, cuando los encuentra dormidos, y así que está harto, vuela, dejando la herida sangrante, lo que produce la muerte muchas veces. Pues bien, la deshonestidad también chupa la sangre, disminuye las fuerzas y consume la vida del que se entrega a ella.

La deshonestidad es semejante a la llama de una vela; o se apaga la llama, es decir, se abandona esté vicio, o consume la vela, o sea, acaba con la vida. Pero ¡cuántos no quieren creer y derrochan la juventud, la salud, el honor, la alegría, y la paz, acarreándose una muerte prematura y deshonrada! Piensan los tales aspirar perfumes de rosas, y por el contrario, tragan el veneno se punzan con agudas espinas.

Y ya que he nombrado las rosas, escucha un hecho histórico que viene al caso.

Eliogábalo, emperador romano, abrigando sospechas de que sus generales y cortesanos intentaban traicionarle, pensó ganarles por la mano y castigarlos terriblemente. Hechos los preparativos con la mayor cautela, los invitó a todos a un magnífico convite. Al punto de levantar los manteles, cuando reinaba la más franca alegría y las músicas tocaban las más regocijadas notas, he aquí una grandísima sorpresa. ¡Se abren los artesonados de aquella gran sala, y desde lo alto comienza a caer una dulcísima lluvia de rosas bellas, frescas y perfumadas!
A tal novedad, llega el colmo la alegría, toca hasta el extremo el delirio, todos saltan de contento y gritan: ¡Viva Eliogábalo, viva el emperador! Y toman de aquellas rosas, aspiran su perfume, las restregan por su cuerpo, y se multiplican los aplausos y las vivas.

Entretanto el emperador sale disimuladamente; se cierran herméticamente las puertas por fuera y sigue y se acrecienta la lluvia, llega a ser molestísima, tanto que cubre las mesas y los convidados, los cuales se desvanecen a causa del asfixiante perfume buscan desahogo por todas partes, pero están cerradas las puertas, las ventanas están altísimas y atrancadas con gruesos barrotes. Comprendieron el engaño, aunque demasiado tarde, y todos hubieron de morir allí, asfixiados por el perfume y por el peso de aquellas bellísimas rosas.

D. — ¿Es ésta, Padre, la historia lamentable de los que se entregan a los placeres de la impureza?

M. —Tú lo has dicho. Desgraciados los jóvenes que, engañados por el perfume lascivo y seductor de tales rosas, pasan sus más bellos años clamando: ¡amor, amor! El amor, es decir, el vicio, se trocará presto en veneno que los castigará terriblemente.

Murió otro joven dado a la deshonestidad, y su cuerpo, horriblemente hinchado, despedía tal hedor, que se le hubo de sacar de casa antes de tiempo. Los compañeros más intrépidos no se atrevieron a llevarlo al cementerio, por el nauseabundo hedor, y se tuvo que cargar sobre un carrito tirado por un jumento. El cuarto en que falleció se hubo de desinfectar varias veces antes de poderlo volver a habitar.

Se cuenta de una muchacha, habituada a cosas impuras, que habiendo muerto con una muerte aparentemente cristiana, su madre y sus hermanas la vistieron de blanco, la adornaron con flores y colocada sobre la cama, le pusieron un crucifijo en las manos, para que como es costumbre, las compañeras pudieran verla por última vez y rogar por ella.

Más ¡oh prodigio! Aquel crucifijo se escapó de sus manos y por más que se hizo por sujetárselo entro las manos todo fue inútil; siempre se le encontraba caído encima de la cama. Jesús no quería permanecer entre aquellas manos que habían sido instrumentos de pecado.

D. —Espantoso es todo esto. Más ¿no tendrá remedio alguno quien se haya habituado funestamente al pecado? ¿No habrá esperanza de enmienda y corrección?

M. —Hay manera de corregirse y enmendarse y consiste:

1° En una voluntad absolutamente resuelta.
2° En evitar y alejar las ocasiones.
3° En la frecuencia de los sacramentos.
Pero, más que nada, en una voluntad resuelta.

“QUIERO SALVARME” (Un cuento con moraleja)




    Todos dicen: quiero salvarme, pero pocos ponen los medios para conseguirlo.

