domingo, 22 de mayo de 2022

BREVE PRÁCTICA DEL MES DE MAYO – CONSAGRADO A LA MADRE DE DIOS – POR D. FÉLIX SARDÁ Y SALVANY, PBRO. Año 1899. (DÍAS 17-18-19-20-21y 22 de mayo)

 



IMPORTANTE: Para las oraciones de todos los días y el obsequio  (flores espirituales), ver publicación del 1 de Mayo. 

ACLARACIÓN: Tardamos en publicar, pues nuestra PC por los años y uso intensivo anda mal.


XVII.

María en la calle de Amargura. — Amor a la cruz.

   Y vinieron entre tanto los horribles días de la Pasión. El Hijo de María, pedida licencia a su Madre, se entregó como cordero en manos de sus feroces enemigos. Fué preso, abofeteado, escupido, azotado, coronado de espinas, y condenado a muerte de cruz. Supo María la fatal sentencia, y fué a abrazar a su Hijo en el camino del Calvario, y siguióle luego hasta la hora de su crucifixión.

   No debe bastarte, alma mía, el que Jesús haya padecido y muerto por ti. Debes hacerte tuya su cruz y hacerte encontradizo con ella y tomarla sobre tus hombros, y seguir así todos los pasos de tu Divino Redentor. María no se estuvo sosegada en su habitación cuando supo que llevaban a crucificar a su Hijo, ni se contentó con lamentarse en su soledad con estériles desconsuelos. Animosa y varonil buscó al Hijo de su alma entre aquel mar de sufrimientos en que andaba acongojado; no temió al pueblo seducido, ni a los fieros sayones, ni a la brutal soldadesca. Por el rastro de la Divina Sangre no paró hasta encontrarse cara a cara con su dulce Jesús, y asociarse hasta el fin a su dolorosa tragedia. Suyas quiso fuesen las injurias que recibía, suyas las maldiciones con que era apostrofado, suyos los golpes y heridas que recibía El en su cuerpo y que María sentía redoblados en su corazón. ¡Ojalá, alma cristiana, que así te asociases tú a los padecimientos de Cristo por medio de la perfecta mortificación! De dos maneras puedes verificarlo. Primeramente, sufriendo con paciencia y buena voluntad lo que te afligiere y desconsolare, ya venga directamente a ti de mano de Dios, como las enfermedades, rigores de la estación, muertes de amigos, etc., ya te venga pasando antes por las de los hombres, como persecuciones, difamación, menoscabo de intereses, y demás. En segundo lugar, buscando por ti misma la cruz por medio de las asperezas de la penitencia; privando a tu cuerpo de inútiles regalos; viviendo parcamente y sin fomentar la sensualidad; satisfaciendo con prudentes y proporcionados castigos lo que debes por tus desórdenes pasados y presentes a la justicia de Dios.

   Resuélvete después de esto a vivir en adelante, a imitación de tu Madre y Señora, vida paciente y mortificada y crucificada.

 

XVIII.

María en el Calvario. —Valor y constancia.

   Era este el espectáculo del Calvario. Cristo clavado en cruz. Los dos ladrones crucificados a par de El a derecha e izquierda. Los fariseos y escribas delante, insultando los últimos momentos del Divino Moribundo. María y las demás piadosas mujeres y San Juan firmes al pie del cadalso.

   Admira la constancia y firmeza más que humanas de esa animosa Mujer. Desde que buscó y encontró a Jesús en la calle de Amargura, fue siguiéndole paso tras paso, y no quiso ya separarse más de Él. Vio su desnudez, oyó el martillar sobre los clavos de sus pies y manos, le miró alzado en alto sobre el sangriento madero, una a una recogió sus últimas palabras y encomiendas, mantuvo rostro sereno ante el horror de los elementos perturbados al espirar el Divino Salvador. Esta es la imagen de lo que debe ser toda alma fiel en los azarosos momentos en que llega a su alma la amargura de la tribulación. Asida a la cruz de Cristo, sabiendo que allí está su seguridad y su apoyo, no ha de temer borrascas, ni retroceder por invectivas, ni cejar, sean cuales fueren las amarguras que haya de devorar su despedazado corazón. No se vive en amor sino a costa de graves dolores, que son la prueba de sus quilates. Almas tibias y desmayadas, que vaciláis a la menor contradicción, y huís despavoridas del lugar del sacrificio, cuando os lo exige la honra de lo que amáis, ¿es verdad que amáis? ¿o es vuestro amor, amor de aire y de solas palabras, sin otra solidez ni consistencia? No amó así María, nuestra Madre y Madre de Dios.

