No
viváis preocupados... Nuestro Señor no condena la previsión prudente. Pero
condena esa preocupación, tan frecuente y tan absurda del mañana: ¿qué comeré o
con qué me vestiré?
Vuestro Padre celestial sabe que necesitáis estas cosas. Mi Padre “sabe” lo dice Cristo. ¿Puedo entonces dudar siquiera de que me dé lo necesario? Es mi Padre, y conoce mi necesidad; eso tiene que bastarme para alejar de mí esa preocupación inquietante del mañana.
Trabajar, si –es la ley de la vida–, y
trabajar con esfuerzo, con constancia, pero también con paz, y, sobre todo, con
una confianza absoluta en la providencia del Padre celestial.
¿Me preocupa mi salud?
¿Me
preocupa mi oficio?
¿Me
preocupa mi porvenir?
¡Cuántas preocupaciones inútiles y nocivas!
Ellas no van a hacerme ni más fuerte ni más sano; no van a hacerme más
inteligente ni a dar mayor eficacia a mi trabajo; no van a cambiar el rumbo de
las cosas.
¿Acaso mi salud no está en manos de Dios?
Y mi oficio, ¿no es él quien me lo ha
señalado?
¿Y no está en sus manos amorosas y
paternales mi porvenir?
Y así, todas esas preocupaciones vanas se desharían
como neblina al salir el sol. Si no me preocupara, si yo dejara reinar en mi
alma esa confianza filial en mi Padre celestial, que sabe lo que me hace falta.
¡Qué diferente sería mi vida!
Él da de comer a los pajarillos del campo.
Él viste las flores con esos encantos maravillosos. Él abre su mano y llena de
bendición a todos los animales. ¿Y me abandonará a mí, que soy su hijo? ¿No soy
yo para Él mucho más que las flores y las aves? ¿No dio Él por mi alma el
precio de la sangre de su Hijo Unigénito?
¡Que absurdas son mis preocupaciones cuando
las miro a esta luz divina que la Providencia difunde sobre ellas!
Y, sin embargo, las desecho una vez..., y
vuelven de nuevo y me quitan la paz y me pongo a devorarme los sesos buscando
la manera..., ¿de qué? De engañarme a mí mismo. Porque confiar en mis pobres
medios humanos, ¿qué otra cosa es sino engañarme tristemente?
“Prever está bien. Preocuparme está mal” Es
faltar a la confianza que debo a la Providencia de mi Padre Celestial. Es
pretender adelantarme a lo que ella amorosamente ha dispuesto sobre mí y ha
preparado para mi bien.
¿Por qué, pues no abandonarme confiado y
tranquilo en el seno de esa Providencia de mi Dios? “Nihil mihi deerit”: nada
me faltará.
“ENTRE
ÉL Y YO”
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