   Un cortesano que había gastado su vida al servicio de su rey, fué atacado de una enfermedad  mortal. El monarca, que lo amaba tiernamente, fue a visitarlo con algunos otros de sus cortesanos, y viéndole tan cerca de la muerte, movido a compasión, le dijo:

   — ¿Puedo servirte en algo? Pide cuanto quieras, nada te rehusaré.

   —Señor—respondió el enfermo—en la triste situación en que me hallo, una cosa sola puedo pediros, y es, que me concedáis un cuarto de hora de vida.

   — ¡Oh! Eso no está en mi poder — dijo el rey—pídeme otra cosa en que pueda satisfacerte.

   — ¿Qué? — Replicó el moribundo — hace cincuenta años que os sirvo ¿y no me podéis conceder un cuarto de hora de vida? ¡Ah, si hubiese servido tan fielmente y por tanto tiempo a Dios Nuestro Señor, me concedería no sólo un cuarto de hora más de vida, sino toda una eternidad de bienaventuranza!... Y diciendo esto, exhaló el último suspiro.

   (Dichoso él si supo aprovechar la lección que a otros daba sobre la vanidad de las cosas humanas, y la necesidad de trabajar para salvar el alma)



“Revista: Lectura Dominical”

viernes, 21 de octubre de 2016

Para hacerse santa un alma, es menester que se de toda a Dios sin reserva. (Una lectura maravillosa)



   San Felipe Neri decía que, cuanto más amor pongamos en las criaturas, otro tanto quitamos a Dios; y por esto nuestro Salvador es celoso de nuestros corazones: celoso es Jesús, dice San Jerónimo. Porque nos ama mucho quiere reinar solo en nuestro corazón, y no sufre rivales que le roben parte alguna del amor que quiere todo entero para sí: por esto experimenta tan grande disgusto al vernos aficionados, apegados a cualquier afecto que no sea el suyo. ¿Acaso exige demasiado este divino Salvador, después de habernos dado su sangre y su vida, muriendo en una cruz? ¿No merecerá tal vez ser amado por nosotros de todo nuestro corazón y sin reserva?

   San Juan de la Cruz dice que todo apego a la criatura impide ser enteramente de Dios. Hay almas llamadas por Dios a la santidad; pero si estas almas obrando con reserva y no entregando a Dios todo su amor, conservan alguna afección a las cosas terrenas, no se hacen santas ni llegarán a serlo jamás: quisieran volar, pero sus ataduras las retienen: no vuelan, y quedan siempre pegadas a la tierra. Preciso es, pues, desprenderse de todo. Un hilo, pequeño o grande, añade el mismo santo, basta para detener el vuelo de una alma hacia Dios.
   Santa Gertrudis pidió un día al Señor, le indicase lo que quería de ella. El Señor la respondió: No quiero de ti más que un corazón vacío. Esto le pedía a Dios el santo rey David. ¡Dios mío! dadme un corazón puro, esto es, vacío, despojado de toda afección mundana.

   Todo por todo, escribe Tomás de Kempis. Es necesario darlo todo para ganarlo todo. Para poseer a Dios enteramente, es necesario apartarnos de todo lo que no sea Dios. Entonces podrá el alma decir al Señor: Jesús mío, todo lo he dejado por vos, ahora entregaos vos todo a mí.

   Para llegar a esto, es preciso rogar a Dios sin descanso tenga a bien llenarnos de su santo amor. El amor divino es este fuego poderoso que consume en nuestros corazones todas las afecciones quo no van encaminadas a Dios. San Francisco de Sales decía que, cuando se ha prendido fuego en una casa, se arrojan todos los muebles por las ventanas: quería decir, que cuando el amor divino prende fuego y toma posesión de un corazón, esta persona no tiene ya necesidad de sermones ni del director espiritual para desprenderse del mundo: el mismo amor de Dios quemará y despojará aquel corazón de todas las afecciones impuras.