   Mírate en ese espejo, alma cristiana, y aprende en María la fuerza y firmeza incontestables del verdadero amor a prueba de todo sufrimiento. Bebe como Ella tu cáliz de pasión hasta el fin, hasta lo más amargo de sus heces, si quieres reinar un día sin llanto ni pena alguna en el gozo de tu Señor.

 

XIX.

María junto al sepulcro. —Única confianza en Dios.

   Dos piadosos varones bajan de la cruz el cadáver de Cristo, y después de haberle tenido en sus brazos la desconsolada Señora, danle honrosa sepultura y cierran luego la boca de ella con una piedra. María se ve privada hasta de ese último consuelo sensible, y sumida en la más dolorosa soledad.

   La sufre también alguna vez el alma cristiana cuando place al Señor probar su fidelidad en el divino servicio por medio de las tristezas del desamparo. Las consolaciones sensibles suele prodigarlas el Divino Esposo a las almas primerizas en la virtud, que necesitan la leche de tales dulzuras para que les sea más fácil el desapego de las mundanas satisfacciones, a que tal vez vivieron en su principio demasiadamente entregadas. Más pasada esta como espiritual infancia, no es ya la leche de los consuelos el manjar de las almas adultas; es muchas veces el pan duro de la interior tribulación. Escóndase aparentemente el Señor a las miradas del alma su enamorada; deja de hacérsele oír su voz en el corazón; rodéala por todas partes noche tenebrosa; créese la infeliz realmente abandonada de su Dios y Señor. Los más grandes Santos han pasado por la dolorosísima prueba de la interior desolación. Dios, bondadoso con ellas, aun en medio de su aparente desvío, no permite sucumban a la duda y a la desesperación, pero se vale de esta espada para acabar de cercenar del corazón que quiere para sí, todo resto de humano afecto, para asegurarle en la humildad y baja estima de sí propio. Como se afina el oro en el crisol y como se aquilata en el yunque el diamante, así las almas fieles, bajo la amargura del interior desconsuelo.

   ¡Alma mía! No desmayes aunque negras sombras de desolación te roben al parecer la presencia sensible de tu Señor. Separación verdadera de Dios sólo se hace por el pecado mortal, que es lo único que debes verdaderamente temer.

 

XX.

María esperando la Resurrección. — Confianza en las divinas promesas.

   No era la fe de María flaca, asustadiza y desconfiada como la de los discípulos. Estos, medrosos y despavoridos, habíanse encerrado por temor de los judíos después de la muerte del Señor, y Puédese muy bien colegir, del relato de los Evangelistas, que no tenían de la próxima Resurrección de su Maestro toda la seguridad que debían inspirarles las divinas promesas. María, animosa y varonil, nunca perdía esta seguridad, y con firme certeza esperó para el tercer día la Resurrección del Hijo de su amor.

   Este debe ser el carácter de las almas verdadera y sólidamente cristianas, así en las perturbaciones de su propio espíritu como en las persecuciones y catástrofes que amenazan y aun abruman frecuentemente en nuestros días a la Iglesia de Dios. Esperar contra todo motivo que pueda hacer vacilar su esperanza; tenerse firme y en pie a pesar de todas las opuestas corrientes, he aquí las muestras y distintivos del verdadero amor. “Aunque me mate, decía un antiguo Profeta, esperaré en El.”

   Esta es la fórmula más exacta de la suma confianza en las divinas promesas, que no debe nunca ni por nada perder el buen cristiano.

   ¿Qué días pudieran presentarse más horribles y tenebrosos que los que precedieron a la resurrección del Señor? ¿No parecía evidente el triunfo de sus más encarnizados enemigos? ¿No se hubiera podido juzgar enterrada con el Divino Jesús toda esperanza de triunfo para su doctrina? Sin embargo, el Salvador había dicho: “Después de tres días resucitaré.” Y María, segura de la promesa de su Hijo, templaba el infinito dolor de su alma con esa infalible certeza.