   El amor divino está simbolizado en el Cantar de los Cantares por la bodega del esposo: Me introdujo en la cámara del vino, ordenó en mí la caridad. En esta bienaventurada bodega, embriagadas las esposas de Jesucristo con el vino del santo amor, pierden el sentimiento de las cosas del mundo, y no miran más que a Dios, no buscan en todas las cosas más que a Dios, no hablan ni quieren oír hablar más que de Dios. Si delante de ellas se nombran las riquezas, las dignidades, los placeres, se vuelven hacia Dios y le dicen con un inflamado suspiro: ¡Mi Dios y mi todo! Dios mío, ¿para qué quiero yo los placeres, los honores, el mundo entero? Vos sois todo mi bien, todo mi contento.

   Santa Teresa, hablando de la oración de unión, dice que esta unión consiste en dejar de existir para todos los objetos del mundo, a fin de no poseer más que a Dios.

   Los medios más principales para entregarse a Dios son estos tres: 1°) Huir de toda especie de faltas, hasta las más leves, venciendo toda voluntad mal ordenada; como es abstenerse de la curiosidad de ver o de escuchar, de gustar algún placer sensible aunque ligero, de emplear tal palabra festiva inútil, y de otras cosas parecidas. 2°) Entre las cosas buenas escoger la mejor, la que más agrada a Dios. 3°) Recibir en paz, con acción de gracias, de la mano de Dios, las cosas que repugnan a nuestro amor propio.

   Jesús mío, amor mío, mi todo, ¿cómo puedo contemplaros muerto sobre un infame patíbulo, despreciado de todo el mundo, consumido de dolores, y buscar yo todavía los placeres y la gloria de la tierra?

   Quiero ser todo de vos. Olvidad mis ofensas y recibidme, hacedme conocer aquello de que debo apartarme, y lo que debo hacer para agradaros: que todo esto quiero hacerlo. Dadme vos fuerza para ejecutarlo y para seros fiel.

   Amable Redentor, vos deseáis que yo me entregue todo a vos y sin reserva, para unirme todo a vuestro corazón: pues ved ahí que desde hoy me entrego todo ä vos sin reserva. Sí, todo entero. Espero que me concedáis la gracia de seros fiel hasta la muerte. ¡Oh madre de Dios, y madre mía, María! obtenedme la santa perseverancia.


“SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO”

LOS CURAS (Parte I)




¿Qué es un cura?

   INDIVIDUALMENTE considerado, el cura es un hombre que pudiendo disfrutar de los goces del mundo, renuncia a ellos para consagrarse por completo al servicio de una idea que sabe de antemano ha de convertirle en blanco de contradicción de muchos, en víctima de burlas para no pocos y en objeto de las investigaciones de gran número de gentes que están deseando pescarle en la más leve falta para desacreditarle a los ojos de todo el mundo.

   En menos tiempo que el que tardó para llegar al sacerdocio pudo hacerse abogado y aspirar a ruidosos triunfos en el foro, de esos que además de honra dan positivos provechos. Pudo seguir la carrera de las armas y llegar a figurar en los puestos más preeminentes de la milicia; dedicarse al comercio y realizar una pingüe fortuna, y sobre todo, lanzarse a la política y con una gran dosis de desaprensión y osadía escalar las alturas del poder y ser arbitro de los destinos de todo un pueblo.

   En cambio, como cura no podrá pasar, desde el punto de vista de las comodidades humanas, de una modesta medianía, rayana no pocas veces en la miseria. El traje que ha de vestir es humilde; las diversiones con que se solaza el mundo, aun aquellas que no son pecaminosas para los seglares, le están vedadas, y su alimentación, aunque el carácter de que se halla investido y el ejemplo que debe dar a los demás no se lo impusiera, ha de ser forzosamente frugal en razón a la escasez de sus emolumentos.

   ¿Pero por qué se ha hecho cura? ¿Acaso por egoísmo y para verse libre de los cuidados y sacrificios perennes que exige la familia a cambio de los fugaces goces que proporciona? Nada de eso; el cura tiene por lo general, todas las cargas que la familia impone, sin los goces que proporciona la que el seglar se forma por medio del matrimonio.

   El padre y la madre, ancianos, requieren su protección, y si no los tiene, pocas veces le faltan hermanos a quienes amparar o colaterales en cuyo auxilio ha de acudir.

   Por ambición ya hemos visto que no ha tomado el estado eclesiástico, pues en cualquiera de las carreras o profesiones que hemos citado y en muchas más que hemos omitido, habría tenido más ancho campo para satisfacer sus aspiraciones en este punto.

Santa Rosa: Peleas con el diablo.



   Rosa no desconocía las manifestaciones del mundo infernal: muchas veces había pelado ella con el diablo, al que llamaba sarnoso y malagata. Una noche, mientras oraba en su celda, se le apareció el sarnoso bajo la figura de un perrazo disforme y negrísimo que lanzaba fuego por las narices y la boca: lo primero que intentó fue atemorizar a la virgen, dando vueltas a su alrededor, lanzándole a la cara vahos de azufre y erizando su pelambrera llameante, como dándole a entender que ya se lanzaba sobre ella; pero Rosa, lejos de inquietarse, lo miraba con absoluto desprecio, no sin decirse que el demonio, a pesar de ser un ángel, mucho había perdido de su inteligencia en la caída, ya que imaginaba poder asustar con aquel ridículo aparato de fuego y humo, no obstante el perro, al observar su fracaso, se lanzó al fin sobre la niña, la derribó en tierra y se puso a tironearla como a un trapo viejo; y entonces Rosa, más ofendida que asustada, pronunció las palabras del salmista:

    –– “no entregues, Señor, a las crueles bestias del infierno el alma de los que te confiesan y alaban”.

   No bien el demonio hubo escuchado el versículo, soltó a la niña y huyo ignominiosamente con el rabo entre las patas.

   Tres cobardes agresiones del enemigo sufrió después la virgen: Saliendo una vez del oratorio que había en cada de Don Gonzalo, recibió una bofetada de manos invisibles que la hizo reír y presentar la otra mejilla; otra vez, estando Rosa en lo de Doña Isabel Mejía, el diablo, no atreviéndose a pelearla cara a cara, le tiro una piedra por detrás y desde lejos; una tercera, viendo que nada lograba con la virgen, se metió con sus libros, rompiéndoselos y tirándolos a lugares inmundos, hazaña bien mediocre por cierto y que revelaba un gusto deplorable.

   Tales escaramuzas no habrían afectado a Rosa, si el demonio, pasando a mayores, no la hubiese ofendido una vez en su honestidad. Atravesaba el huerto para dirigirse a su celda, cuando vió salir al enemigo de entre las espesuras; no presentaba ninguna forma terrible, sino la de un galán muy vistoso que con desagradable insistencia comenzó a cortejarla. Extraño a Rosa ver un hombre en la huerta, y aún más oír sus galanteos dichos con lengua torpe y ademanes insolentes; por lo cual, reconociendo al enemigo, la niña voló a su refugio tomo una cadena de hierro y empezó a golpearse las espaldas, no sin exhalar, entre lágrimas y sangre, las quejas que les inspiraba el abandono de su Esposo místico, el cual si hubiera estado con ella no habría permitido la consumación de aquel ultraje. En estas cavilaciones andaba, cuando se le apareció Cristo diciéndole:

   –– Oye, Rosa, ¿Piensas que si yo no hubiese estado contigo habría alcanzado tan feliz victoria?

jueves, 20 de octubre de 2016

Asistencia espiritual a los enfermos (Parte III)




AFECTOS QUE SE HAN DE SUGERIR AL ENFERMO

   Las preces, afectos y jaculatorias, que ponemos a continuación, se dirán con voz dulce y suave, y no tan alta ni con tanta insistencia, que moleste al moribundo, ni tan seguidas una tras otra las jaculatorias, que no se le deje descansar un ratito después de cada una.

DE CONFIANZA

   En vuestras manos encomiendo mi espíritu, porque Vos me habéis redimido, ¡oh Dios de verdad y de misericordia!

   Jesús mío, ¿cómo me habéis de negar el perdón, no habiéndome negado la sangre y la vida?

   ¡Oh Señor y Dios mío! en Vos confío, y no quedarán defraudadas mis esperanzas.