   Así, alma mía, se te ha dicho a ti y se ha dicho a la Iglesia Santa: Sufrid y esperad; después de corto plazo triunfaréis, y vuestra tristeza se convertirá en gozo, y este gozo vuestro ya nadie os lo podrá arrebatar. ¿Crees esto, alma mía? No serías cristiana si no lo creyeses, porque es palabra de tu Dios, cien veces repetida en las Santas Escrituras; ten, pues, confianza y seguridad conformes a esta creencia.

 

XXI.

María en el primer abrazo de su Hijo resucitado. — Preludios del gozo del cielo.

   La primera de las apariciones de Cristo resucitado debió de ser para nuestra Madre y Señora. ¿Cómo podía negar este privilegio de amor a la que tan privilegiado lugar había tenido en la participación de sus dolores? Y si tan tierno estuvo el Señor con las mujeres y con los discípulos, hasta con los que le habían ofendido con su cobardía, ¿cuánto no debió de estarlo para con su dulce Madre, tan digna siempre de su predilección?

   ¡Almas cristianas! los gajes del amor son los dolores; pero no os asustéis, el bondadoso Dueño a quien servimos cuida también lo suficiente de templarlos y contrapesarlos con regaladas dulzuras. Aquel céntuplo que promete el Señor a los que le sirven, junto con la vida eterna, dicen muchos expositores sagrados que es el galardón de los consuelos temporales que concede ya en este mundo a los que no rehúyen el padecer por su amor. Saben esto las almas fieles, y saborean frecuentemente las ignoradas dulzuras de este escondido maná. A los Mártires en sus torturas, a los penitentes en sus asperezas, a los misioneros en sus fatigas, a todas las almas verdaderamente fieles en sus luchas y contradicciones, hácese presente repetidas veces  nuestro buen Dios por medio de interiores consolaciones que obligan a exclamar al corazón embriagado con ellas: “¡Cuán grande es, Señor, la muchedumbre de los consuelos que guardas escondidos para los que te temen!” No las conoce ni las sospecha el mundo esas suavísimas intimidades del Esposo celestial. Mas no las desconocen, antes las sienten con inefable alegría, cuantos de veras se han dedicado algunos años al servicio de Dios.

   Si te agobia, alma mía, alguna vez el peso de la cruz, confía en la Divina Bondad, que no tardará en hacértela más llevadera con el regalo de sus inefables abrazos, prenda y anticipación de los eternos que te reserva en el paraíso.

 

XXII.

María en la Ascensión del Señor. — Anhelos del cielo.

   Cuarenta días después de la Resurrección verificóse la Ascensión de Cristo Señor nuestro a los cielos. María, con los Apóstoles, le vio alzarse triunfante por su propia virtud; abrirse paso al través de las nubes, y esconderse tras ellas en gloria y majestad. ¡En pos de El volaba el Corazón de María!

   La vida del cristiano no debe ser más que un anhelo continuo de los goces purísimos de la gloria. Nuestra conversación, dice el Apóstol, es o debe ser de los cielos. Se comprende que traigamos ocupadas en lo terreno las manos, pues con ellas hemos de sostener acá nuestra vida material, y que con el barro se nos enloden alguna vez los pies, ya que nuestro cuerpo ha de vivir sobre esta grosera materia. Pero el corazón como el fuego, debe tener hacia lo alto su centro de gravitación, y a lo alto aspirar, y en lo alto vivir, y sólo en lo alto buscar su definitivo descanso. Pensando en el cielo se templan todas las amarguras de la tierra; se encuentran despreciables, como son en sí, sus vanidades, risibles sus honores, de ninguna importancia sus rencores y amenazas. Pensando en el cielo es como se da a todo lo que no es del cielo su propio y verdadero valor. Crece y se agiganta el alma según son crecidos y agigantados estos sus pensamientos; así como, al revés, se empequeñece y anula según son ellos pequeños y de ruin y mezquina talla. Vivimos con el corazón en el cielo, y nada veremos, en el mundo que nos fascina, sino vil y grosera materia, hasta casi indigna de servir de pavimento a nuestros pies. ¡Cuánto más de que se la tenga por único asunto de nuestros cuidados y de que se ponga en él, como en único verdadero tesoro, todo el corazón!

   Recógete cada día, alma cristiana, a pensar, siquiera breves minutos, en el cielo que te aguarda, y experimentarás muy luego cuánto se te disminuyen todas las desazones y pesadumbres de esta vida mortal.

 

 

 


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