   ¡Oh buen Jesús!, ponedme en el interior de vuestras llagas.

   Pasión sagrada de Jesús, tú eres mi esperanza.

   Llagas amorosas de mi Jesús, vosotras sois mi esperanza.

   Sangre preciosísima de mi Jesús, tú eres mi esperanza.

   Muerte santísima de Jesús, tú eres mi esperanza.

   María, Madre dulcísima, Vos me habéis de salvar; apiadaos de mí, pobre pecador.

   ¡Oh María, Madre de Dios y de los pecadores! rogad por mí a Jesús.

   Glorioso Patriarca San José, interceded por mí. Por Vos espero que me miren con compasión Jesús y María.

DE CONTRICIÓN

   Jesús mío y juez mío, perdonadme antes de juzgarme.

   ¡Ah Dios mío! ¡Quién no os hubiera ofendido jamás!

   No, Dios mío, no merecíais Vos, que yo os tratara con tal ingratitud.

   Me pesa, Dios mío, con toda mi alma, y sobre todas las cosas, de haberos ofendido.

   Padre mío amorosísimo; yo me alejé de Vos, desprecié vuestra gracia, os perdí voluntariamente; mas Vos, perdonadme por el amor y por la sangre de Jesucristo.

   Señor y Dios mío, en la vida que me resta, sea breve o larga, quiero amaros de todo corazón.

   Dios mío, yo os ofrezco los dolores de mi enfermedad y la muerte, en expiación de las ofensas que os he hecho.

   Señor mío, harta razón tenéis para castigarme, porque os he ofendido en extremo; pero afligidme, Dios mío, en esta vida, y no me castiguéis en la otra.

   ¡Oh María, Madre mía! alcanzadme un verdadero dolor de mis pecados, el perdón y la perseverancia.

Estudio teológico sobre las “Revelaciones Privadas” (Parte I) Es sumamente importante su lectura para no llamarse a engaños.




   Expondremos: 1° su naturaleza; 2° las reglas para distinguir las revelaciones verdaderas de las falsas.

I° NATURALEZA DE LAS REVELACIONES PRIVADAS.

   A) Diferencia entre las revelaciones privadas y las públicas. Revelación divina en general es la manifestación sobrenatural hecha por Dios de una verdad oculta. Cuando esta manifestación es para el bien de la Iglesia entera, es revelación pública; cuando tiene por fin el provecho particular de los que la reciben, se llama revelación privada. Aquí no hablamos sino de la última.

   En todos los tiempos hubo revelaciones privadas: la Escritura y los procesos de canonización refieren muchos casos. Estas revelaciones no constituyen parte del objeto de la fe católica, que únicamente versa acerca del depósito que se contiene en la Escritura y la Tradición, y que fué confiado a la interpretación de la Santa Madre Iglesia. Nadie obliga a los fieles a creer en ellas; al aprobarlas, la Iglesia no nos impone la obligación de creerlas, sino solamente permite, dice Benedicto XIV, que puedan publicarse para enseñanza y edificación de los fieles: el asentimiento que se les ha de dar, no es, pues, un acto de fe católica, sino de fe humana fundada en que las revelaciones son probables y piadosamente creíbles. — No pueden publicarse las revelaciones privadas sin la aprobación de la autoridad eclesiástica. (Decreto de Urbano VIII, 13 marzo 1625; de Clemente IX, 23 mayo 1668).

   Sin embargo, muchos teólogos opinan que las personas a quienes se hacen estas revelaciones, y aquellas a quienes Dios manda indicar cuál es su voluntad, pueden creer en ellas con fe verdadera, puesto que tienen pruebas ciertas de su autenticidad.

   B) Cómo hace Dios las revelaciones. De tres diferentes maneras: por medio de visiones, de locuciones sobrenaturales, y de toques divinos.

   a) Las visiones son percepciones sobrenaturales de un objeto naturalmente invisible para el hombre. No son revelaciones, sino cuando manifiestan alguna verdad oculta. Son de tres especies: sensibles, imaginativas o puramente intelectivas.

   1) Las visiones sensibles o corporales, que también se llaman apariciones, son aquellas en las que los sentidos perciben una realidad objetiva naturalmente invisible para el hombre. No es necesario que el objeto que se percibe, sea un cuerpo humano en carne y hueso; basta con que sea una forma sensible o luminosa.

   Por eso se admite comúnmente, con Santo Tomás, que Nuestro Señor, después de la Ascensión, no se apareció personalmente sino raras veces; se aparecía de ordinario en una forma sensible que no era su verdadero cuerpo. Cómo se aparezca en la Eucaristía explícase de dos maneras, dice Santo Tomás: o por una impresión milagrosa en los órganos de la visión (cuando no es visto sino por uno solo); o por la formación en el aire ambiente de una forma sensible real, pero distinta del cuerpo mismo del Señor; porque, añade el Santo, el cuerpo del Salvador no puede ser visto en su forma propia sino en un solo lugar : “Corpus Christi non potest in propia specie videri nisi in uno loco, in quo definitive continetur” Lo mismo se deduce del testimonio de Santa Teresa, Relación XIII: “Entendí, por ciertas cosas que me dijo, que, desde que subió a los cielos, no bajó más a la tierra para comunicar con los hombres, sino en el Santísimo Sacramento”.

   Lo mismo que se dice de Nuestro Señor, ha de decirse también de la Santísima Virgen ; por esto, cuando se apareció en Lourdes, su cuerpo no se movió del cielo, y, en el lugar de la aparición, no había sino una forma sensible que la representaba. Por esto se explica que ora se apareciese en una forma, ora en otra.

   2) Las visiones imaginarias o imaginativas son aquellas que son producidas en la imaginación por Dios o por los ángeles en el estado de vigilia o durante el sueño. Así se apareció varias veces un ángel a San José en sueños, y Santa Teresa cuenta muchas visiones imaginativas de la humanidad de Nuestro Señor estando ella despierta; a menudo estas visiones van acompañadas de una visión intelectiva que explica la significación de aquellas. A veces recorre el alma, en la visión, países lejanos: éstas casi por entero son visiones imaginativas.

AMIGO DE LOS ENCARCELADOS. (II Parte y final) de la vida de San José Cafasso. ¡¡¡Realmente una lectura imperdible!!! Se lo recomendamos con todo cariño a los sacerdotes



COMO LOS CONQUISTABA.

   Sabiendo que tenían necesidad de ayuda, los socorría de todos los modos posibles. Mientras estuvo bajo la dirección del teólogo Guala, usaba todas las industrias para obtener subsidios para los encarcelados. En tiempo de recreo, cuando los convictores estaban reunidos al rededor del rector, Don Cafasso hacía recaer ingeniosamente la conversación sobre aquellos infelices, diciendo éstas o semejantes palabras: “Hoy los visité a todos y no hay novedad; pero encontré a uno con un apetito formidable; otro tenía una ropa tan delgada que le castañeaban los dientes”. Los convictores reían sabrosamente, y Don Guala, que comprendía la antífona, le decía: —Haga lo que pueda—. Y así Don Cafasso obtenía socorros para sus detenidos. Elegido rector, pudo disponer más libremente de medios y fué aún más generoso para con sus amigos.

   Para hacérselos siempre más benévolos daba regalos muy frecuentes, no sólo a los detenidos, sino también a los guardias para que los tratasen bien. Dinero, tabaco, pan, vino, fruta y objetos de vestuario, todo lo ponía a su disposición. Cuando no podía ir personalmente a socorrer a los encarcelados, enviaba personas de confianza a consignar varios paquetes de monedas sobre los que estaban escritos los nombres de los destinatarios. El regalo más frecuente era el de tabaco. Cestas enteras llenas de paquetes de rapé, de miga para pipa y de cigarrillos salían del Convictorio.

   Yendo a las prisiones había observado que en todas hasta la altura de dos metros, faltaba en el muro el zócalo de cal, de modo que se veían los ladrillos. Como preguntase la razón, vino a saber que los presos, aguijoneados por el deseo de aspirar rapé, raspaban las paredes para aspirar el polvo extraído. Desde entonces tomó aún más empeño en aumentar sus ya generosas distribuciones de tabaco.

   Durante el año, sobre todo en las mayores solemnidades, solía dar a cada uno un pan blanco y un vaso de vino. Y era entusiasta la recepción que se le hacía en los dormitorios cuando se le veía aparecer con canastos bien llenos de pan y otras provisiones. Los cabecillas venían los primeros. Decían el número de compañeros y recibían el obsequio para distribuirlo a los demás. Después de la comunión pascual el Santo los ponía en fila y les repartía personalmente el sabroso pan blanco, diciendo: —Si por cualquier disgusto os atormenta la rabia, romped este pan; vengaos en él haciéndolo trizas. Una vez, después de haberles distribuido cerezas, varios se divertían lanzándole las pepas; él reía de corazón y a un prisionero que, indignado, los reprendía por responder con burla tan pesada a la generosidad de su benefactor, le dijo el Santo: —Déjalos, pobrecitos; no tienen otra diversión.

   Así surgió una amistad casi íntima entre el Santo y los encarcelados y de ella se sirvió grandemente Don Cafasso para instruirlos en las verdades de la fe y conducirlos por la vía de la salud. Siempre que iba a las prisiones solía dar alguna lección de catecismo, aún sin aparentar que enseñaba; con sus maneras atrayentes, se ganaba la atención de todos y les insinuaba alguna buena máxima. Un testigo ocular asegura: “En esta misión era sencillamente admirable. Su aspecto inocente y compasivo, su palabra franca, sencilla y siempre pronta, que parecía divinamente inspirada; todo su exterior revelaba la persuasión firme y profunda con que anunciaba las verdades eternas, y reducía los corazones más duros y obstinados, conduciéndolos a mejores sentimientos; de todo, aún del mal, sabía sacar provecho en favor de sus pobres desgraciados y parecía siempre inspirado por Dios. Cuántos pudieron conversar con él, cambiaron siempre favorablemente opiniones y sentimientos.”

   Cuando algunas veces le faltaba tiempo para ir a las cárceles, enviaba allá a enseñar el catecismo a sus convictores, los que, presentándose en nombre de Don Cafasso, eran acogidos con deferencia y cordialidad. Uno de éstos nos refiere: “Destinado por el Siervo de Dios para enseñar catecismo en las cárceles, no me atrevía a obedecerle. Mas él me sugirió: —Anda, no temas; diles que yo te mando, y te respetarán. Así lo hice y no tuve de qué arrepentirme. Llegado a la cárcel, pedí al carcelero permiso para entrar y enseñar el catecismo. — ¿Quién es usted?— me preguntó en tono severo. —Me envía Don Cafasso. — Si es él quien lo manda, siga. Tomó las llaves y me condujo a una sala en donde había por lo menos veinte detenidos adultos. A su vista sentí miedo; tanto más que todos me miraron extrañados. Tomando fuerzas de donde no tenía, les dije que Don Cafasso me había recomendado fuera a visitarlos. Todos me preguntaban: ¿Cómo está Don Cafasso? ¡Ah! todos aquí lo conocemos, es un gran caballero. Animado por tan simpática acogida, di comienzo a mi clase de catecismo, que continuó por espacio de media hora; cuando terminé, al verme partir, me dieron las gracias y me encargaron saludar a Don Cafasso, diciéndome que volviera pronto”.

   Al enseñar el catecismo evitaba y hacía evitar cuanto puede herir la susceptibilidad de los prisioneros. Sus máximas eran estas: Demostrarle un cariño muy grande, como si fueran todos cultísimas personas, no mentar la soga en casa del ahorcado; no preguntarles los motivos porque se encuentran en la cárcel jamás hacerles concebir sospechas de que uno quiere penetrar sus secretos; inculcarles mucha confianza en Dios y resignación a su divina voluntad; insistir en la oración, en los sacramentos y en sus benéficos efectos; protestar alta y públicamente que el sacerdote no tiene nada que ver con el fiscal y que son totalmente opuestas sus actividades. De este modo, a la instrucción catequística seguía la confesión, a la que se inducía fácilmente a aquellos desgraciados, cuya benevolencia se había cautivado Don Cafasso.